lunes, 3 de diciembre de 2012

Mil ciento diecinueve palabras en catorce párrafos


Cage y el silencio

Fabián Beltramino

[Publicado en Laberinto Cultural, noviembre 2012]

El compositor estadounidense John Cage (1912-1992), con sus obras silenciosas, ha llevado a la estética a plantearse una serie de preguntas que siguen siendo difíciles de dar por definitivamente respondidas: ¿La labor del artista consiste exclusivamente en un hacer creativo o puede consistir también en una tarea de gestión, de puesta en relación? ¿Puede haber arte si no hay obra? ¿Puede haber obra si no hay materia?
Surgido en el contexto del arte norteamericano de vanguardia de la segunda posguerra, la formación de Cage entronca con la tradición europea que, debido al exilio obligatorio, recala en Estados Unidos a partir de los años 30. Concretamente, entre 1933 y 1935 toma clases nada más ni nada menos que con Arnold Schoenberg, el heredero más legítimo de dicha tradición, al menos en los términos en que Theodor Adorno plantea la relación entre historia y estado del material, estableciendo en la música europeo-occidental en clave germana, una línea que se inicia en Bach, continúa con Beethoven y Brahms, llega a su punto culminante con Wagner y empieza a desgranarse con Mahler y Strauss, hasta derivar en las propuestas atonal libre y dodecafónica del propio Schoenberg.
Cage reconoce esa tradición pero la rechaza. No lo conforman los resultados derivados del control total de los parámetros, propios del serialismo integral, como así tampoco las búsquedas a través de la aplicación de la electrónica a la producción o el procesamiento del material acústico.
Cage va en busca de una dimensión trascendente, y por ello va a abrevar en filosofías orientales, tratando de poner en primer lugar el poder del sonido antes que el de su ordenamiento a través de cualquier sistema de codificación entendible como música.
En todo caso, su concepción del objeto sonoro tiene más que ver con el ready made duchampiano, es decir, no pasa por el desarrollo de métodos de creación sino por propuestas de contemplación de lo ya creado, una audición atenta puesta al servicio de iluminar el mar de ruido en el que el hombre se encuentra inmerso.
Así, por un lado, lleva adelante una serie de obras en las que el azar es la esencia del método compositivo, obras en las cuales el resultado final no es nunca definitivo y resulta siempre una sorpresa, incluso para su creador.
En cuanto al significado expresivo de su postura, no puede dejar de pensarse en el conflicto entre subjetividad y objetividad, entre libertad y convención, planteado por Adorno en su ensayo sobre el estilo tardío de Beethoven[1]. Adorno afirma en ese escrito que, ante el agotamiento de las posibilidades expresivas, ese último Beethoven, en tanto primera encarnación del conflicto del artista moderno, lleva adelante el último gesto posible: poner a lo objetivo, a lo convencional, a funcionar por sí solo, haciendo coincidir la renuncia a la expresividad con su más plena emergencia.
Cage, en su delegación hacia los métodos no regulados, afirma, implícitamente, que hacer música no es tanto, justamente, “hacer sonar”, como “hacer oír”, en un gesto al mismo tiempo de máxima afirmación y de máximo renunciamiento. Y esta unión de extremos a partir de un objeto único aunque ambiguo será uno de sus principales logros, a la manera, también, de esos objetos en los que Duchamp reúne dos opuestos que se anulan mutuamente: la rueda de bicicleta sobre el taburete, por ejemplo, en la que el movimiento esencial de la bicicleta y la quietud propuesta por el banquillo desaparecen en la combinatoria.
Cage se hace cargo, a su modo, de la “crisis del enunciado” que afecta a gran parte del arte de la segunda posguerra, un arte que reconoce, de diversas maneras, que no tiene demasiado para decir o que no puede decir nada más después de los horrores de la Segunda Guerra, presentificando aquella sentencia adorniana que afirmaba que era imposible volver a escribir poesía después de Auschwitz. Sin embargo, Cage, aun en diálogo con Adorno, se enfrentará a los principios de la pura negatividad propuesta por el alemán.
Cuando Adorno postula el silencio como futuro de la música[2], en realidad quiere decir “silenciamiento”, clausura, cierre, fin de un recorrido histórico y de una tradición. Cage va a intentar resignificar el silencio compositivo componiendo el silencio. Porque lo más notable de las obras de silencio de Cage no pasa tanto por su ejecución, por su dimensión performativa, en la que se establece una relación entre un intérprete y un público que asiste a un concierto en el que el ejecutante no toca nada; lo más notable de las obras de silencio de Cage es que Cage las escribe. De cada obra hay una partitura hecha de silencios, lo cual demuestra que el compositor no renuncia, ni aun en esas obras, a la tradición musical escrita de la que forma parte.
Obras escritas de silencio, de un vacío que no es la nada, de una carencia abierta a la afirmación, no a la negación, del mundo en un contexto temporal y espacialmente a priori indeterminado pero muy concreto.
Las obras de silencio son las más materiales de las obras de Cage, justamente porque juegan con la dualidad que se plantea entre la expresividad y la inexpresividad más absolutas, entre lo abstracto y lo concreto.
La primera de esas obras Silent prayer, de 1948, ni siquiera fue ejecutada sino meramente descrita en una conferencia, en lo que podría considerarse una de las manifestaciones más tempranas de lo que más tarde iba a denominarse “arte conceptual”, es decir, arte en el cual el objeto no está, y lo que ocupa el lugar del objeto es la idea del objeto, su concepto. Allí aparece, de manera explícita, como señala James Pritchett[3] por primera vez el término “silencio” puesto en correlación con el de “música”, a partir, fundamentalmente, de una valoración de la duración como parámetro privilegiado del sonido. La duración es lo que en términos estructurales iguala, para Cage, los universos de lo que se denomina sonido y silencio, y será entonces en términos de duración como definirá sus obras subsiguientes en este campo: 4’33’’, de 1952, 0’0’’ o 4’33’’ II, de 1962, y One3 o 4’33’’ (0’0’’) +G [ Clave de So]l, de 1989.
En las tres hay, como acción musical, un poner al oyente a escuchar. A escuchar sin que haya algo particularmente destinado a sonar. El cuerpo de la obra se conforma a partir de ese sonido que se recorta del ruido ambiente y que, al convertirse, por obra de ese recorte, en sonido organizado en el tiempo, se vuelve música.
En definitiva, no hay silencio, hay sonido que se escucha o sonido que pasa desapercibido. Es, por lo tanto, la actitud de Cage correlativa a aquella propuesta por Paul Klee: el arte no muestra, da a ver.




[1] Adorno, T.W. “El estilo de madurez en Beethoven” en Reacción y Progreso, Barcelona: Tusquets, 1970
[2] Adorno, T.W. “Dificultades para componer música” en Impromptus. Serie de artículos musicales escritos de nuevo, Barcelona: Laia, 1985
[3] Pritchett, James: “What silence taught John Cage: The story of 4’33’’, 2009, en http://www.rosewhitemusic.com/cage/texts/WhatSilenceTaughtCage.html