miércoles, 14 de marzo de 2012

ARTE INTERACTIVO

Para una crítica de la originalidad del arte interactivo


[publicado en revista En el límite. Escritos sobre arte y tecnología, CEPSA, UNLa, Año 2, n°2, Diciembre 2011, ISSN:2250-6136, pp.11-15]

Fabián Beltramino

El concepto actual de interacción en el arte tiene que ver, en su acontecer más frecuente, con un discurso que se propone como construido en conjunto y en simultáneo entre el artista y el público, alejado definitivamente éste de su tradicional rol de espectador, y la interacción propuesta se basa, por lo general, en el uso y aprovechamiento de tecnologías electrónicas e informáticas aplicadas a la realización de las obras.
El arte interactivo aparece, así, como una de las manifestaciones más innovadoras del arte contemporáneo.
Pero cabe preguntarse: ¿fue el arte europeo-occidental, en algún momento de sus ya largos quince siglos de historia –aceptando que la cultura a la que pertenecemos nace a partir de la caída del Imperio Romano de Occidente hacia fines del siglo V– una práctica no-interactiva? ¿Puede sostenerse seriamente la idea de que la interactividad en el arte es un fenómeno propio de los siglos XX y XXI?
Lo que sigue es un intento por fundamentar la respuesta negativa a dichas preguntas, caracterizando en cada caso, esto es, en cada uno de los períodos en los que suele dividirse la historia del arte europeo-occidental hasta el siglo veinte (Edad Media, Renacimiento, Barroco, Neoclasicismo y Romanticismo) la modalidad concreta de la interactividad que se da entre el autor, la obra y el público.

Interactividad medieval
En primer término cabe afirmar que, en la Edad Media, por lo menos hasta el siglo XI, el arte todavía no era eso que a partir de la Modernidad entendemos por arte, es decir, una esfera de actividad particular, relativamente autónoma. Si bien existió y fue utilizado ampliamente el término latino ars, su significado tenía más que ver con el vocablo griego techné, al cual venía a reemplazar, que con la noción de arte. Como afirma Umberto Eco(1), el ars, en tanto techné, no era otra cosa que un procedimiento técnico cuyo objetivo consistía en concretar de la mejor manera la realización de una obra, que podía ser tanto un mural para una capilla como una copa o una espada. Se trataba, así, de un hacer artístico aun no connotado de genialidad y, en tanto indistinguible respecto de la artesanía, casi absolutamente anónimo.
Ahora, ¿qué sucedía en el plano de la recepción de este arte? Se trataba, también, de una recepción “funcional”, es decir, interesada en grado sumo en cumplir, a través de lo estético, tareas extra-estéticas. El receptor de la obra de arte medieval no era, todavía, un espectador; era alguien que interactuaba con la obra no con relación al objeto mismo sino respecto de aquello que lo trascendía, excediéndolo. La obra de arte medieval enseñaba, elevaba espiritualmente y, de alguna manera, acercaba al hombre a Dios. Y para ello exigía una contemplación adorativa, no de la obra, sino de lo que la obra simbolizaba. Como sabemos hoy desde la semiótica y la hermenéutica, no hay posibilidad de salto de una lectura literal a una lectura metafórica o simbolista sin la participación del lector. Como afirma Paul Ricoeur(2), la metáfora es un fenómeno de creación puramente receptivo. Hay metáfora, símbolo, sentido aludido, si hay un lector-observador-oyente que lee-observa-oye metafóricamente. Es decir, si hay un receptor activo. Es por eso que el arte medieval, fundamentalmente aquel que corresponde a los primeros siglos del período, el del estilo Románico, es pionero en el establecimiento de una relación interactiva entre el público y la obra.
Ya a partir del estilo Gótico, alrededor del siglo XII, las cosas empezaron a funcionar de otra manera. En el contexto del debilitamiento del sistema feudal, el surgimiento de la burguesía, el renacimiento de las ciudades, el comercio y la producción de bienes agrícolas y manufacturas en escala ascendente, la relación con las obras de arte fue virando desde una dimensión casi mística, basada en el carácter simbolista de los objetos propuestos, hacia una tónica cada vez más materialista, que se alejaba progresivamente del ideal monástico de rechazo de cualquier clase de “corporalidad”. En sintonía con la mentalidad burguesa en ciernes que, como señala José Luis Romero (3), se encuentra por definición mucho más apegada a la terrenalidad que a la espiritualidad divina, se produjo, en primer lugar, el impulso a un arte no-religioso y, de forma correlativa, una nueva modalidad de relación con las obras que, por un lado, fueron tratadas más literalmente como objetos –es el momento en el que el comercio de arte se desarrolla a la par del comercio en general– pero, al mismo tiempo, más valoradas y exigidas en sus aspectos técnicos. Este es el punto en el que puede marcarse el inicio del interés y la valoración positiva que, en nuestra cultura, adquiere la complejidad, directamente atada al progreso técnico/tecnológico. Tanto el naturalismo, en la pintura, que hace que las imágenes busquen cada vez más dinamismo, movilidad y rasgos cada vez más reales, como la polifonía, en la música, que implica el salto desde la sacralidad del texto a la valoración de cualidades puramente musicales, son ejemplos, en el arte Gótico, de una propuesta de realción diferente entre el público y las obras. Si el simbolismo era casi plenamente un efecto de lectura, el naturalismo lo es en mayor grado ya que, lo real evocado por el enunciador está determinado, en gran medida, por la imagen del mundo que éste presupone en el destinatario de su discurso. Por otro lado, la complejidad técnica de la polifonía también depende del universo sonoro del oyente en su intención de ser percibida de la manera más completa posible. No es casual que sea ésta una época en la que proliferan tratados y sistemas de enseñanza de un arte considerado, hasta ese momento, sagrado.
Así, la interactividad, durante el Gótico, pasó de lo connotativo a lo denotativo, convirtiéndose claramente en una cuestión de código, en un intento de estabilización de un terreno de comunicación que, en el caso de la pintura se concretaría en el Renacimiento, con el desarrollo de la perspectiva tridimensional, y en el caso de la música en el Barroco, con el establecimiento del sistema tonal.

Interactividad renacentista
El Renacimiento, como afirma Arnold Hauser (4), entre otros autores, no representa, respecto del período anterior, tanto una ruptura, un salto y un corte tajante como el punto de llegada de un proceso de relativa larga data. Este proceso, como ya se dijo, es el del desarrollo de un sistema de representación visual que funciona como representación fiel y natural del mundo real. Así, la perspectiva llega a su punto gracias a la incorporación, por parte de la pintura, de los conocimientos más recientes en la época acerca de geometría y de óptica.
La perspectiva, en tanto construcción artificial que funciona como representación natural, resulta efectiva, sobre todo, debido a la ilusión de unidad que crea no sólo al interior del cuadro, entre los distintos planos de la representación (lo más cercano y lo más lejano), sino sobre todo entre la representación y el espectador que, para que la ilusión visual funcione, debe sentirse parte de la imagen ubicándose en el punto que la propia representación prevé para el desencadenamiento de tal efecto. Como afirma Erwin Panofsky (5), el espacio que la perspectiva propone es un “espacio sistemático” en el que se integran el punto de fuga y el punto de vista, dando lugar a la impresión de continuidad entre los espacios de la representación y del espectador. Vemos, así, una propuesta de interactividad radical en la cual el complejísimo dispositivo de producción se completa y funciona si el espectador participa activamente en él. La ilusión perspectivista y el efecto de continuidad son, como se desprende de los propios términos, resultado de operatorias que se desencadenan en el accionar del receptor, que no existen de manera autosuficiente en la obra.
Por otro lado, y en el contexto del humanismo que surge a partir del siglo XV, el público del arte renacentista es un público competente y activo, tanto en lo que hace a los aspectos formales, técnicos, de confección de las obras –factor que lleva al progresivo reconocimiento de ciertos artistas por sobre otros y desde ahí a la noción de “genio” –, como al contenido histórico o mitológico de las mismas.

Interactividad barroca
Si bien el Barroco no es tanto un estilo homogéneo como una denominación peyorativa acuñada desde la estética neoclásica, si bien es cierto también que no tiene una duración específica ni un acontecer similar en cada una de las regiones en las que se manifiesta, sí está claro que, respecto del Renacimiento, tanto el Manierismo como el Barroco representan la ruptura de la homogeneidad, de ese sistema de representación unificado y orgánico.
En el Barroco se rompe, sobre todo, la unidad que la perspectiva renacentista establecía entre los espacios de la representación y del espectador. Así, como afirma Hauser, la representación se “desentiende” del espectador, planteándole el desafío de ir en busca de lo que hay que ver, priorizando los ocultamientos antes que las mostraciones, introduciendo un elemento de “confusión” que intenta alejarse de la claridad y la perfección del modelo anterior.
Si el espectador renacentista tenía ante sí la imagen acabada y realizada en función de su propia presencia, el espectador del Barroco de, por ejemplo, Caravaggio, debe convertirse, casi necesariamente, en un detective, en un espía.
Y si además consideramos la dimensión expresiva del Barroco, su intención efectista, vemos como el sentido de esta intención demanda, indefectiblemente, un espectador activo y dinámico, inquieto, alguien en permanente búsqueda y movimiento.
En el caso de la música, la intención de expresar las emociones o ideas que constituyen la base simbólica de la composición mediante figuras reconocibles o identificables estabilizadas a través de la “teoría de los afectos” (7) no constituye sino otra evidencia de que la obra depende de que el oyente maneje el código y lo ponga a pleno funcionamiento en el momento de la escucha.

Interactividad neoclásica
Con la estética neoclásica ocurre algo bastante parecido a lo que sucede con la renacentista. El énfasis de apreciación suele estar puesto en la instancia de producción y en su búsqueda de perfección formal, cuando en realidad se trata apenas de un artificio, de un dispositivo que se concreta y que depende casi plenamente de la instancia receptiva. Es el espectador el que otorga la cualidad de “natural” a una configuración basada en el cálculo y la racionalidad extremos. Y este es precisamente el conflicto central de este momento inicial de la modernidad: el problema de la convención y de la relación entre el individuo y lo social, entendido esto último como lo colectivo y también como el imperio de la ley y las reglas objetivas.
De aquí surge la ambivalencia fundamental de la estética neoclásica: la alternancia entre la belleza más perfecta que sustenta una fe ilimitada en el futuro, basada en la fe en la razón y el conocimiento que de ella deriva, y la ruina, que evidencia el límite inevitable de la existencia individual.
Así, el individuo de esta época vive y corporiza la relación tensa que se establece entre el imperio de la libertad subjetiva y la sujeción a reglas convencionalizadas. Y no hay mejor ejemplo de la puesta en obra de esta situación por el arte de esta época que la consolidación de la forma sonata en la música. Si Charles Rosen afirma que la sonata, más que un esquema formal es una forma de componer (8), puede afirmarse que, también y sobre todo, es una forma de oir y de experimentar por parte del oyente, el conflicto aludido a través del devenir de la relación entre los temas y las relaciones de dominante y tónica.
Podríamos decir, la estructura dramático-narrativa de la sonata, en tanto fábula con final feliz moralizante (la victoria de la ley frente a los desafíos de la ley, del orden inicial a pesar de los desvíos y los devenires intermedios), sólo se concreta en tanto exista la posibilidad, en el oyente, de efectuar el salto desde la materialidad de lo que suena hacia el simbolismo que la forma, a través de su esquema, propone.

Interactividad romántica
El romanticismo implica el pasaje de las formas objetivas a la independencia subjetiva, la entrada del irracionalismo en el contexto de un racionalismo casi religioso, el renacer de la poesía y la mitología, la revalorización del pasado, de la historia, y el impulso a los motivos poéticos y pictóricos prácticamente olvidados: la noche, lo oscuro, lo misterioso, lo recóndito, lo ambiguo.
El lenguaje romántico no se plantea como un lenguaje poético cuya incumbencia termina en los límites del propio terreno de lo artístico. Consiste, como afirma Casullo, en una vía de conocimiento basada en lo sensible y lo imaginario que plantea, por definición, una crítica al lenguaje concebido como mero instrumento de conocimiento científico-técnico (9).
Así, el arte y lo estético son, por ejemplo para Schiller (10), los únicos caminos a través de los cuales los hombres pueden acceder a una auténtica experiencia de libertad, a través de la cual pueden recuperar, de alguna manera, la “integridad” humana perdida a lo largo del camino de la civilización tecnificante. Lo mismo podría afirmarse desde la estética kantiana, para la cual ni la belleza ni, mucho menos, la sublimidad dependen de la obra tanto como de las capacidades, predisposiciones y actitudes del sujeto que entra en contacto con ella (11). La obra, entonces, no es el lugar de la perfección ni la residencia de la verdad sino el disparador de un proceso que se cumple en el sujeto que la experimenta. Se podría decir, la obra propone y el hombre dispone de ella según sus necesidades y sus impulsos.
Esta concepción activa del espectador e inter-activa del arte romántico se vuelve explicita en la polémica entre Nietzsche y Wagner (12). El segundo, justamente, representa, según el primero, un arte que “dice”, que “expresa”, que vehiculiza sentidos previamente codificados. En cambio Nietzsche propone un arte vivo, activo, “salvaje” para el contexto en el que estos términos se enuncian, captando plenamente la propuesta del movimiento romántico en el que, entonces, el sentido no es algo a recibir sino a construir, y a destruir para volver a construirlo, y así hasta el infinito.

El siglo XX: la interactividad explicitada
Finalmente, en el siglo veinte sí se da, a partir de la ruptura de la relación espectador-obra propuesta por las vanguardias, y gracias a la aplicación de los desarrollos de la tecnología y la informática a las realizaciones artísticas, una modalidad explícita de la interactividad. Las obras se presentan como, a priori, inacabadas, apenas como bocetos o posibilidades múltiples que la intervención concreta de un público concreto en espacios y circunstancias concretos redondeará en una forma terminada.
Lo más novedoso de esta instancia es que, por primera vez, la producción misma del objeto artístico es delegada, en lo que constituye una fuerte renuncia por parte del artista al rol que la estética idealista burguesa le ha asignado desde, por lo menos, el siglo XVIII.
Sin embargo, como he intentado mostrar, presentar el concepto de “arte interactivo” como una novedad absoluta del arte contemporáneo significaría no reconocer la actividad e inter-actividad que el público viene desarrollando con relación a las obras desde los primeros siglos de esto que, en un sentido no poco benevolente, podemos llamar nuestra “civilización” occidental.

Notas
1 Eco, Umberto: Arte y belleza en la estética medieval, Barcelona: Lumen, 1997
2 Ricoeur, Paul: La metáfora viva, Madrid: Trotta, 2001
3 Romero, José Luis: Estudio de la mentalidad burguesa, Madrid: Alianza, 1993
4 Hauser, Arnold: Historia social de la literatura y el arte, Vol. 1, Madrid: Debate, 2006
5 Panofsky, Erwin: La perspectiva como forma simbólica, Barcelona: Tusquets, 1999
6 Hauser, Arnold, Op. Cit.
7 Fubini, Enrico: Estética de la música, Madrid: Visor, 2001
8 Rosen, Charles: El estilo clásico. Haydn, Mozart, Beethoven, Madrid: Alianza Música, 2000
9 Casullo, Nicolás: “El romanticismo y la crítica de las Ideas”, en Itinerarios de la Modernidad, de Nicolás Casullo, Ricardo Forster y Alejandro Kauffman, Buenos Aires: Eudeba, 1999
10 Schiller, Friedrich: Kallias: cartas sobre la educación estética del hombre, Barcelona: Athropos, 1990
11 Kant, Immanuel: Crítica del juicio seguida de las observaciones sobre el asentimiento de lo bello y lo sublime, Madrid: F. Barni, 1876
12 Nietzsche, Friedrich: “El caso Wagner” en Ecce homo, Buenos Aires: Lancelot, 2011