Arte
y Sociedad
Introducción
a la relación entre el arte y los procesos sociales del siglo XX
Fabián
Beltramino
[Clase de oposición para concurso docente de la materia Arte y Sociedad de la Licenciatura en Audiovisión de la Universidad Nacional de Lanús, 17/7/2015]
Esta
clase es la que da inicio al desarrollo de la última unidad del programa, y
comienza con la visualización de la primera diapositiva exhibida en la primera
presentación utilizada en la primera clase de la materia. Esto me permite
retomar el planteo general, la idea básica en la que se sustenta la asignatura.
Arte
y Sociedad trata del análisis y la descripción de procesos. De varios procesos
simultáneos que se vinculan unos con otros en una relación no jerárquica y no
determinante, aunque permite establecer una progresión que va de lo general a
lo particular. En este sentido, un título alternativo de la materia podría ser
el de “Sociedad y Arte”.
De
lo que se trata, en primer término y de un modo general, es del estudio del
proceso de surgimiento, consolidación y crisis de la sociedad burguesa
occidental, y del capitalismo como su sistema económico.
En
paralelo al estudio de ese marco, la especificidad del arte es abordada en
términos del estudio del proceso de consolidación y crisis del campo del arte
como campo relativamente autónomo, un fenómeno cultural propio y característico
de esa sociedad occidental, producto de su lógica interna, una lógica basada,
en lo fundamental, no sólo en la división de tareas sino en la constitución de
áreas específicas de desempeño práctico.
Con
relación al campo o mundo del arte se estudian, en particular, los procesos de
desarrollo y crisis de los sistemas o códigos dominantes, el naturalismo en el
caso de la pintura y la tonalidad en el caso de la música.
Como
se ve, el arco del recorrido es, en cada uno de los niveles, similar, es decir,
comprende un punto inicial, un desarrollo y un quiebre. Y el siglo veinte, tema
de la última unidad del programa, será abordado, justamente, como la
manifestación de la crisis en todos ellos: crisis social, crisis política,
crisis económica y, por supuesto, crisis de los sistemas o códigos dominantes
en el campo del arte.
Para
describir el siglo veinte, voy a partir de la historiografía social general,
concretamente del planteo de Eric Hobsbawm, ya utilizado a la hora de abordar
el siglo diecinueve. Este autor hablaba, en aquél caso, del “siglo largo”,
escapando a los límites de la cronología a partir de ubicar entre el inicio de
la Revolución Francesa, en 1789, y el inicio de la Primera Guerra Mundial, en
1914, el comienzo y el fin de un proceso que podría caracterizarse como el de
consolidación de la burguesía y de la sociedad capitalista e industrial en
todos sus niveles.
A
la hora de abordar el siglo veinte, de manera correlativa, Hobsbawm recurre al
concepto de “siglo corto”, ubicando su inicio en ese 1914, cuando estalla la
Primera Guerra Mundial, y su final en 1989, cuando termina esa tercera guerra
no declarada aunque bien concreta, la Guerra Fría, con la caída del Muro de
Berlín y el comienzo del fin de la Unión Soviética.
El
siglo veinte es, desde esta óptica, entonces, el siglo de las guerras, guerras
que significan, cada una de ellas y en conjunto, la manifestación mas cruenta
pero más concreta de esa crisis que se venía anunciando desde el siglo
anterior, en paralelo a la consagración de un modelo.
José
Pablo Feinmann elige, en su novela La
crítica de las armas, para establecer el punto de inicio de esa debacle, un
hecho que ha sido muy significativo en su época y todavía hoy retorna, cada
tanto, como la memoria de una catástrofe que ha marcado una herida que todavía
no ha podido ser cerrada, una herida “narcisística”, podría decirse, el quiebre
del ego de esa sociedad burguesa que parecía nadar, precisamente, en la
opulencia. El Titanic, su hundimiento, la noche del 15 de abril de 1912,
preanuncia, según Feinmann, todo lo que va a venir después. Esa máquina que era,
desde lo tecnológico, el resumen de las posibilidades materiales de la época, y
desde lo social, un cuadro de situación también más que claro: en las cubiertas
superiores la aristocracia y la alta burguesía de la época, viviendo los
últimos instantes de esa “bella época”, en las inferiores, esa clase baja
desplazada y expulsada de Europa, obligada a “hacer la América”. Ese mundo,
entonces, ese mundo burgués dentro del mundo, esa civilización flotante se
hunde, además, porque no puede superar la oposición de la naturaleza. El
Titanic fracasa frente al hielo y el sueño burgués empieza a convertirse en
pesadilla.
Aunque
la pesadilla empieza a vivirse, realmente, cuando termina esa otra ensoñación
parela a la belle époque, la llamada
“Paz armada” y se inicia el primer capítulo de un conflicto irresoluble, un
conflicto entre las potencias europeas que mueven los hilos del capitalismo
industrial y del colonialismo imperialista (Inglaterra y Francia), y aquellas
naciones importantes en Europa desde lo sociocultural, aunque tardíamente
organizadas políticamente y también tardíamente arribadas al juego de la gran
economía, naciones que tratan de hacerse un lugar en la lógica establecida por
las primeras (Alemania e Italia).
Y
como si la Primera Guerra no fuera suficiente para manifestar la crisis del
modelo social burgués, en medio de ella uno de los principales apoyos de las
potencias dominantes, Rusia, un imperio zarista filo-francés con una lógica de
poder similar a la de la monarquía absolutista, se ve envuelto en su propio
proceso de resignificación de relaciones sociales, económicas y políticas a
partir de la Revolución que se inicia en 1917, revolución burguesa en un
momento incial, aunque definitivamente bolchevique y comunista en su
continuidad.
La
Revolución Rusa tiene variadas consecuencias en el mundo burgués. En primer
lugar, la aparición de un nuevo aliado
de las potencias, el amigo americano, Estados Unidos, que aparece como gran
proveedor de alimentos, armas y soldados que contribuyen a decidir favorablemente
el curso de la guerra, aunque el precio de dicha colaboración sea tomar el
mando y pasar a decidir, de ahí en adelante, la suerte y los destinos del mundo
capitalista.
En
segundo lugar, la Revolución Rusa, concretamente la sociedad comunista implantada
a partir de ella, pasa a constituir una alternativa social concreta, ya no
teórica, al orden capitalista y burgués, lo que expande, para la burguesía
dominante, los frentes de conflicto, que ahora no son sólo internos sino
también externos.
Si
bien la Primera Guerra Mundial termina en 1918, con un resultado gravísimo en
términos de pérdida de vidas y destrucción material, las razones y los
conflictos que la desencadenaron no sólo quedan sin resolverse y se potencian a
partir del cambio de la lógica de poder geopolítico, que muestra un Estados
Unidos próspero y una Unión Soviética -inmersa en un proceso de
industrialización acelerada, en el marco de la dictadura stalinista-
desarrollando su propio juego de oposición, sino que la crisis del orden
burgués se reencuadra políticamente a partir del surgimiento de los
nacionalismos fascistas en los países derrotados (Alemania e Italia), a los que
se suma desde oriente el Japón en vías de industrialización, reclamando también
un lugar en la economía de gran escala.
La
Segunda Guerra Mundial, que tiene lugar entre 1939 y 1945, no es sólo el
escenario militar en el cual se pretende la resolución de un conflicto de base
económica, sino un salto cualitativo en las posibilidades de destrucción, lo que
obliga a repensar los valores y los fundamentos racionalistas, iluministas y
humanistas en los que la sociedad burguesa apoyaba su teoría del progreso.
Ese
desafío a pensar los conceptos de cultura, civilización y barbarie es asumido
por un grupo de filósofos y sociólogos reunidos en torno a lo que se denomina
la Escuela de Frankfurt, en Alemania inicialmente, luego en Estados Unidos, con
Theodor Adorno y Walter Benjamin como figuras más relevantes. El concepto
“dialéctica del Iluminismo”, acuñado por Adorno y Max Horkheimer –otra de las
figuras estelares del grupo-, es central, en tanto se enfrenta a la barbarie no
como lo irracional sino como lo más racionalizado –tanto a través de la
organización del sistema de exterminio sistemático de personas como de la
fabricación de la bomba atómica-, lo que permite repensar toda la serie de
valores y axiomas propios de la tradición ilustrada –aún los más nobles y
sublimes-, como parte de un mismo proceso, de una misma lógica. Y en ese
repensar cuestiones la cultura no queda a salvo. “No se puede volver a escribir
poesía después de Auschwitz”, dirá Adorno; “todo documento de cultura es a la
vez documento de barbarie”, dirá Benjamin. Y ambos estarán hablando de lo
mismo: de la muerte de una cultura idealista e idealizada que involucra en sí
misma toda la historia del arte occidental hasta ese instante.
En
este sentido, es notable, tanto por su contenido como por la forma poética que
la vehiculiza, la relectura que Benjamin efectúa de la teoría del progreso
propia de la utopía racionalista-iluminista. En su Tesis de filosofía de la historia Benjamin parte de un dibujo de
Paul Klee de 1932, el Angelus Novus,
y dice:
“Hay un cuadro
de Klee que se llama Angelus novus.
En él se representa un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse
de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos; la boca
abierta y extendidas las alas. Y éste deberá ser el aspecto del ángel de la
historia. Ha abierto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos
manifiesta una cadena de datos él ve una catástrofe única que amontona
incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera
detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el
Paraíso sopla un huracán que se ha eneredado en sus alas y que es tan fuerte
que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán lo empuja irreteniblemente
hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas
crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos
progreso”.
Así,
entonces, la Escuela de Frankfurt aparece, en la teoría sociocultural, como la
manifestación del anti-utopismo, ante la evidencia más contundente de que el
desarrollo histórico-social, dominado por una lógica científico-tecnológica, no
ha producido un mundo mejor sino todo lo contrario.
En
ese estado de situación no deseado, gobernado por lo que Adorno denomina la
“Industria Cultural”, caracterizada por la “reproductibilidad tecnológica” que
describe Benjamin, la consecuencia más nefasta es la pérdida de autonomía por
parte del sujeto, un tema que de manera premonitoria había sido ya planteado
por los románticos, pero que vuelve con fuerza en ciertas corrientes del arte
moderno y en algunos de los movimientos vanguardistas.
Porque
la crisis y la catástrofe que acabo de describir en lo social también acontece
en el mundo del arte, en ese campo del arte que desde mediados del siglo
diecinueve parece funcionar como un “mundo aparte” pero que sin embargo acusa
recibo de los conflictos y propone, a su manera y dentro de sus posibilidades,
una solución y una salida.
El
Modernismo es el primer estadío en la manifestación artística de la crisis
socio-político-económica que se desarrolla a partir del último tercio del siglo
diecinueve.
El
Modernismo, como unidad de intención, no estilística, involucra a cada una de
las corrientes que sin romper ni amenazar la autonomía de lo estético sí vienen
a cuestionar los códigos productivos y perceptivos vigentes como “segunda
naturaleza” hasta ese momento: el naturalismo pictórico y la tonalidad musical.
Así,
tanto el impresionismo, como el expresionismo, como el constructivismo, en el
caso de la pintura, aparecen como pasos simultáneos y sucesivos, cada uno con
sus particularidades y su grado de incidencia en el proceso general- en el
camino hacia el abandono de la referencia objetual externa, hacia la
auto-reflexión del dispositivo pictórico sobre sus técnicas, sus retóricas y
sus estilos, hacia la abstracción, en definitiva, como símbolo de la pintura
pura.
En
el caso de la música, por su parte, lo moderno pasa por nuevas propuestas de
organización de lo sonoro que abandonan o resignifican el sistema tonal,
vigente desde el 1600, o antes, incluso. Abandonar el sistema tonal no es sólo
lo que hace Schönberg a través de sus propuestas primero “atonal-libre” y luego
“dodecafónica”, también es recurrir a escalas de cinco o seis sonidos, como
hace Debussy, o superponer dos tonalidades, como hace Stravinsky. Y
resignificarlo es, entre otras cosas, pensar lo musical –aun siendo tonal en lo
que hace al parámetro altura-, organizado o dominado por otros parámetros de lo
sonoro: el timbre o el ritmo, por ejemplo.
Tanto
en la música como en la pintura lo moderno significa, sobre todo, “des-naturalización”,
es decir, significa auto-imponerse la exigencia de establecer un nuevo
principio compositivo antes de llevar adelante la composición propiamente
dicha. Lo moderno signica, entonces, evidenciar lo oculto, explicitar lo que
estaba destinado a permanecer, en la lógica tradicional del arte, como lo
implícito, lo no enunciado, lo axiomático, en definitiva.
Pero
si el Modernismo es, como dije, el primer estadío en la manifestación artística
de la crisis generalizada, y lo es en tanto manifestación que ocurre dentro los
límites de lo estético, serán los movimientos de vanguardia de comienzos del
siglo veinte los que vendrán a manifestar la crisis no sólo de lo artístico
sino de la relación que en el marco de la sociedad burguesa se establece entre
lo estético y lo extra-estético.
De
manera genérica, sin entrar en los planteos específicos y a veces
contradictorios entre sí de cada uno de los movimientos, es posible afirmar que
el objetivo común de las vanguardias fue la abolición de la autonomía, del
estatus autónomo del arte en la sociedad burguesa, un estatus
“institucionalizado”, al decir de Peter Bürger, referencia ineludible en el
tema.
“Reintegrar
el arte a la praxis cotidiana”, “reintegrar el arte a la vida”, “modificar la
sociedad desde el arte”, podrían ser slogans más que válidos a la hora de
etiquetar la intención de la mayor parte de estos movimientos. Que se
caracterizan, además de por esta intención de romper las fronteras entre lo
estético y lo extra-estético, por ser, justamente, propuestas grupales,
colectivas, con principios y objetivos muy concretos, muchas veces explicitados
a través de ese género literario tan afín como lo fue el del “Manifiesto”.
Movimientos muchos de los cuales tuvieron, directamente, intenciones políticas
expresas.
Sobre
las vanguardias ha escrito mucha gente, antes y después de Bürger, y a pesar de
las diferencias de matices en las interpretaciones, el diagnóstico común
apunta a la idea de “fracaso”.
Estos
movimientos artísticos y anti-artísticos, incluso, colectivos, políticamente
activos en muchos casos, no habrían cumplido sus objetivos de máxima, lo cual
es bastante cierto, por un lado, y no sólo eso sino que el sistema del arte los
habría absorbido como un rubro más de su oferta siempre elástica.
Pero
antes de analizar las conclusiones veamos, de modo general, en un grado mayor
de especificidad las características de estas vanguardias. Vanguardia indica,
desde el término mismo, una posición en el campo, ya no en el de batalla, pero
sí en el de lo estético. Lo que queda detrás de la vanguardia, lo que las
vanguardias pretenden dejar atrás es el pasado, la tradición, lo establecido,
pero no para ser “modernos” como los modernos sino para cumplir ese mandato de
Baudelaire que describe Nicolás Casullo: para ser modernos aun en lo moderno.
Eso es lo que lleva a las vanguardias a poder efectuar el salto hacia la
auto-crítica del arte mismo, ya no de una “legalidad” determinada dentro de lo
estético. Ahí está la explicación a eso que Bürger entiende como la consecuencia central de las vanguardias: su ser auto-conscientes
y auto-reflexivas sobre lo artístico y sobre los procesos creativos, poniendo
en evidencia, des-ocultando sus lógicas internas.
¿Y
cuál era la búsqueda de las vanguardias? En una época de cambios profundos,
cambios sociales, cambios políticos, lo que se buscaba de modo general, era
construir desde el arte un “nuevo sujeto” con una “nueva sensibilidad”, un
sujeto que constuiría, a su vez, el mundo nuevo, ese mundo en el que el arte y
la praxis vital serían una sola cosa. Gesto constructivista que estaba en el
arte desde el Modernismo, como ya mencioné, a partir de la idea de Cézanne de
que el arte no reproduce realidades sino que las hace ser, aunque en este caso
extendiendo ese gesto modelador por fuera de las fronteras de lo estético.
Digo
“vanguardias” y es muy amplio lo que puedo querer llegar a definir con ese
término en lo que hace a los movimientos mismos. Desde comienzos del 1900 hasta
la inminencia de la Segunda Guerra Mundial los “ismos” de vanguardia
proliferan, se reproducen, se enfrentan, se continúan.
La
propuesta de la cátedra es abordar en detalle cuatro de estos movimientos,
vinculables entre sí en términos de relaciones de oposición (expresionismo
alemán y futurismo italiano), de continuidad (dadaísmo y surrealismo), y de
complementariedad, tanto en lo que hace a una actitud crítica y negativa
(expresionismo y dadaísmo) como a unas propuestas afirmativas y esperanzadas en
un cambio social propiciado desde el arte (futurismo italiano y surrealismo).
Como
ejemplo a los fines de esta exposición voy a tomar una de esas relaciones
posibles, la relación de continuidad que puede establecerse entre el dadaísmo y
el surrealismo.
El
dadaísmo fue un movimiento surgido en pleno contexto bélico, en plena Primera
Guerra Mundial, en Suiza, país neutral, aislado por lo tanto del combate
propiamente dicho pero no ajeno a la destrucción circundante.
Fundado
por un grupo de artistas e intelectuales exiliados de distinta procedencia,
liderados por Hugo Ball y Tristán Tzara, el movimiento tuvo carácter de
denuncia y de reacción contra las consecuencias del desarrollo “civilizatorio”
burgués-capitalista, cuya peor consecuencia, la guerra, resultaba al mismo
tiempo la prueba más irrefutable de su fracaso.
Si
la sociedad se aniquila, se destruye, el arte que esa sociedad ha engendrado no
merece sobrevivirla. Y esa misión, la aniquilación del arte burgués, fue la
misión paradójicamente antibélica, aunque al mismo tiempo nihilista, que estos
artistas asumieron como propia.
La
decepción y el desencanto fueron los estados anímicos que los llevaron a
encarar la destrucción del arte desde la sátira, la burla, la reducción al
absurdo y la provocación como actitudes fundamentales. Y esto desde el propio
escenario que eligieron como dispositivo de su acción: no el teatro o la sala
de exposiciones sino el cabaret, con sus connotaciones de liviandad,
desparpajo, marginalidad y hasta promiscuidad implicadas en los espectáculos
montados, definidos claramente como “anti-obras” de arte.
[21]
Aquí vemos, por ejemplo, a Hugo Ball, vestido con su “traje cubista”, llevando
a cabo una de esas performances basadas en textos pretendidamente sin sentido,
destinados a provocar, a acicatear al espectador burgués al que al mismo tiempo
se dirigían y despreciaban, situación que derivaba muchas veces en el escándalo
y que fue el aspecto de más difícil, de imposible resolución, podría decirse, para
las vanguardias en general: su relación con el público.
Movimiento
“anti-esteticista”, “anti-expresivo”, al mismo tiempo “anti-expresionista” y
“anti-futurista”, el dadaísmo fue la manifestación de un descreimiento y un
desapego absoluto a cualquier creencia, a cualquier expectativa: en el sujeto,
en la sociedad, en el pasado o en el futuro. Intentó ser la manifestación del non plus ultra.
Para
contrarrestar el fundamento racional del arte y de todas las acciones del
hombre burgués, por ejemplo, defendió la implementación del azar como método
compositivo, claramente expresado por este “anti-poema” de Tristán Tzara, que
podría considerarse también un “anti-manifiesto”:
Para hacer un
poema dadaísta. Tristán Tzara
Tome un
periódico.
Tome unas
tijeras.
Escoja en el
periódico un artículo de la longitud que quiera darle a su poema.
Recorte el
artículo.
Recorte
enseguida con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y métalas
en una bolsa.
Agítela
suavemente.
Ahora saque cada
recorte uno tras otro.
Copie
concienzudamente en el orden en que hayan salido de la bolsa.
El poema se
parecerá a usted.
Y será usted un
escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque
incomprendida por el vulgo.
El
movimiento dadaísta posee un padre espiritual, podría decirse, y es Marcel
Duchamp, quien se consagró en la escena más visible del campo del arte en 1913
al presentar, en esa muestra conocida como el “Armory Show”, o “Exposición
Internacional de Arte Moderno”, en Nueva York, su “Desnudo descendiendo la
escalera n°2”, obra que generaría el escándalo suficiente para permitirle dar
el que sería su paso decisivo: el abandono de la factura manual de la obra por
parte del artista, en lo que se ha conocido como el “ready made”.
La
instauración de lo “ya hecho” como “anti-obra” de arte, en tanto acción “anti-artística”, consiste no en la creación del objeto
sino en sacarlo de su contexto habitual y reinstalarlo en un contexto de
apreciación estética, aunque su finalidad no lo sea, es decir, aunque su
finalidad real sea “anti-estética”, en función de demostrar que la “obra de
arte” es lo que se acepta como tal y no un objeto con atributos especiales,
desmontando así, por lo tanto, siglos y siglos de tradición venerativa en el
arte occidental.
El
mingitorio, en particular, obra enviada a un concurso, primero rechazada, luego
premiada, luego depositada en la bóveda de un banco y reemplazada por una
“copia”-como si eso fuera posible-, si algo pone de manifiesto es que ni la
noción de artista, ni la de obra de arte, ni la de arte dependen de cuestiones
que radiquen en objetos sino que surgen de relaciones sociales siempre
interesadas y gobernadas por alguna clase de valor en juego.
Volviendo
ahora a la cuestión inicial, a la relación de continuidad que puede
establecerse entre el dadaísmo y el surrealismo, esta se basa en una lógica
matemática pura, podría decirse, en la que menos y menos, negación y negación,
terminan resultando más, afirmación.
Una
vez que el gesto dadaísta perdura en el tiempo, y una vez terminada la guerra,
tiene continuidades en Alemania y en Francia, y el collage y el fotomontaje,
por ejemplo, se convierten en dos de sus géneros principales, lo que pretendía
ser reducción al absurdo empieza a ser leído como posibilidad de algo nuevo,
superador de límites, “vanguardista” en el sentido literal del término. Y son
los que serán los pioneros del surrealismo, con André Bretón a la cabeza,
quienes ven en esas manifestaciones que pretenden ser de clausura la
posibilidad de una apertura.
Ya
en París, a partir de 1919, la presencia simultánea de Marcel Duchamp, Man Ray,
Max Ernst, Tristán Tzara, Francis Picabia y otros, resulta para André Bretón y
Louis Aragon más que estimulante. Y será a partir de la desarticulación del
lenguaje y las formas, y a partir del gesto de des-sacralización, de
provocación y de desparpajo dadaístas que estos artistas imprimirán un giro
afirmativo a esa postura radicalmente negativa. Como afirma Bretón en 1922, al
romper lazos con el dadaísmo: “a partir de este estado de disponibilidad
perfecta en el que el dadaísmo nos ha dejado, vamos a alejarnos con lucidez
hacia lo que nos reclama”.
Partiendo
de ese grado cero producto de la destrucción dadaísta, los surrealistas
asumirán ese estadio como punto de partida para una recreación, para un proceso
regenerativo en el que la poesía, sobre todo, aparecerá como la vía de
expresión más completa de la subjetividad. Aunque no se trata de una poesía
tradicional sino de un lenguaje poético liberado por ese mecanismo fundamental
denominado “automatismo”: el fluir inmediato que intenta, al mismo tiempo,
evitar la barrera represiva que custodia la conciencia y ampliar el horizonte
de la significación posible.
De
ahí la denominación: “surrealismo” como realismo enriquecido, potenciado, liberado.
Esta
caracterización surge de la definición que enuncia el propio Manifiesto de 1924,
que dice,
“Surrealismo: Automatismo psíquico puro por el cual nos proponemos
expresar, sea por escrito, verbalmente o de cualquier otra forma, el
funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento, en ausencia de
todo control ejercido por la razón, fuera de toda preocupación estética o
moral”.
El
surrealismo apostará por una nueva concepción de la vida a partir de una nueva
sensibilidad, por una nueva subjetividad, en definitiva, conjugada con ese
nuevo sujeto político, el protagonista de la revolución rusa, en el que en
principio la mayor parte de los integrantes del movimiento depositan todas sus
esperanzas. El dogmatismo estalinista, poco después, les demostrará la
inviabilidad de su proyecto, y el Partido los irá expulsando uno a uno.
Y
así el sueño de las vanguardias se irá desintegrando hasta desaparecer en la
inminencia de la Segunda Guerra Mundial.
¿Qué
queda de esas apuestas? En principio, la evidencia de una derrota. Las
vanguardias serán, a partir del momento inmediatamente posterior a su
aparición, más o menos rápidamente absorbidas tanto por la institución-arte
como por el mercado, quedando reintegradas al reino de la autonomía estética.
¿Qué
quedará del surrealismo, por ejemplo? Unos meros procedimientos técnicos para
sugerir lo onírico, lo fantástico, procedimientos a disposición tanto del arte
como de la publicidad del futuro.
Así,
los movimientos más pretendidamente anti-autónomos serán, paradójicamente y
debido a la problemática relación con el público, los más autónomos, puestos a
circular a partir de ese momento en una órbita propia.
¿Y
entonces por qué darles tanta importancia, cuál es su legado, su enseñanza? Si
los movimientos de vanguardia han servido para algo ha sido, sin duda, para
desnudar la lógica de las relaciones, las dinámicas internas de ese campo
artístico que pretendieron expandir o romper. La lucha contra la autonomía fue,
en gran medida, la lucha contra la falsa-autonomía del arte en la sociedad
burguesa, en definitiva. El arte es un mundo aparte, sí, pero un mundo aparte
con una funcionalidad muy concreta: en ese mundo –opuesto y ajeno al mundo del
trabajo-, se experimenta lo que no se puede experimentar en ningún otro lado y,
además, ese mundo no escapa a la lógica de intereses creados, relaciones de
poder y definiciones arbitrarias.
¿Fracasaron
las vanguardias? Sí, en sus objetivos explícitos, aunque implícitamente hayan
producido una concientización irreversible acerca de la lógica de las
relaciones “en” el campo del arte y “entre” el campo del arte y el resto de los
campos de la praxis social.
Podríamos
afirmar que si las relaciones en el campo del arte nunca volvieron a ser lo que
eran, las relaciones entre el arte y la sociedad, tampoco.
Y
para cerrar el recorrido vuelvo sobre la noción de crisis. Crisis generalizada:
la que se manifiesta a través de la Primera Guerra Mundial, del cráck de 1929,
de los fascismos nacionalistas que surgen en Italia y Alemania en los ’30.
Crisis que va a desembocar en busca de una solución (imposible) a los
conflictos de la sociedad burguesa y capitalista en la Segunda Guerra Mundial,
la Guerra Fría y el “post” actual. Crisis irresuelta, podemos asegurar.
Varias
veces se ha anunciado desde aquél tiempo a esta parte el fin del capitalismo,
lo mismo que el fin del arte. Ni una cosa ni la otra.
El
capitalismo perdura, aunque complejísimo, y el arte también, aunque escindido.
Existe un arte para el público general y un arte para especialistas. La brecha
es inmensa, para algunos autores insalvable.
El
único puente posible, creo, es la educación; entre otras realizaciones
concretas, a través de materias como ésta, orientadas, justamente, a trabajar
sobre esa brecha, a des-sacralizar, a des-idealizar, a llevar a un territorio
accesible unas manifestaciones connotadas históricamente de superioridad, de
idealidad.
Entender
el arte como trabajo, como trabajo social, como acción social, de eso se trata,
al fin y al cabo.