lunes, 11 de julio de 2011

LA EXPERIENCIA DEL ARTE

La experiencia del arte: entre la autonomía y la postautonomía

Fabián Beltramino

[Trabajo en proceso de publicación en Escritos sobre Audiovisión. Lenguajes, Tecnologías, Producciones, Libro 5, Remedios de Escalada: UNLa]

Resumen

En este trabajo voy a abordar las nociones de autonomía y experiencia tomando como base algunas reflexiones de uno de los libros más recientes de Néstor García Canclini, La sociedad sin relato. Antropología y estética de la inminencia, en el cual el autor parte de la aceptación de un estado “postautónomo” del arte, describiendo el del presente como un arte diluido, invadido, complejizado, transversalizado, con relación al cual resultaría cada vez más difícil definir qué es lo específicamente artístico y qué no, planteando incluso como superada la noción de “campo”, acuñada por la sociología cultural de Bourdieu.

En función de esto, voy a desarrollar la relación entre autonomía y experiencia desde un autor que no sólo concibe sino que exige que la experiencia estética sea una experiencia radicalemente autónoma como condición imprescindible para que el discurso artístico pueda desarrollar sus máximas potenciacildades y ejercer un “impacto diferencial” respecto del resto de los discursos. Me refiero al conjunto de ideas desarrolladas por Christoph Menke en La experiencia del arte.

A partir de ello voy, por último, a recuperar la noción de “competencia” de Bourdieu, susceptible de funcionar como crítica de la experiencia estética en tanto “natural” y “espontánea”, experiencia de consumo, de fruición, de goce.

Lo que voy a intentar sostener, en definitiva, es que si bien el término “postautónomo” puede describir operatorias actuales del arte vinculadas con su producción y circulación, en lo que hace a su recepción, a la experiencia estética misma, la noción de autonomía no sólo sigue teniendo validez sino que funciona como garantía de su especificidad, manteniendo en vigencia beneficios de distinción, por un lado, y permitiendo definir los límites del campo desde la sanción de lo que es estético en función de sus efectos, por otro.

¿Postautonomía de la experiencia estética?

Este trabajo se enmarca en el proyecto de investigación “La experiencia del arte: ¿acción social o acto privado? Hacia una teoría estético-sociológica de la recepción”, que dirijo en el Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Lanús desde mayo de 2010.

Para pensar la experiencia del arte con relación a la noción de autonomía voy a tomar como base algunas reflexiones de uno de los libros más recientes de Néstor García Canclini [1], en el cual el autor parte de la aceptación de un estado “postautónomo” del arte, describiendo el del presente como un arte diluido, invadido, complejizado, transversalizado, con relación al cual resultaría cada vez más difícil definir qué es lo específicamente artístico y qué no, planteando incluso como superada la noción de “campo”, acuñada por la sociología cultural de Bourdieu.

García Canclini define lo “postautónomo” como un

“proceso de las últimas décadas en el cual aumentan los desplazamientos de las prácticas artísticas basadas en objetos a prácticas basadas en contextos hasta llegar a insertar las obras en medios de comunicación, espacios urbanos, redes digitales y formas de participación social donde parece diluirse la diferencia estética”. [2]

Tanto a partir del trabajo del propio García Canclini como de los numerosos autores que cita, se desprende que las dimensiones que se conjugan en el planteo actual acerca de la autonomía del arte son, por un lado, la específicamente estético-artística –esto es, lo que los artistas hacen y lo que el público recibe como arte–, la tecnológico-mediática –que tiene que ver con las modalidades de realización– circulación–recepción-repercusión de la primera dimensión– y, en tercer término, la dimensión económica, un factor que en la teoría de los campos aparece como relativamente determinante o condicionante y en el presente parece funcionar, según los casos, como aspiración última o única, como motor o como disparador de las otras dos dimensiones.

La cuestión de la autonomía del arte en el presente obliga, además, a repensar la autonomía de las esferas de la vida social en general, sobre todo no en relación al hecho de que el arte se integra hoy a otros órdenes sociales, a otros campos discursivos, como la política, la economía, la producción industrial de objetos de diseño y las telecomunicaciones, sino con relación al hecho de que progresivamente las diversas esferas de la praxis social se han ido estetizando, han asumido la lógica del impacto estético como intención primera de sus diversas acciones.

Un aspecto correlativo a la teoría de los campos de Bourdieu que García Canclini plantea también como superado tiene que ver con la teoría de la distinción, en la que el ejercicio de las competencias que el arte culto y vanguardista demandan funciona como estrategia de legitimación, en lo cultural, de diferencias sociales. Para García Canclini, esta teoría se vuelve ineficaz a la hora de explicar los fenómenos actuales de diferenciación social, que pasan por consumos tales como la ropa, los artefactos de diseño, los lugares vacacionales y otros. [3]

En este sentido cabe preguntar, sin embargo, ¿de qué manera ponderar y valorar la especificidad del arte frente al consumo a secas, aunque se trate de la asistencia a los principales museos de Nueva York, París o Londres? ¿Qué especificidad, qué impacto diferencial puede haber tenido para los dos millones y medio de visitantes del Pompidou de París durante 2005-2006 que García Canclini refiere, esa visita respecto de la que seguramente muchos de esos mismos visitantes efectuaron durante el mismo periplo a Euro Disney?

Creo que es ése el punto en el que hay que poner la indagación que tanto la estética, la teoría y la crítica de arte tienen pendiente, integrando, por supuesto, los aportes de la sociología y la antropología.

Está claro que todo tiene hoy una impronta estética o estetizante y que cualquier cosa puede entrar hoy en el territorio del arte. Pero la pregunta a efectuar apuntaría a la especificidad de lo estético, que es, de alguna manera, preguntar por la autonomía no en tanto condición de existencia ni de operatividad sino en tanto cualidad ontológica, es decir, preguntar por la razón de ser del arte.

¿Hay hoy aún en el arte algo que el arte y solamente el arte posea como cualidad exclusiva, propia, autónoma? ¿O se trata, como se desprende de los análisis contemporáneos, de un juego de aceptaciones y rechazos entre distintas dimensiones de poder que deciden qué es o qué no es artístico: una institución académica, un grupo de pares, los artistas consagrados, los que pagan por las obras, los que las hacen circular, u otras instancias semejantes?

Aceptar que el arte no tiene especificidad es aceptar que no tiene autonomía, es decir, que aquello que hemos llamado, llamamos y podemos llamar en el futuro arte depende de razones y circunstancias ajenas a su propio ser.

En esta encrucijada, entonces, me gustaría arriesgar la hipótesis de que la dificultad en la definición de lo específicamente artístico, tan problemática e improbable en lo que hace a las esferas de la producción y circulación, aunque no menos problemática y compleja, quizás siga siendo viable sólo en la esfera de la recepción, a partir del interrogante acerca de la especificidad de la experiencia estética.

En función de esto, voy a desarrollar la relación entre autonomía y experiencia desde un autor que no sólo concibe sino que exige que la experiencia estética sea una experiencia radicalemente autónoma como condición imprescindible para que el discurso artístico pueda desarrollar sus máximas potenciacildades y ejercer un “impacto diferencial” respecto del resto de los discursos. Me refiero al conjunto de ideas expuestas por Christoph Menke en La experiencia del arte. [4]

A partir de ello voy, por último, a recuperar la noción de “competencia” de Bourdieu, en tanto noción susceptible de funcionar como crítica de la experiencia estética en tanto “natural” y “espontánea”, experiencia de consumo, de fruición, de goce.

Lo que voy a intentar sostener, en definitiva, es que si bien el término “postautónomo” puede describir operatorias actuales del arte vinculadas con su producción y circulación, en lo que hace a su recepción, a la experiencia estética misma, la noción de autonomía no sólo sigue teniendo validez sino que funciona como garantía de su especificidad, manteniendo en vigencia beneficios de distinción, por un lado, y permitiendo definir los límites del campo desde la sanción de lo que es estético en función de sus efectos, por otro.

Arte autónomo y “soberano”

La conceptualización del arte como “soberano”, por parte de Menke, implica, en sí, el reconocimiento de un conflicto irresoluble entre la experiencia estética y los otros modos de discurso. Desde este punto de vista, el buen funcionamiento de los discursos no estéticos ingresaría en una crisis sin retorno a partir de la experiencia estética.

Esta argumentación recoge dos de las principales tradiciones de la estética moderna: la que caracteriza la experiencia estética en términos de autonomía en tanto uno de los diferentes modos de experiencia y de discurso que contribuyen a la razón moderna, y la que destaca en ella un potencial de transgresión de la racionalidad de los otros tipos no estéticos de discurso. Tal transgresión, sin embargo, no implicaría la proyección de una exigencia idealista de verdad sino una relación genealógica en la que la experiencia estética sería capaz de desencadenar una crisis en el resto de los modos de experiencia y de discurso.

Para Menke, por lo tanto, la relación entre autonomía y soberanía del arte aparece como una relación bipolar, doblemente determinada y aparentemente contradictoria, en la que la apariencia del arte (su autonomía) constituye al mismo tiempo su verdad (su soberanía).

Para afirmar dicho vínculo Menke se basa en la concepción adorniana del arte moderno, entendido como un discurso autónomo pero capaz de subvertir la razón del resto.

Menke sitúa, así, la negatividad del pensamiento adorniano en el plano de los procesos semióticos, procesos de utilización y comprensión de signos, con la intención de referir dicha negatividad a un proceso de subversión de la comprensión.

Menke desentraña la lógica específica de la experiencia estética -basada en el concepto de negatividad que, para Adorno, funda la autonomía del arte moderno en su relación negativa con todo lo que no es arte- a partir de la función crítica que supone ejerce el arte con relación a la realidad exterior no estética. En función de ello concluye que la negatividad de la experiencia estética pasa por el fracaso de cualquier intento de comprensión, evidenciando el carácter procesual de experiencia estética en tanto autosubversión del intento de comprensión inscrito en ella misma.

Esta índole procesual de la experiencia estética es asociada por Menke a la noción de “aplazamiento”, idea que destaca el aspecto duracional de un proceso que permanece irremediablemente presente, que elude todo resultado, cualquier finalidad identificadora o comprensiva. La negatividad estética queda definida así, entonces, como una procesualidad desautomatizadora de la comprensión, una procesualidad permanentemente encaminada al fracaso.

Pero Menke busca un basamento estructural para la negatividad estética, e intenta obtenerlo efectuando una reformulación en el plano semiótico. Y lo hace con relación al objeto estético, poniendo en un juego de doble vínculo su aspecto material y su aspecto significante. Esto implica que el significante no es entendido como una realidad dada sino como una relación funcional entre un material y una significación que surgen de una operación de selección. Se trata de algo que oscila entre dos polos, el del material y el de la significación, a los que mantiene unidos y, de acuerdo a ello, no puede ser nunca identificado definitivamente. Implica la negación de cualquier intento de comprensión final, ya que el objeto no existe más que en el proceso mismo, y si alguna comprensión fuera posible, se trataría de un acontecimiento inmanente a dicho proceso, comprensión negada y disuelta en la experiencia estética misma.

La tesis de la oscilación estética funciona, por lo tanto, como una ontología de la obra de arte en tanto paso incesante entre los dos polos del material y de la significación. La experiencia estética resulta, por ello, un proceso interminable, una procesualidad sin resultado. El objeto estético queda configurado como objeto articulado, construido estéticamente.

Queda claro, por tanto, que ningún material está en condiciones de determinar sus propios rasgos significantes y que estos se definen durante el proceso. Es el carácter procesual de la experiencia estética lo que provoca la desautomatización de los actos de comprensión no estéticos al desprenderse de cualquier justificación de tipo contextual para determinar tanto la materialidad como la significación de su objeto. Dicho de otro modo, el objeto estético presenta tantas interpretaciones contextuales como intentos de formación de significantes, dado que su materialidad es siempre superabundante respecto de toda selección significativa. Así, la experiencia estética, al develar la diversidad de hipótesis contextuales posibles las niega, deviniendo en experiencia distanciadora.

Para Menke, entonces, las explicaciones de la negatividad estética no pasan por la determinación interpretativa del significado (teoría de la polisemia, multiplicidad interpretativa) sino por la elección del significante, la determinación del objeto estético en tanto objeto plural, convertido constantemente en material en un proceso estético de aplazamiento de la formación de significantes, un proceso de negación interna sin resultado.

Es a partir de esto que se permite efectuar una fuerte crítica de la hermenéutica, teoría que, desde su punto de vista, entiende la comprensión como comprensión lograda, no subvertida o indefinidamente aplazada tal como propone la estética negativa. La finalidad del proceso de formación de significantes para la hermenéutica es la obra en tanto obra comprendida, es decir, la remisión, mediante repetición, a un sentido conocido extraestéticamente. Para la interpretación hermenéutica toda comprensión tiene la estructura de un prejuicio, es reflejo del arraigo contextual. Al mismo tiempo, la experiencia estética no es más que un medio de comprensión de una significación más intensa, la instancia de una verdad superior, por lo cual el proceso interno de formación de significantes queda estabilizado desde el exterior, adquiere un término, al estar dotado de una finalidad significativa. La estética de la negatividad, en cambio, es no teleológica, despliega la procesualidad hasta sus últimas consecuencias, produciendo una doble liberación: la del material, que es liberado de su función de portador de significado y logra una plenitud inalcanzable a toda comprensión, y la de los signos respecto de su significación, que impide que sean reducidos a su pura coseidad.

Correlativa a la lógica negativa de la experiencia estética, aparece en Menke la noción de soberanía estética.

La experiencia estética tiene como consecuencia la desestabilización (subversión) de los discursos no estéticos a partir de un cambio de punto de vista, de una mirada hacia los discursos no estéticos efectuada a la luz de la experiencia estética que destruye su validez sin necesidad de impugnarlos desde dentro de sí mismos. La experiencia estética efectúa una negación de la ley fundamental de los discursos, la de su comprensión automática, en un doble proceso de desestructuración estética: aplazando indefinidamente cualquier intento de comprensión y liberando el material de los significantes respecto de la significación. Tal es el efecto de lo estético y a él se debe la sobrevaloración del arte por parte de la filosofía moderna, para la cual actúa como catalizador que permite el surgimiento de problemas que no podrían presentarse ni ser presentados sin la experiencia estética, entendida ésta como experiencia crítica de los discursos eficaces.

Ahora bien, se abre a partir de este punto la exigencia de definir sociológicamente con mayor precisión de qué manera y qué espectador es capaz de tener una experiencia semejante, para otorgar precisión a las generalizaciones propias de un planteo filosófico como éste.

Así, la negatividad de la experiencia estética, basada en una comprensión fallida que deriva en experiencia metadiscursiva respecto de los discursos no-artísticos, que Menke desarrolla a partir de Adorno, ubicando de manera correlativa el interés de la experiencia estética en el proceso y no en el resultado, permite recuperar y considerar como válida y vigente la teoría sociocultural e histórica de la percepción estética propuesta por Bourdieu.


Campo autónomo, arte autónomo, competencia estética y distinción: la vigencia de Bourdieu

Bourdieu se ocupa tempranamente dentro de su obra de la cuestión de la percepción estética. [5] Dicha percepción implica, fundamentalmente, un proceso de “desciframiento” y, por lo tanto, el dominio consciente o inconsciente de un “código” cultural que opera, correlativamente, tanto en el universo de recepción como en el de producción de la obra.

Entonces, la experiencia del arte no es, por lo tanto, ni inmediata, ni natural, ni espontánea sino el resultado de una operación gobernada por reglas (el código, la cifra) que funcionan como sus condiciones de posibilidad. El dominio del código es una “competencia” adquirida a partir de “disposiciones” que dependen, como ya sabemos en Bourdieu, del origen social y de la trayectoria educativa.

Lo más intesante, a mi entender, del planteo pasa no tanto por el reconocimiento de la existencia de un código estético que funciona como instrumento de percepción (que es social y es histórico y, por lo tanto, variable –aunque la tendencia dominante de las estructuras sea su conservación, su reproducción, y no el cambio-), sin el cual las obras resultan “materiales mudos”, sino por el reconocimiento de que la “legibilidad” de una obra depende del grado de competencia que exige en el dominio de dicho código. Es decir, no sólo es posible afirmar que existe un código sino que hay grados tanto en cuanto al nivel de dominio que las obras exigen como en el nivel de dominio que los espectadores efectivamente poseen.

Es decir que entre producción y recepción puede establecerse un desacuerdo básico y radical que sólo puede ser superado por la frecuentación de un determinado repertorio de obras, los discursos complementarios o explicativos con relación a ellas, la educación formal e informal, e instancias semejantes.

La hipótesis derivada, a partir de esto, es que el arte del presente, el arte contemporáneo, con sus manifestaciones desafiantes de las lógicas y los límites del campo, es un arte de ruptura en tanto el desfasaje casi absoluto que instaura entre los códigos de producción y de recepción.

Entendiendo que las obras más radicales lo son, precisamente, porque conllevan sus propias y novedosas categorías y lógicas de percepción, me atrevo a plantear a partir del propio Bourdieu la idea de una “meta-competencia”, para calificar el tipo de exigencia del arte contemporáneo. Es decir, el dominio no de un código específico sino, ante todo, de la lógica de que el “buen espectador” debe aceptar que debe desprenderse de la intención de comprender en base a los códigos que posee, debiendo abrirse a la adquisición del código que la obra postula.

De este modo, vemos como lo que quizás apresuradamente puede entenderse como el abandono de una lógica de recepción específicamente artística o estética, es decir, autónoma, resulta un salto cualitativo del arte contemporáneo en cuanto pasaje a un nivel de metadiscursividad en la que, en primer término, se da una experiencia de comprensión negativa (negación de la posibilidad de comprensión a partir de los códigos adquiridos) y, en segundo término, una experiencia reconfiguradora (asumiendo el despojamiento y aceptando la índole constructiva no sólo del discurso estético sino del conjunto de los discursos socialmente válidos).

Es en función de lo dicho que planteo la vigencia, por lo menos en lo que hace a la recepción y la experiencia del arte, de los conceptos socioculturales de campo autónomo y de competencia de Bourdieu, tomando como base la concepción filosófica de la experiencia estética en tanto experiencia radicalmente autónoma de Menke.

Correlativamente, sostengo también la vigencia de la noción de “distinción”, en base a que la vigencia de una recepción calificada a partir de una “meta-competencia” como la exigida proporciona un alto beneficio de diferenciación social. Así, considero que la conciencia del dominio de los instrumentos de apropiación está en la base del valor de la experiencia del arte.

Conclusión

Volviendo a la idea de “postautonomía” propuesta por García Canclini, es posible afirmar que puede resultar válida a la hora de caracterizar las prácticas artísticas actuales, basadas en un alto nivel de interacción con otras áreas de la práctica social general. El problema es que el concepto mismo de “práctica” funciona, en García Canclini, como afectando tanto a la producción como a la recepción del arte, entendida esta última, precisamente, en términos eminentemente pragmáticos. Aceptación, indiferencia, rechazo, uso, consumo, ostentación, resultan términos que aportan en cuanto a cómo se hace y qué se hace con el arte, sin responder la pregunta acerca de qué es lo que el arte hace, vinculada con una dimensión más profunda de experiencia que resulta, como se ha intentado mostrar, un territorio en el que la noción de autonomía tiene plena vigencia.

La inmanencia de la experiencia estética se funda, creo, en la independencia de ésta respecto de los fines o usos no estéticos del arte. Más allá de la globalización, de la multimedialidad, de la relevancia creciente de las redes sociales, la experiencia estética sigue implicando a alguien que pone en juego su cuerpo, su sensibilidad y su inteligencia en la situación de interacción con aquello que de manera arbitraria por lo convencional se denomina, en un determinado contexto, obra de arte.

Entiendo, así, que si bien la experiencia del arte, como toda experiencia, es implícitamente social y colectiva, no por ello deja de ser, en última instancia, una dimensión radicalmente individual y subjetiva.

Notas

1) García Canclini, Néstor (2010): La sociedad sin relato. Antropología y estética de la inminencia, Buenos Aires/Madrid: Katz

2) Ib. P.17

3) Ib. P.10

4) Menke, Christoph (1997): La soberanía del arte. La experiencia estética según Adorno y Derrida, Madrid: Visor [1991]

5) Bourdieu, Pierre (1971): “Elementos de una teoría sociológica de la percepción artística”, en Sociología del Arte, de A. Silberman et al., Buenos Aires: Nueva Visión [1968], pp.43-80, y (2003): “Sociología de la percepción estética”, en Creencia artística y bienes simbólicos. Elementos para una sociología de la cultura, Buenos Aires/Córdoba: Aurelia Rivera [1969], pp.65-84