viernes, 9 de octubre de 2015

Vanguardia artística y revolución política

Vanguardia artística y revolución política:
acerca de Literatura y revolución [Buenos Aires: Razón y Revolución, 2015]
de León Trotsky

Fabián Beltramino

El objetivo de este texto es efectuar un aporte a la idea de arte de Trotsky, y a la relación de esta idea de arte con el proyecto que Trotsky representa, es decir, a la relación entre el arte y la sociedad, que es la relación entre la vanguardia artística y la revolución política al momento en el que el libro aparece, a comienzos de la década del ’20. Voy a enfocar, como caso testigo, las apreciaciones que Trotsky realiza con relación al Futurismo, una vanguardia de origen italiano que tiene en la Rusia de ese momento un desarrollo importante.
En cuanto a la noción de arte que Trotsky defiende, algo está claro desde el principio: un hombre nuevo, el hombre nuevo que va a surgir de la nueva sociedad cuya organización se está llevando a cabo en ese momento, necesita un arte nuevo.
Formulada de modo tan general, esta idea no tendría por qué entrar en conflicto con los principios de las vanguardias, no por lo menos con los de las más radicales: el Futurismo, primero, y el Surrealismo, después; ambas, como todas, devenidas de esa crisis inicial que para el arte y para la sociedad significó el Modernismo.
El Modernismo, desde fines del siglo XIX, fue la expresión de la crisis de la sociedad burguesa capitalista, con ese “disconformismo” más o menos radicalizado según los casos como síntoma fundamental. Ese Modernismo tuvo, en Rusia, como señalan López Rodríguez y Sartelli en su estudio introductorio, una presencia muy concreta a través del Simbolismo heredero de Baudelaire, de Rimbaud, de Mallarmé, ese Simbolismo que a partir de las asociaciones y correspondencias novedosas que permite la figura de la “sinestesia” intentó complejizar, nada más ni nada menos, que la noción de realidad.
Al Simbolismo siguió la aparición del Futurismo, primero en Italia y luego en Rusia, dos instancias de un movimiento que en base a los mismos principios e ideales abrazó, sin embargo, consignas políticas antagónicas, a partir del viraje fascista de Marinetti y sus compañeros de ruta.
Y esta irrupción, la del Futurismo en Rusia, de la mano sobre todo de Vladímir Maiakovski, enarbolando su gesto fundamental de destruir lo viejo para construir algo nuevo, estableció el conflicto fundamental entre las dos revoluciones, la estética y la política, conflicto que pasa, entre otros aspectos, por una cuestión de prioridad y secuencialidad.
¿Cuál de esas revoluciones debe acontecer primero? ¿Debe una de las dos acontecer indefectiblemente antes que la otra? ¿Pueden acontecer las dos al mismo tiempo? ¿Debería una de las dos atenuar sus impulsos en beneficio de la otra? En esta dicotomía se juega el pensamiento estético de Trotsky, en conjunción con su proyecto, prioritariamente político, enfrentado de modo paradigmático al de Maiakovski, representante de la idea de que la revolución y la transformación del hombre y de la sociedad en un nuevo hombre y en una nueva sociedad puede darse a partir de la acción del arte.
Trotsky, es claro, exige del arte compromiso político: le exige renunciar a una revolución estética integral en función de lo que la revolución necesita de lo estético, esto es, una acción práctica por parte del arte que desencadene una acción práctica por parte del hombre, una acción decididamente revolucionaria.
Más importante que lo nuevo que el arte tenga para proponer es para Trotsky lo nuevo que la revolución significa. Volviendo a las preguntas planteadas anteriormente, es claro que para Trotsky la revolución estética debe sacrificarse en función de la revolución política. Y el arte debe ser el arte que la revolución necesita, a pesar de sus intereses particulares.
La pregunta, ahora, es ¿cómo justifica Trotsky semejante exigencia, semejante sacrificio?
Lo hace adscribiendo las necesidades del arte, asociando la lógica revolucionaria de lo estético, a un trasfondo y a un impulso que sigue siendo, según él, burgués, y cuyo respeto traicionaría, en el fondo, los intereses de la revolución proletaria. Que haya un arte autónomo, con necesidades propias, habla de una lógica basada en la división del trabajo  y en una parcelación de las áreas de desempeño social propia del capitalismo burgués. El Futurismo, entonces, aparece, para Trotsky, como “una ramificación bohemio-revolucionaria del viejo arte”, a pesar de que, reconoce, es uno de los principales impulsos para lo nuevo.
Y aquí se impone otra pregunta: ¿cuál sería ese nuevo arte, un arte proletario? No. Proletario, no. El arte proletario “no existirá jamás”, dice Trotsky, “ya que el régimen proletario es temporal y transitorio. El sentido histórico y la grandeza moral de la revolución proletaria residen en que sienta las bases para una cultura sin clases, que por primera vez será auténticamente humana”. Es claro, a partir de esto, que los planteos futuristas tienen pocas chances de ser aceptados por Trotsky. El Futurismo es visto por él como un “fenómeno europeo”, como “derivación del arte burgués”, y dejarse seducir por su ímpetu destructor, por sus consignas, es “extremadamente ingenuo”, afirma.
¿Qué es la bohemia de la que el Futurismo y la mayor parte del Modernismo y las Vanguardias surgen? La expresión de la burguesía decadente que se revela, fundamentalmente, contra la tradición literaria de la que deriva. El gesto es “nihilista”, dice, no “revolucionario”, y establece con esa distinción una condena inapelable.
El proletariado, afirma, no necesita desprenderse o renunciar a ninguna tradición porque esa tradición no le pertenece, no es “su” tradición. Y aunque reconoce que Maiakovski ejerce sobre los poetas proletarios una influencia mucho mayor a la de cualquier constructivista, por ejemplo, no se trata de una influencia positiva. “Maiakovski grita con demasiada frecuencia allí donde convendría hablar”, dice, y en sus obras, como en la de todos los futuristas, el exceso de movimiento, de dinamismo, de imágenes impetuosas, lleva a la calma, aquieta, detiene, en definitiva.
Y lo que el arte debe hacer, justamente, según Trotsky, es poner en movimiento, hacer “hacer”, agitar, enervar. Una idea en la que subyace una dicotomía y, en el fondo, una concepción cognoscitiva de la experiencia estética. Una idea muy de época, presente en otros autores que, contemporáneamente a Trotsky, estaban escribiendo sobre las potencias y las potencialidades del arte en esa Rusia revolucionaria de comienzos de los años ’20. Me refiero, entre otros, a Mijail Bajtín y a Lev Vigotski.
El supuesto de base de este enfoque es que los sentimientos, al igual que la dimensión intelectual, racional, se pueden educar, si se emplean en ese proceso las herramientas adecuadas. Una de las herramientas privilegiadas para esa “educación sentimental”, para Trotsky y también para Vigotski, es el arte, el tipo de experiencia que el arte proporciona.
Vigotski publica su Psicología del Arte también en 1923. Y en ese trabajo aborda el arte desde un punto de vista des-idealizante, anti-romántico, describiéndolo como uno de los mecanismos mediante los cuales lo social configura el psiquismo individual: una posición que enfrenta el paradigma individualista freudiano, representado en su contexto inmediato por Alexander Luria.
La descripción de Vigotski, que queda claro es la misma que implícitamente asume Trotsky, es esta: el arte, a partir de las emociones que provoca, contribuye a que en el psiquismo individual, en la conciencia individual, lo sensorial (biológico, indiferenicado) se transforme en lo sensible (socialmente codificado, diferenciado). La toma de conciencia por parte del sujeto acerca de su propia sensibilidad, que es social, es el efecto fundamental que el arte provoca: esa es la “conmoción” del arte, esa es la perturbación, la alteración, que provoca, a partir de la cual la relación de ese sujeto con el mundo social, el mundo de su acción práctica, ya no será la misma. Es decir, el arte hace ser al hombre sensiblemente nuevo, lo hace ser un nuevo hombre listo para actuar en ese nuevo mundo, que es el que la revolución le propone. Y esto es lo que Trotsky pretende: que el arte conmueva, aunque no por la conmoción como fin en sí misma, que conmueva para llevar a la acción.
Lo particular en el modo de entender esto por parte de Trotsky es que, a diferencia de lo que sostiene Vigotski, ese efecto depende, ante todo, de los “contenidos” el arte que vehiculiza.
Vigotski, embebido del paradigma epistemológico de la época, era un formalista, es decir, alguien que entendía que las obras –al igual que los sueños y el chiste para Freud- producen los efectos que producen, sobre todo, a partir de su estructura, de cómo dicen lo que dicen, más allá del qué.
Trotsky, en función de su rol, no puede aplicar una mirada “liberal” al arte, es decir, dejar que el arte diga lo que quiera mientras lo diga con nuevos métodos. Debe asegurarse que el arte diga lo que el proletariado necesita escuchar, esas palabras concretas que lo impulsen a una acción concreta: la defensa y la profundización de la revolución.
Trotsky piensa, en definitiva, en términos de política cultural, un área que no puede ser librada a su propia suerte, a su propia lógica. Como afirman López Rodríguez y Sartelli: lo más importante que Trotsky transmite a través de Literatura y revolución no es tanto una política artística concreta, sino la importancia de tener alguna, es decir, la idea de que el Estado político no puede dejar librado a su propia voluntad –es decir, aplicar una política liberal- al arte, sino que debe intervenir para administrar sus recursos del modo que considere el más apropiado o el más necesario, según las necesidades de la coyuntura histórica.
Ahora, ¿cuáles serían esas tareas, cuál sería la misión política del arte hoy y qué características debería tener ese arte? ¿Qué arte será el que produzca un eventual desarrollo de un proceso de transformación social?
Dejo que sea el propio Trotsky el que conteste, con esas palabras que desde 1923 suenan cargadas de utopía pero también del convencimiento propio de quien está inmerso en una coyuntura de total transformación.
Dice, Trotsky, en el cierre del capítulo dedicado al Futurismo: “del desarrollo cultural de la clase obrera habrán de alimentarse y contagiarse aquellos innovadores que, efectivamente, tengan en la manga algo que decir…; cuando la educación estética y cultural de las masas trabajadoras aniquile el abismo abierto entre la intelliguentsia creadora y el pueblo, el arte presentará un aspecto muy diferente al de hoy”.
Es decir, no sabemos cómo será ese arte, pero sí sabemos que será diferente.

viernes, 17 de julio de 2015

Arte y Sociedad
Introducción a la relación entre el arte y los procesos sociales del siglo XX

Fabián Beltramino

[Clase de oposición para concurso docente de la materia Arte y Sociedad de la Licenciatura en Audiovisión de la Universidad Nacional de Lanús,  17/7/2015]

Esta clase es la que da inicio al desarrollo de la última unidad del programa, y comienza con la visualización de la primera diapositiva exhibida en la primera presentación utilizada en la primera clase de la materia. Esto me permite retomar el planteo general, la idea básica en la que se sustenta la asignatura.
Arte y Sociedad trata del análisis y la descripción de procesos. De varios procesos simultáneos que se vinculan unos con otros en una relación no jerárquica y no determinante, aunque permite establecer una progresión que va de lo general a lo particular. En este sentido, un título alternativo de la materia podría ser el de “Sociedad y Arte”.
De lo que se trata, en primer término y de un modo general, es del estudio del proceso de surgimiento, consolidación y crisis de la sociedad burguesa occidental, y del capitalismo como su sistema económico.
En paralelo al estudio de ese marco, la especificidad del arte es abordada en términos del estudio del proceso de consolidación y crisis del campo del arte como campo relativamente autónomo, un fenómeno cultural propio y característico de esa sociedad occidental, producto de su lógica interna, una lógica basada, en lo fundamental, no sólo en la división de tareas sino en la constitución de áreas específicas de desempeño práctico.
Con relación al campo o mundo del arte se estudian, en particular, los procesos de desarrollo y crisis de los sistemas o códigos dominantes, el naturalismo en el caso de la pintura y la tonalidad en el caso de la música.
Como se ve, el arco del recorrido es, en cada uno de los niveles, similar, es decir, comprende un punto inicial, un desarrollo y un quiebre. Y el siglo veinte, tema de la última unidad del programa, será abordado, justamente, como la manifestación de la crisis en todos ellos: crisis social, crisis política, crisis económica y, por supuesto, crisis de los sistemas o códigos dominantes en el campo del arte.
Para describir el siglo veinte, voy a partir de la historiografía social general, concretamente del planteo de Eric Hobsbawm, ya utilizado a la hora de abordar el siglo diecinueve. Este autor hablaba, en aquél caso, del “siglo largo”, escapando a los límites de la cronología a partir de ubicar entre el inicio de la Revolución Francesa, en 1789, y el inicio de la Primera Guerra Mundial, en 1914, el comienzo y el fin de un proceso que podría caracterizarse como el de consolidación de la burguesía y de la sociedad capitalista e industrial en todos sus niveles.
A la hora de abordar el siglo veinte, de manera correlativa, Hobsbawm recurre al concepto de “siglo corto”, ubicando su inicio en ese 1914, cuando estalla la Primera Guerra Mundial, y su final en 1989, cuando termina esa tercera guerra no declarada aunque bien concreta, la Guerra Fría, con la caída del Muro de Berlín y el comienzo del fin de la Unión Soviética.
El siglo veinte es, desde esta óptica, entonces, el siglo de las guerras, guerras que significan, cada una de ellas y en conjunto, la manifestación mas cruenta pero más concreta de esa crisis que se venía anunciando desde el siglo anterior, en paralelo a la consagración de un modelo.
José Pablo Feinmann elige, en su novela La crítica de las armas, para establecer el punto de inicio de esa debacle, un hecho que ha sido muy significativo en su época y todavía hoy retorna, cada tanto, como la memoria de una catástrofe que ha marcado una herida que todavía no ha podido ser cerrada, una herida “narcisística”, podría decirse, el quiebre del ego de esa sociedad burguesa que parecía nadar, precisamente, en la opulencia. El Titanic, su hundimiento, la noche del 15 de abril de 1912, preanuncia, según Feinmann, todo lo que va a venir después. Esa máquina que era, desde lo tecnológico, el resumen de las posibilidades materiales de la época, y desde lo social, un cuadro de situación también más que claro: en las cubiertas superiores la aristocracia y la alta burguesía de la época, viviendo los últimos instantes de esa “bella época”, en las inferiores, esa clase baja desplazada y expulsada de Europa, obligada a “hacer la América”. Ese mundo, entonces, ese mundo burgués dentro del mundo, esa civilización flotante se hunde, además, porque no puede superar la oposición de la naturaleza. El Titanic fracasa frente al hielo y el sueño burgués empieza a convertirse en pesadilla.
Aunque la pesadilla empieza a vivirse, realmente, cuando termina esa otra ensoñación parela a la belle époque, la llamada “Paz armada” y se inicia el primer capítulo de un conflicto irresoluble, un conflicto entre las potencias europeas que mueven los hilos del capitalismo industrial y del colonialismo imperialista (Inglaterra y Francia), y aquellas naciones importantes en Europa desde lo sociocultural, aunque tardíamente organizadas políticamente y también tardíamente arribadas al juego de la gran economía, naciones que tratan de hacerse un lugar en la lógica establecida por las primeras (Alemania e Italia).
Y como si la Primera Guerra no fuera suficiente para manifestar la crisis del modelo social burgués, en medio de ella uno de los principales apoyos de las potencias dominantes, Rusia, un imperio zarista filo-francés con una lógica de poder similar a la de la monarquía absolutista, se ve envuelto en su propio proceso de resignificación de relaciones sociales, económicas y políticas a partir de la Revolución que se inicia en 1917, revolución burguesa en un momento incial, aunque definitivamente bolchevique y comunista en su continuidad.
La Revolución Rusa tiene variadas consecuencias en el mundo burgués. En primer lugar, la  aparición de un nuevo aliado de las potencias, el amigo americano, Estados Unidos, que aparece como gran proveedor de alimentos, armas y soldados que contribuyen a decidir favorablemente el curso de la guerra, aunque el precio de dicha colaboración sea tomar el mando y pasar a decidir, de ahí en adelante, la suerte y los destinos del mundo capitalista.
En segundo lugar, la Revolución Rusa, concretamente la sociedad comunista implantada a partir de ella, pasa a constituir una alternativa social concreta, ya no teórica, al orden capitalista y burgués, lo que expande, para la burguesía dominante, los frentes de conflicto, que ahora no son sólo internos sino también externos.

Si bien la Primera Guerra Mundial termina en 1918, con un resultado gravísimo en términos de pérdida de vidas y destrucción material, las razones y los conflictos que la desencadenaron no sólo quedan sin resolverse y se potencian a partir del cambio de la lógica de poder geopolítico, que muestra un Estados Unidos próspero y una Unión Soviética -inmersa en un proceso de industrialización acelerada, en el marco de la dictadura stalinista- desarrollando su propio juego de oposición, sino que la crisis del orden burgués se reencuadra políticamente a partir del surgimiento de los nacionalismos fascistas en los países derrotados (Alemania e Italia), a los que se suma desde oriente el Japón en vías de industrialización, reclamando también un lugar en la economía de gran escala.
La Segunda Guerra Mundial, que tiene lugar entre 1939 y 1945, no es sólo el escenario militar en el cual se pretende la resolución de un conflicto de base económica, sino un salto cualitativo en las posibilidades de destrucción, lo que obliga a repensar los valores y los fundamentos racionalistas, iluministas y humanistas en los que la sociedad burguesa apoyaba su teoría del progreso.
Ese desafío a pensar los conceptos de cultura, civilización y barbarie es asumido por un grupo de filósofos y sociólogos reunidos en torno a lo que se denomina la Escuela de Frankfurt, en Alemania inicialmente, luego en Estados Unidos, con Theodor Adorno y Walter Benjamin como figuras más relevantes. El concepto “dialéctica del Iluminismo”, acuñado por Adorno y Max Horkheimer –otra de las figuras estelares del grupo-, es central, en tanto se enfrenta a la barbarie no como lo irracional sino como lo más racionalizado –tanto a través de la organización del sistema de exterminio sistemático de personas como de la fabricación de la bomba atómica-, lo que permite repensar toda la serie de valores y axiomas propios de la tradición ilustrada –aún los más nobles y sublimes-, como parte de un mismo proceso, de una misma lógica. Y en ese repensar cuestiones la cultura no queda a salvo. “No se puede volver a escribir poesía después de Auschwitz”, dirá Adorno; “todo documento de cultura es a la vez documento de barbarie”, dirá Benjamin. Y ambos estarán hablando de lo mismo: de la muerte de una cultura idealista e idealizada que involucra en sí misma toda la historia del arte occidental hasta ese instante.
En este sentido, es notable, tanto por su contenido como por la forma poética que la vehiculiza, la relectura que Benjamin efectúa de la teoría del progreso propia de la utopía racionalista-iluminista. En su Tesis de filosofía de la historia Benjamin parte de un dibujo de Paul Klee de 1932, el Angelus Novus, y dice:
“Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus novus. En él se representa un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos; la boca abierta y extendidas las alas. Y éste deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha abierto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el Paraíso sopla un huracán que se ha eneredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán lo empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso”.

Así, entonces, la Escuela de Frankfurt aparece, en la teoría sociocultural, como la manifestación del anti-utopismo, ante la evidencia más contundente de que el desarrollo histórico-social, dominado por una lógica científico-tecnológica, no ha producido un mundo mejor sino todo lo contrario.
En ese estado de situación no deseado, gobernado por lo que Adorno denomina la “Industria Cultural”, caracterizada por la “reproductibilidad tecnológica” que describe Benjamin, la consecuencia más nefasta es la pérdida de autonomía por parte del sujeto, un tema que de manera premonitoria había sido ya planteado por los románticos, pero que vuelve con fuerza en ciertas corrientes del arte moderno y en algunos de los movimientos vanguardistas.
Porque la crisis y la catástrofe que acabo de describir en lo social también acontece en el mundo del arte, en ese campo del arte que desde mediados del siglo diecinueve parece funcionar como un “mundo aparte” pero que sin embargo acusa recibo de los conflictos y propone, a su manera y dentro de sus posibilidades, una solución y una salida.
El Modernismo es el primer estadío en la manifestación artística de la crisis socio-político-económica que se desarrolla a partir del último tercio del siglo diecinueve.
El Modernismo, como unidad de intención, no estilística, involucra a cada una de las corrientes que sin romper ni amenazar la autonomía de lo estético sí vienen a cuestionar los códigos productivos y perceptivos vigentes como “segunda naturaleza” hasta ese momento: el naturalismo pictórico y la tonalidad musical.
Así, tanto el impresionismo, como el expresionismo, como el constructivismo, en el caso de la pintura, aparecen como pasos simultáneos y sucesivos, cada uno con sus particularidades y su grado de incidencia en el proceso general- en el camino hacia el abandono de la referencia objetual externa, hacia la auto-reflexión del dispositivo pictórico sobre sus técnicas, sus retóricas y sus estilos, hacia la abstracción, en definitiva, como símbolo de la pintura pura.

En el caso de la música, por su parte, lo moderno pasa por nuevas propuestas de organización de lo sonoro que abandonan o resignifican el sistema tonal, vigente desde el 1600, o antes, incluso. Abandonar el sistema tonal no es sólo lo que hace Schönberg a través de sus propuestas primero “atonal-libre” y luego “dodecafónica”, también es recurrir a escalas de cinco o seis sonidos, como hace Debussy, o superponer dos tonalidades, como hace Stravinsky. Y resignificarlo es, entre otras cosas, pensar lo musical –aun siendo tonal en lo que hace al parámetro altura-, organizado o dominado por otros parámetros de lo sonoro: el timbre o el ritmo, por ejemplo.
Tanto en la música como en la pintura lo moderno significa, sobre todo, “des-naturalización”, es decir, significa auto-imponerse la exigencia de establecer un nuevo principio compositivo antes de llevar adelante la composición propiamente dicha. Lo moderno signica, entonces, evidenciar lo oculto, explicitar lo que estaba destinado a permanecer, en la lógica tradicional del arte, como lo implícito, lo no enunciado, lo axiomático, en definitiva.
Pero si el Modernismo es, como dije, el primer estadío en la manifestación artística de la crisis generalizada, y lo es en tanto manifestación que ocurre dentro los límites de lo estético, serán los movimientos de vanguardia de comienzos del siglo veinte los que vendrán a manifestar la crisis no sólo de lo artístico sino de la relación que en el marco de la sociedad burguesa se establece entre lo estético y lo extra-estético.
De manera genérica, sin entrar en los planteos específicos y a veces contradictorios entre sí de cada uno de los movimientos, es posible afirmar que el objetivo común de las vanguardias fue la abolición de la autonomía, del estatus autónomo del arte en la sociedad burguesa, un estatus “institucionalizado”, al decir de Peter Bürger, referencia ineludible en el tema.
“Reintegrar el arte a la praxis cotidiana”, “reintegrar el arte a la vida”, “modificar la sociedad desde el arte”, podrían ser slogans más que válidos a la hora de etiquetar la intención de la mayor parte de estos movimientos. Que se caracterizan, además de por esta intención de romper las fronteras entre lo estético y lo extra-estético, por ser, justamente, propuestas grupales, colectivas, con principios y objetivos muy concretos, muchas veces explicitados a través de ese género literario tan afín como lo fue el del “Manifiesto”. Movimientos muchos de los cuales tuvieron, directamente, intenciones políticas expresas.
Sobre las vanguardias ha escrito mucha gente, antes y después de Bürger, y a pesar de las diferencias de matices en las interpretaciones, el diagnóstico común apunta  a la idea de “fracaso”.
Estos movimientos artísticos y anti-artísticos, incluso, colectivos, políticamente activos en muchos casos, no habrían cumplido sus objetivos de máxima, lo cual es bastante cierto, por un lado, y no sólo eso sino que el sistema del arte los habría absorbido como un rubro más de su oferta siempre elástica.
Pero antes de analizar las conclusiones veamos, de modo general, en un grado mayor de especificidad las características de estas vanguardias. Vanguardia indica, desde el término mismo, una posición en el campo, ya no en el de batalla, pero sí en el de lo estético. Lo que queda detrás de la vanguardia, lo que las vanguardias pretenden dejar atrás es el pasado, la tradición, lo establecido, pero no para ser “modernos” como los modernos sino para cumplir ese mandato de Baudelaire que describe Nicolás Casullo: para ser modernos aun en lo moderno. Eso es lo que lleva a las vanguardias a poder efectuar el salto hacia la auto-crítica del arte mismo, ya no de una “legalidad” determinada dentro de lo estético. Ahí está la explicación a eso que Bürger entiende como la consecuencia central de las vanguardias: su ser auto-conscientes y auto-reflexivas sobre lo artístico y sobre los procesos creativos, poniendo en evidencia, des-ocultando sus lógicas internas.
¿Y cuál era la búsqueda de las vanguardias? En una época de cambios profundos, cambios sociales, cambios políticos, lo que se buscaba de modo general, era construir desde el arte un “nuevo sujeto” con una “nueva sensibilidad”, un sujeto que constuiría, a su vez, el mundo nuevo, ese mundo en el que el arte y la praxis vital serían una sola cosa. Gesto constructivista que estaba en el arte desde el Modernismo, como ya mencioné, a partir de la idea de Cézanne de que el arte no reproduce realidades sino que las hace ser, aunque en este caso extendiendo ese gesto modelador por fuera de las fronteras de lo estético.
Digo “vanguardias” y es muy amplio lo que puedo querer llegar a definir con ese término en lo que hace a los movimientos mismos. Desde comienzos del 1900 hasta la inminencia de la Segunda Guerra Mundial los “ismos” de vanguardia proliferan, se reproducen, se enfrentan, se continúan.
La propuesta de la cátedra es abordar en detalle cuatro de estos movimientos, vinculables entre sí en términos de relaciones de oposición (expresionismo alemán y futurismo italiano), de continuidad (dadaísmo y surrealismo), y de complementariedad, tanto en lo que hace a una actitud crítica y negativa (expresionismo y dadaísmo) como a unas propuestas afirmativas y esperanzadas en un cambio social propiciado desde el arte (futurismo italiano y surrealismo).
Como ejemplo a los fines de esta exposición voy a tomar una de esas relaciones posibles, la relación de continuidad que puede establecerse entre el dadaísmo y el surrealismo.
El dadaísmo fue un movimiento surgido en pleno contexto bélico, en plena Primera Guerra Mundial, en Suiza, país neutral, aislado por lo tanto del combate propiamente dicho pero no ajeno a la destrucción circundante.
Fundado por un grupo de artistas e intelectuales exiliados de distinta procedencia, liderados por Hugo Ball y Tristán Tzara, el movimiento tuvo carácter de denuncia y de reacción contra las consecuencias del desarrollo “civilizatorio” burgués-capitalista, cuya peor consecuencia, la guerra, resultaba al mismo tiempo la prueba más irrefutable de su fracaso.
Si la sociedad se aniquila, se destruye, el arte que esa sociedad ha engendrado no merece sobrevivirla. Y esa misión, la aniquilación del arte burgués, fue la misión paradójicamente antibélica, aunque al mismo tiempo nihilista, que estos artistas asumieron como propia.
La decepción y el desencanto fueron los estados anímicos que los llevaron a encarar la destrucción del arte desde la sátira, la burla, la reducción al absurdo y la provocación como actitudes fundamentales. Y esto desde el propio escenario que eligieron como dispositivo de su acción: no el teatro o la sala de exposiciones sino el cabaret, con sus connotaciones de liviandad, desparpajo, marginalidad y hasta promiscuidad implicadas en los espectáculos montados, definidos claramente como “anti-obras” de arte.
[21] Aquí vemos, por ejemplo, a Hugo Ball, vestido con su “traje cubista”, llevando a cabo una de esas performances basadas en textos pretendidamente sin sentido, destinados a provocar, a acicatear al espectador burgués al que al mismo tiempo se dirigían y despreciaban, situación que derivaba muchas veces en el escándalo y que fue el aspecto de más difícil, de imposible resolución, podría decirse, para las vanguardias en general: su relación con el público.
Movimiento “anti-esteticista”, “anti-expresivo”, al mismo tiempo “anti-expresionista” y “anti-futurista”, el dadaísmo fue la manifestación de un descreimiento y un desapego absoluto a cualquier creencia, a cualquier expectativa: en el sujeto, en la sociedad, en el pasado o en el futuro. Intentó ser la manifestación del non plus ultra.
Para contrarrestar el fundamento racional del arte y de todas las acciones del hombre burgués, por ejemplo, defendió la implementación del azar como método compositivo, claramente expresado por este “anti-poema” de Tristán Tzara, que podría considerarse también un “anti-manifiesto”:


Para hacer un poema dadaísta. Tristán Tzara
Tome un periódico.
Tome unas tijeras.
Escoja en el periódico un artículo de la longitud que quiera darle a su poema.
Recorte el artículo.
Recorte enseguida con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y métalas en una bolsa.
Agítela suavemente.
Ahora saque cada recorte uno tras otro.
Copie concienzudamente en el orden en que hayan salido de la bolsa.
El poema se parecerá a usted.
Y será usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendida por el vulgo.

El movimiento dadaísta posee un padre espiritual, podría decirse, y es Marcel Duchamp, quien se consagró en la escena más visible del campo del arte en 1913 al presentar, en esa muestra conocida como el “Armory Show”, o “Exposición Internacional de Arte Moderno”, en Nueva York, su “Desnudo descendiendo la escalera n°2”, obra que generaría el escándalo suficiente para permitirle dar el que sería su paso decisivo: el abandono de la factura manual de la obra por parte del artista, en lo que se ha conocido como el “ready made”.
La instauración de lo “ya hecho” como “anti-obra” de arte, en tanto acción “anti-artística”, consiste no en la creación del objeto sino en sacarlo de su contexto habitual y reinstalarlo en un contexto de apreciación estética, aunque su finalidad no lo sea, es decir, aunque su finalidad real sea “anti-estética”, en función de demostrar que la “obra de arte” es lo que se acepta como tal y no un objeto con atributos especiales, desmontando así, por lo tanto, siglos y siglos de tradición venerativa en el arte occidental.
El mingitorio, en particular, obra enviada a un concurso, primero rechazada, luego premiada, luego depositada en la bóveda de un banco y reemplazada por una “copia”-como si eso fuera posible-, si algo pone de manifiesto es que ni la noción de artista, ni la de obra de arte, ni la de arte dependen de cuestiones que radiquen en objetos sino que surgen de relaciones sociales siempre interesadas y gobernadas por alguna clase de valor en juego.

Volviendo ahora a la cuestión inicial, a la relación de continuidad que puede establecerse entre el dadaísmo y el surrealismo, esta se basa en una lógica matemática pura, podría decirse, en la que menos y menos, negación y negación, terminan resultando más, afirmación.
Una vez que el gesto dadaísta perdura en el tiempo, y una vez terminada la guerra, tiene continuidades en Alemania y en Francia, y el collage y el fotomontaje, por ejemplo, se convierten en dos de sus géneros principales, lo que pretendía ser reducción al absurdo empieza a ser leído como posibilidad de algo nuevo, superador de límites, “vanguardista” en el sentido literal del término. Y son los que serán los pioneros del surrealismo, con André Bretón a la cabeza, quienes ven en esas manifestaciones que pretenden ser de clausura la posibilidad de una apertura.
Ya en París, a partir de 1919, la presencia simultánea de Marcel Duchamp, Man Ray, Max Ernst, Tristán Tzara, Francis Picabia y otros, resulta para André Bretón y Louis Aragon más que estimulante. Y será a partir de la desarticulación del lenguaje y las formas, y a partir del gesto de des-sacralización, de provocación y de desparpajo dadaístas que estos artistas imprimirán un giro afirmativo a esa postura radicalmente negativa. Como afirma Bretón en 1922, al romper lazos con el dadaísmo: “a partir de este estado de disponibilidad perfecta en el que el dadaísmo nos ha dejado, vamos a alejarnos con lucidez hacia lo que nos reclama”.
Partiendo de ese grado cero producto de la destrucción dadaísta, los surrealistas asumirán ese estadio como punto de partida para una recreación, para un proceso regenerativo en el que la poesía, sobre todo, aparecerá como la vía de expresión más completa de la subjetividad. Aunque no se trata de una poesía tradicional sino de un lenguaje poético liberado por ese mecanismo fundamental denominado “automatismo”: el fluir inmediato que intenta, al mismo tiempo, evitar la barrera represiva que custodia la conciencia y ampliar el horizonte de la significación posible.
De ahí la denominación: “surrealismo” como realismo enriquecido, potenciado, liberado.
Esta caracterización surge de la definición que enuncia el propio Manifiesto de 1924, que dice,
“Surrealismo: Automatismo psíquico puro por el cual nos proponemos expresar, sea por escrito, verbalmente o de cualquier otra forma, el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento, en ausencia de todo control ejercido por la razón, fuera de toda preocupación estética o moral”.

El surrealismo apostará por una nueva concepción de la vida a partir de una nueva sensibilidad, por una nueva subjetividad, en definitiva, conjugada con ese nuevo sujeto político, el protagonista de la revolución rusa, en el que en principio la mayor parte de los integrantes del movimiento depositan todas sus esperanzas. El dogmatismo estalinista, poco después, les demostrará la inviabilidad de su proyecto, y el Partido los irá expulsando uno a uno.
Y así el sueño de las vanguardias se irá desintegrando hasta desaparecer en la inminencia de la Segunda Guerra Mundial.
¿Qué queda de esas apuestas? En principio, la evidencia de una derrota. Las vanguardias serán, a partir del momento inmediatamente posterior a su aparición, más o menos rápidamente absorbidas tanto por la institución-arte como por el mercado, quedando reintegradas al reino de la autonomía estética.
¿Qué quedará del surrealismo, por ejemplo? Unos meros procedimientos técnicos para sugerir lo onírico, lo fantástico, procedimientos a disposición tanto del arte como de la publicidad del futuro.
Así, los movimientos más pretendidamente anti-autónomos serán, paradójicamente y debido a la problemática relación con el público, los más autónomos, puestos a circular a partir de ese momento en una órbita propia.
¿Y entonces por qué darles tanta importancia, cuál es su legado, su enseñanza? Si los movimientos de vanguardia han servido para algo ha sido, sin duda, para desnudar la lógica de las relaciones, las dinámicas internas de ese campo artístico que pretendieron expandir o romper. La lucha contra la autonomía fue, en gran medida, la lucha contra la falsa-autonomía del arte en la sociedad burguesa, en definitiva. El arte es un mundo aparte, sí, pero un mundo aparte con una funcionalidad muy concreta: en ese mundo –opuesto y ajeno al mundo del trabajo-, se experimenta lo que no se puede experimentar en ningún otro lado y, además, ese mundo no escapa a la lógica de intereses creados, relaciones de poder y definiciones arbitrarias.
¿Fracasaron las vanguardias? Sí, en sus objetivos explícitos, aunque implícitamente hayan producido una concientización irreversible acerca de la lógica de las relaciones “en” el campo del arte y “entre” el campo del arte y el resto de los campos de la praxis social.
Podríamos afirmar que si las relaciones en el campo del arte nunca volvieron a ser lo que eran, las relaciones entre el arte y la sociedad, tampoco.
Y para cerrar el recorrido vuelvo sobre la noción de crisis. Crisis generalizada: la que se manifiesta a través de la Primera Guerra Mundial, del cráck de 1929, de los fascismos nacionalistas que surgen en Italia y Alemania en los ’30. Crisis que va a desembocar en busca de una solución (imposible) a los conflictos de la sociedad burguesa y capitalista en la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y el “post” actual. Crisis irresuelta, podemos asegurar.
Varias veces se ha anunciado desde aquél tiempo a esta parte el fin del capitalismo, lo mismo que el fin del arte. Ni una cosa ni la otra.
El capitalismo perdura, aunque complejísimo, y el arte también, aunque escindido. Existe un arte para el público general y un arte para especialistas. La brecha es inmensa, para algunos autores insalvable.
El único puente posible, creo, es la educación; entre otras realizaciones concretas, a través de materias como ésta, orientadas, justamente, a trabajar sobre esa brecha, a des-sacralizar, a des-idealizar, a llevar a un territorio accesible unas manifestaciones connotadas históricamente de superioridad, de idealidad.

Entender el arte como trabajo, como trabajo social, como acción social, de eso se trata, al fin y al cabo.