Vanguardia artística y revolución
política:
acerca de Literatura y revolución [Buenos Aires: Razón y
Revolución, 2015]
de León Trotsky
Fabián Beltramino
El objetivo de este texto
es efectuar un aporte a la idea de arte de Trotsky, y a la relación de esta
idea de arte con el proyecto que Trotsky representa, es decir, a la relación
entre el arte y la sociedad, que es la relación entre la vanguardia artística y
la revolución política al momento en el que el libro aparece, a comienzos de la
década del ’20. Voy a enfocar, como caso testigo, las apreciaciones que Trotsky
realiza con relación al Futurismo, una vanguardia de origen italiano que tiene
en la Rusia de ese momento un desarrollo importante.
En cuanto a la noción de
arte que Trotsky defiende, algo está claro desde el principio: un hombre nuevo,
el hombre nuevo que va a surgir de la nueva sociedad cuya organización se está
llevando a cabo en ese momento, necesita un arte nuevo.
Formulada de modo tan
general, esta idea no tendría por qué entrar en conflicto con los principios de
las vanguardias, no por lo menos con los de las más radicales: el Futurismo,
primero, y el Surrealismo, después; ambas, como todas, devenidas de esa crisis
inicial que para el arte y para la sociedad significó el Modernismo.
El Modernismo, desde fines
del siglo XIX, fue la expresión de la crisis de la sociedad burguesa
capitalista, con ese “disconformismo” más o menos radicalizado según los casos
como síntoma fundamental. Ese Modernismo tuvo, en Rusia, como señalan López
Rodríguez y Sartelli en su estudio introductorio, una presencia muy concreta a
través del Simbolismo heredero de Baudelaire, de Rimbaud, de Mallarmé, ese
Simbolismo que a partir de las asociaciones y correspondencias novedosas que
permite la figura de la “sinestesia” intentó complejizar, nada más ni nada
menos, que la noción de realidad.
Al Simbolismo siguió la
aparición del Futurismo, primero en Italia y luego en Rusia, dos instancias de
un movimiento que en base a los mismos principios e ideales abrazó, sin
embargo, consignas políticas antagónicas, a partir del viraje fascista de
Marinetti y sus compañeros de ruta.
Y esta irrupción, la del
Futurismo en Rusia, de la mano sobre todo de Vladímir Maiakovski, enarbolando
su gesto fundamental de destruir lo viejo para construir algo nuevo, estableció
el conflicto fundamental entre las dos revoluciones, la estética y la política,
conflicto que pasa, entre otros aspectos, por una cuestión de prioridad y
secuencialidad.
¿Cuál de esas revoluciones
debe acontecer primero? ¿Debe una de las dos acontecer indefectiblemente antes
que la otra? ¿Pueden acontecer las dos al mismo tiempo? ¿Debería una de las dos
atenuar sus impulsos en beneficio de la otra? En esta dicotomía se juega el
pensamiento estético de Trotsky, en conjunción con su proyecto,
prioritariamente político, enfrentado de modo paradigmático al de Maiakovski,
representante de la idea de que la revolución y la transformación del hombre y
de la sociedad en un nuevo hombre y en una nueva sociedad puede darse a partir
de la acción del arte.
Trotsky, es claro, exige
del arte compromiso político: le exige renunciar a una revolución estética
integral en función de lo que la revolución necesita de lo estético, esto es,
una acción práctica por parte del arte que desencadene una acción práctica por
parte del hombre, una acción decididamente revolucionaria.
Más importante que lo
nuevo que el arte tenga para proponer es para Trotsky lo nuevo que la
revolución significa. Volviendo a las preguntas planteadas anteriormente, es
claro que para Trotsky la revolución estética debe sacrificarse en función de
la revolución política. Y el arte debe ser el arte que la revolución necesita,
a pesar de sus intereses particulares.
La pregunta, ahora, es
¿cómo justifica Trotsky semejante exigencia, semejante sacrificio?
Lo hace adscribiendo las
necesidades del arte, asociando la lógica revolucionaria de lo estético, a un
trasfondo y a un impulso que sigue siendo, según él, burgués, y cuyo respeto
traicionaría, en el fondo, los intereses de la revolución proletaria. Que haya
un arte autónomo, con necesidades propias, habla de una lógica basada en la
división del trabajo y en una
parcelación de las áreas de desempeño social propia del capitalismo burgués. El
Futurismo, entonces, aparece, para Trotsky, como “una ramificación
bohemio-revolucionaria del viejo arte”, a pesar de que, reconoce, es uno de los
principales impulsos para lo nuevo.
Y aquí se impone otra
pregunta: ¿cuál sería ese nuevo arte, un arte proletario? No. Proletario, no.
El arte proletario “no existirá jamás”, dice Trotsky, “ya que el régimen
proletario es temporal y transitorio. El sentido histórico y la grandeza moral
de la revolución proletaria residen en que sienta las bases para una cultura
sin clases, que por primera vez será auténticamente humana”. Es claro, a partir
de esto, que los planteos futuristas tienen pocas chances de ser aceptados por
Trotsky. El Futurismo es visto por él como un “fenómeno europeo”, como
“derivación del arte burgués”, y dejarse seducir por su ímpetu destructor, por
sus consignas, es “extremadamente ingenuo”, afirma.
¿Qué es la bohemia de la
que el Futurismo y la mayor parte del Modernismo y las Vanguardias surgen? La
expresión de la burguesía decadente que se revela, fundamentalmente, contra la
tradición literaria de la que deriva. El gesto es “nihilista”, dice, no
“revolucionario”, y establece con esa distinción una condena inapelable.
El proletariado, afirma,
no necesita desprenderse o renunciar a ninguna tradición porque esa tradición
no le pertenece, no es “su” tradición. Y aunque reconoce que Maiakovski ejerce
sobre los poetas proletarios una influencia mucho mayor a la de cualquier
constructivista, por ejemplo, no se trata de una influencia positiva.
“Maiakovski grita con demasiada frecuencia allí donde convendría hablar”, dice,
y en sus obras, como en la de todos los futuristas, el exceso de movimiento, de
dinamismo, de imágenes impetuosas, lleva a la calma, aquieta, detiene, en
definitiva.
Y lo que el arte debe
hacer, justamente, según Trotsky, es poner en movimiento, hacer “hacer”,
agitar, enervar. Una idea en la que subyace una dicotomía y, en el fondo, una
concepción cognoscitiva de la experiencia estética. Una idea muy de época,
presente en otros autores que, contemporáneamente a Trotsky, estaban
escribiendo sobre las potencias y las potencialidades del arte en esa Rusia
revolucionaria de comienzos de los años ’20. Me refiero, entre otros, a Mijail
Bajtín y a Lev Vigotski.
El supuesto de base de
este enfoque es que los sentimientos, al igual que la dimensión intelectual,
racional, se pueden educar, si se emplean en ese proceso las herramientas
adecuadas. Una de las herramientas privilegiadas para esa “educación
sentimental”, para Trotsky y también para Vigotski, es el arte, el tipo de
experiencia que el arte proporciona.
Vigotski publica su Psicología del Arte también en 1923. Y
en ese trabajo aborda el arte desde un punto de vista des-idealizante,
anti-romántico, describiéndolo como uno de los mecanismos mediante los cuales
lo social configura el psiquismo individual: una posición que enfrenta el paradigma
individualista freudiano, representado en su contexto inmediato por Alexander
Luria.
La descripción de
Vigotski, que queda claro es la misma que implícitamente asume Trotsky, es
esta: el arte, a partir de las emociones que provoca, contribuye a que en el
psiquismo individual, en la conciencia individual, lo sensorial (biológico,
indiferenicado) se transforme en lo sensible (socialmente codificado,
diferenciado). La toma de conciencia por parte del sujeto acerca de su propia
sensibilidad, que es social, es el efecto fundamental que el arte provoca: esa
es la “conmoción” del arte, esa es la perturbación, la alteración, que provoca,
a partir de la cual la relación de ese sujeto con el mundo social, el mundo de
su acción práctica, ya no será la misma. Es decir, el arte hace ser al hombre
sensiblemente nuevo, lo hace ser un nuevo hombre listo para actuar en ese nuevo
mundo, que es el que la revolución le propone. Y esto es lo que Trotsky
pretende: que el arte conmueva, aunque no por la conmoción como fin en sí misma,
que conmueva para llevar a la acción.
Lo particular en el modo
de entender esto por parte de Trotsky es que, a diferencia de lo que sostiene
Vigotski, ese efecto depende, ante todo, de los “contenidos” el arte que
vehiculiza.
Vigotski, embebido del
paradigma epistemológico de la época, era un formalista, es decir, alguien que
entendía que las obras –al igual que los sueños y el chiste para Freud- producen
los efectos que producen, sobre todo, a partir de su estructura, de cómo dicen
lo que dicen, más allá del qué.
Trotsky, en función de su
rol, no puede aplicar una mirada “liberal” al arte, es decir, dejar que el arte
diga lo que quiera mientras lo diga con nuevos métodos. Debe asegurarse que el
arte diga lo que el proletariado necesita escuchar, esas palabras concretas que
lo impulsen a una acción concreta: la defensa y la profundización de la
revolución.
Trotsky piensa, en definitiva, en
términos de política cultural, un área que no puede ser librada a su propia
suerte, a su propia lógica. Como afirman López Rodríguez y Sartelli: lo más
importante que Trotsky transmite a través de Literatura y revolución no es tanto una política artística
concreta, sino la importancia de tener alguna, es decir, la idea de que el
Estado político no puede dejar librado a su propia voluntad –es decir, aplicar
una política liberal- al arte, sino que debe intervenir para administrar sus
recursos del modo que considere el más apropiado o el más necesario, según las
necesidades de la coyuntura histórica.
Ahora, ¿cuáles serían esas tareas, cuál sería la misión política del
arte hoy y qué características debería tener ese arte? ¿Qué arte será el que
produzca un eventual desarrollo de un proceso de transformación social?
Dejo que sea el propio Trotsky el que conteste, con esas palabras que
desde 1923 suenan cargadas de utopía pero también del convencimiento propio de
quien está inmerso en una coyuntura de total transformación.
Dice, Trotsky, en el cierre del capítulo dedicado al Futurismo: “del
desarrollo cultural de la clase obrera habrán de alimentarse y contagiarse
aquellos innovadores que, efectivamente, tengan en la manga algo que decir…;
cuando la educación estética y cultural de las masas trabajadoras aniquile el
abismo abierto entre la intelliguentsia creadora y el pueblo, el arte
presentará un aspecto muy diferente al de hoy”.
Es decir, no sabemos cómo será ese arte, pero sí
sabemos que será diferente.