viernes, 9 de octubre de 2015

Vanguardia artística y revolución política

Vanguardia artística y revolución política:
acerca de Literatura y revolución [Buenos Aires: Razón y Revolución, 2015]
de León Trotsky

Fabián Beltramino

El objetivo de este texto es efectuar un aporte a la idea de arte de Trotsky, y a la relación de esta idea de arte con el proyecto que Trotsky representa, es decir, a la relación entre el arte y la sociedad, que es la relación entre la vanguardia artística y la revolución política al momento en el que el libro aparece, a comienzos de la década del ’20. Voy a enfocar, como caso testigo, las apreciaciones que Trotsky realiza con relación al Futurismo, una vanguardia de origen italiano que tiene en la Rusia de ese momento un desarrollo importante.
En cuanto a la noción de arte que Trotsky defiende, algo está claro desde el principio: un hombre nuevo, el hombre nuevo que va a surgir de la nueva sociedad cuya organización se está llevando a cabo en ese momento, necesita un arte nuevo.
Formulada de modo tan general, esta idea no tendría por qué entrar en conflicto con los principios de las vanguardias, no por lo menos con los de las más radicales: el Futurismo, primero, y el Surrealismo, después; ambas, como todas, devenidas de esa crisis inicial que para el arte y para la sociedad significó el Modernismo.
El Modernismo, desde fines del siglo XIX, fue la expresión de la crisis de la sociedad burguesa capitalista, con ese “disconformismo” más o menos radicalizado según los casos como síntoma fundamental. Ese Modernismo tuvo, en Rusia, como señalan López Rodríguez y Sartelli en su estudio introductorio, una presencia muy concreta a través del Simbolismo heredero de Baudelaire, de Rimbaud, de Mallarmé, ese Simbolismo que a partir de las asociaciones y correspondencias novedosas que permite la figura de la “sinestesia” intentó complejizar, nada más ni nada menos, que la noción de realidad.
Al Simbolismo siguió la aparición del Futurismo, primero en Italia y luego en Rusia, dos instancias de un movimiento que en base a los mismos principios e ideales abrazó, sin embargo, consignas políticas antagónicas, a partir del viraje fascista de Marinetti y sus compañeros de ruta.
Y esta irrupción, la del Futurismo en Rusia, de la mano sobre todo de Vladímir Maiakovski, enarbolando su gesto fundamental de destruir lo viejo para construir algo nuevo, estableció el conflicto fundamental entre las dos revoluciones, la estética y la política, conflicto que pasa, entre otros aspectos, por una cuestión de prioridad y secuencialidad.
¿Cuál de esas revoluciones debe acontecer primero? ¿Debe una de las dos acontecer indefectiblemente antes que la otra? ¿Pueden acontecer las dos al mismo tiempo? ¿Debería una de las dos atenuar sus impulsos en beneficio de la otra? En esta dicotomía se juega el pensamiento estético de Trotsky, en conjunción con su proyecto, prioritariamente político, enfrentado de modo paradigmático al de Maiakovski, representante de la idea de que la revolución y la transformación del hombre y de la sociedad en un nuevo hombre y en una nueva sociedad puede darse a partir de la acción del arte.
Trotsky, es claro, exige del arte compromiso político: le exige renunciar a una revolución estética integral en función de lo que la revolución necesita de lo estético, esto es, una acción práctica por parte del arte que desencadene una acción práctica por parte del hombre, una acción decididamente revolucionaria.
Más importante que lo nuevo que el arte tenga para proponer es para Trotsky lo nuevo que la revolución significa. Volviendo a las preguntas planteadas anteriormente, es claro que para Trotsky la revolución estética debe sacrificarse en función de la revolución política. Y el arte debe ser el arte que la revolución necesita, a pesar de sus intereses particulares.
La pregunta, ahora, es ¿cómo justifica Trotsky semejante exigencia, semejante sacrificio?
Lo hace adscribiendo las necesidades del arte, asociando la lógica revolucionaria de lo estético, a un trasfondo y a un impulso que sigue siendo, según él, burgués, y cuyo respeto traicionaría, en el fondo, los intereses de la revolución proletaria. Que haya un arte autónomo, con necesidades propias, habla de una lógica basada en la división del trabajo  y en una parcelación de las áreas de desempeño social propia del capitalismo burgués. El Futurismo, entonces, aparece, para Trotsky, como “una ramificación bohemio-revolucionaria del viejo arte”, a pesar de que, reconoce, es uno de los principales impulsos para lo nuevo.
Y aquí se impone otra pregunta: ¿cuál sería ese nuevo arte, un arte proletario? No. Proletario, no. El arte proletario “no existirá jamás”, dice Trotsky, “ya que el régimen proletario es temporal y transitorio. El sentido histórico y la grandeza moral de la revolución proletaria residen en que sienta las bases para una cultura sin clases, que por primera vez será auténticamente humana”. Es claro, a partir de esto, que los planteos futuristas tienen pocas chances de ser aceptados por Trotsky. El Futurismo es visto por él como un “fenómeno europeo”, como “derivación del arte burgués”, y dejarse seducir por su ímpetu destructor, por sus consignas, es “extremadamente ingenuo”, afirma.
¿Qué es la bohemia de la que el Futurismo y la mayor parte del Modernismo y las Vanguardias surgen? La expresión de la burguesía decadente que se revela, fundamentalmente, contra la tradición literaria de la que deriva. El gesto es “nihilista”, dice, no “revolucionario”, y establece con esa distinción una condena inapelable.
El proletariado, afirma, no necesita desprenderse o renunciar a ninguna tradición porque esa tradición no le pertenece, no es “su” tradición. Y aunque reconoce que Maiakovski ejerce sobre los poetas proletarios una influencia mucho mayor a la de cualquier constructivista, por ejemplo, no se trata de una influencia positiva. “Maiakovski grita con demasiada frecuencia allí donde convendría hablar”, dice, y en sus obras, como en la de todos los futuristas, el exceso de movimiento, de dinamismo, de imágenes impetuosas, lleva a la calma, aquieta, detiene, en definitiva.
Y lo que el arte debe hacer, justamente, según Trotsky, es poner en movimiento, hacer “hacer”, agitar, enervar. Una idea en la que subyace una dicotomía y, en el fondo, una concepción cognoscitiva de la experiencia estética. Una idea muy de época, presente en otros autores que, contemporáneamente a Trotsky, estaban escribiendo sobre las potencias y las potencialidades del arte en esa Rusia revolucionaria de comienzos de los años ’20. Me refiero, entre otros, a Mijail Bajtín y a Lev Vigotski.
El supuesto de base de este enfoque es que los sentimientos, al igual que la dimensión intelectual, racional, se pueden educar, si se emplean en ese proceso las herramientas adecuadas. Una de las herramientas privilegiadas para esa “educación sentimental”, para Trotsky y también para Vigotski, es el arte, el tipo de experiencia que el arte proporciona.
Vigotski publica su Psicología del Arte también en 1923. Y en ese trabajo aborda el arte desde un punto de vista des-idealizante, anti-romántico, describiéndolo como uno de los mecanismos mediante los cuales lo social configura el psiquismo individual: una posición que enfrenta el paradigma individualista freudiano, representado en su contexto inmediato por Alexander Luria.
La descripción de Vigotski, que queda claro es la misma que implícitamente asume Trotsky, es esta: el arte, a partir de las emociones que provoca, contribuye a que en el psiquismo individual, en la conciencia individual, lo sensorial (biológico, indiferenicado) se transforme en lo sensible (socialmente codificado, diferenciado). La toma de conciencia por parte del sujeto acerca de su propia sensibilidad, que es social, es el efecto fundamental que el arte provoca: esa es la “conmoción” del arte, esa es la perturbación, la alteración, que provoca, a partir de la cual la relación de ese sujeto con el mundo social, el mundo de su acción práctica, ya no será la misma. Es decir, el arte hace ser al hombre sensiblemente nuevo, lo hace ser un nuevo hombre listo para actuar en ese nuevo mundo, que es el que la revolución le propone. Y esto es lo que Trotsky pretende: que el arte conmueva, aunque no por la conmoción como fin en sí misma, que conmueva para llevar a la acción.
Lo particular en el modo de entender esto por parte de Trotsky es que, a diferencia de lo que sostiene Vigotski, ese efecto depende, ante todo, de los “contenidos” el arte que vehiculiza.
Vigotski, embebido del paradigma epistemológico de la época, era un formalista, es decir, alguien que entendía que las obras –al igual que los sueños y el chiste para Freud- producen los efectos que producen, sobre todo, a partir de su estructura, de cómo dicen lo que dicen, más allá del qué.
Trotsky, en función de su rol, no puede aplicar una mirada “liberal” al arte, es decir, dejar que el arte diga lo que quiera mientras lo diga con nuevos métodos. Debe asegurarse que el arte diga lo que el proletariado necesita escuchar, esas palabras concretas que lo impulsen a una acción concreta: la defensa y la profundización de la revolución.
Trotsky piensa, en definitiva, en términos de política cultural, un área que no puede ser librada a su propia suerte, a su propia lógica. Como afirman López Rodríguez y Sartelli: lo más importante que Trotsky transmite a través de Literatura y revolución no es tanto una política artística concreta, sino la importancia de tener alguna, es decir, la idea de que el Estado político no puede dejar librado a su propia voluntad –es decir, aplicar una política liberal- al arte, sino que debe intervenir para administrar sus recursos del modo que considere el más apropiado o el más necesario, según las necesidades de la coyuntura histórica.
Ahora, ¿cuáles serían esas tareas, cuál sería la misión política del arte hoy y qué características debería tener ese arte? ¿Qué arte será el que produzca un eventual desarrollo de un proceso de transformación social?
Dejo que sea el propio Trotsky el que conteste, con esas palabras que desde 1923 suenan cargadas de utopía pero también del convencimiento propio de quien está inmerso en una coyuntura de total transformación.
Dice, Trotsky, en el cierre del capítulo dedicado al Futurismo: “del desarrollo cultural de la clase obrera habrán de alimentarse y contagiarse aquellos innovadores que, efectivamente, tengan en la manga algo que decir…; cuando la educación estética y cultural de las masas trabajadoras aniquile el abismo abierto entre la intelliguentsia creadora y el pueblo, el arte presentará un aspecto muy diferente al de hoy”.
Es decir, no sabemos cómo será ese arte, pero sí sabemos que será diferente.