lunes, 3 de diciembre de 2012

Mil ciento diecinueve palabras en catorce párrafos


Cage y el silencio

Fabián Beltramino

[Publicado en Laberinto Cultural, noviembre 2012]

El compositor estadounidense John Cage (1912-1992), con sus obras silenciosas, ha llevado a la estética a plantearse una serie de preguntas que siguen siendo difíciles de dar por definitivamente respondidas: ¿La labor del artista consiste exclusivamente en un hacer creativo o puede consistir también en una tarea de gestión, de puesta en relación? ¿Puede haber arte si no hay obra? ¿Puede haber obra si no hay materia?
Surgido en el contexto del arte norteamericano de vanguardia de la segunda posguerra, la formación de Cage entronca con la tradición europea que, debido al exilio obligatorio, recala en Estados Unidos a partir de los años 30. Concretamente, entre 1933 y 1935 toma clases nada más ni nada menos que con Arnold Schoenberg, el heredero más legítimo de dicha tradición, al menos en los términos en que Theodor Adorno plantea la relación entre historia y estado del material, estableciendo en la música europeo-occidental en clave germana, una línea que se inicia en Bach, continúa con Beethoven y Brahms, llega a su punto culminante con Wagner y empieza a desgranarse con Mahler y Strauss, hasta derivar en las propuestas atonal libre y dodecafónica del propio Schoenberg.
Cage reconoce esa tradición pero la rechaza. No lo conforman los resultados derivados del control total de los parámetros, propios del serialismo integral, como así tampoco las búsquedas a través de la aplicación de la electrónica a la producción o el procesamiento del material acústico.
Cage va en busca de una dimensión trascendente, y por ello va a abrevar en filosofías orientales, tratando de poner en primer lugar el poder del sonido antes que el de su ordenamiento a través de cualquier sistema de codificación entendible como música.
En todo caso, su concepción del objeto sonoro tiene más que ver con el ready made duchampiano, es decir, no pasa por el desarrollo de métodos de creación sino por propuestas de contemplación de lo ya creado, una audición atenta puesta al servicio de iluminar el mar de ruido en el que el hombre se encuentra inmerso.
Así, por un lado, lleva adelante una serie de obras en las que el azar es la esencia del método compositivo, obras en las cuales el resultado final no es nunca definitivo y resulta siempre una sorpresa, incluso para su creador.
En cuanto al significado expresivo de su postura, no puede dejar de pensarse en el conflicto entre subjetividad y objetividad, entre libertad y convención, planteado por Adorno en su ensayo sobre el estilo tardío de Beethoven[1]. Adorno afirma en ese escrito que, ante el agotamiento de las posibilidades expresivas, ese último Beethoven, en tanto primera encarnación del conflicto del artista moderno, lleva adelante el último gesto posible: poner a lo objetivo, a lo convencional, a funcionar por sí solo, haciendo coincidir la renuncia a la expresividad con su más plena emergencia.
Cage, en su delegación hacia los métodos no regulados, afirma, implícitamente, que hacer música no es tanto, justamente, “hacer sonar”, como “hacer oír”, en un gesto al mismo tiempo de máxima afirmación y de máximo renunciamiento. Y esta unión de extremos a partir de un objeto único aunque ambiguo será uno de sus principales logros, a la manera, también, de esos objetos en los que Duchamp reúne dos opuestos que se anulan mutuamente: la rueda de bicicleta sobre el taburete, por ejemplo, en la que el movimiento esencial de la bicicleta y la quietud propuesta por el banquillo desaparecen en la combinatoria.
Cage se hace cargo, a su modo, de la “crisis del enunciado” que afecta a gran parte del arte de la segunda posguerra, un arte que reconoce, de diversas maneras, que no tiene demasiado para decir o que no puede decir nada más después de los horrores de la Segunda Guerra, presentificando aquella sentencia adorniana que afirmaba que era imposible volver a escribir poesía después de Auschwitz. Sin embargo, Cage, aun en diálogo con Adorno, se enfrentará a los principios de la pura negatividad propuesta por el alemán.
Cuando Adorno postula el silencio como futuro de la música[2], en realidad quiere decir “silenciamiento”, clausura, cierre, fin de un recorrido histórico y de una tradición. Cage va a intentar resignificar el silencio compositivo componiendo el silencio. Porque lo más notable de las obras de silencio de Cage no pasa tanto por su ejecución, por su dimensión performativa, en la que se establece una relación entre un intérprete y un público que asiste a un concierto en el que el ejecutante no toca nada; lo más notable de las obras de silencio de Cage es que Cage las escribe. De cada obra hay una partitura hecha de silencios, lo cual demuestra que el compositor no renuncia, ni aun en esas obras, a la tradición musical escrita de la que forma parte.
Obras escritas de silencio, de un vacío que no es la nada, de una carencia abierta a la afirmación, no a la negación, del mundo en un contexto temporal y espacialmente a priori indeterminado pero muy concreto.
Las obras de silencio son las más materiales de las obras de Cage, justamente porque juegan con la dualidad que se plantea entre la expresividad y la inexpresividad más absolutas, entre lo abstracto y lo concreto.
La primera de esas obras Silent prayer, de 1948, ni siquiera fue ejecutada sino meramente descrita en una conferencia, en lo que podría considerarse una de las manifestaciones más tempranas de lo que más tarde iba a denominarse “arte conceptual”, es decir, arte en el cual el objeto no está, y lo que ocupa el lugar del objeto es la idea del objeto, su concepto. Allí aparece, de manera explícita, como señala James Pritchett[3] por primera vez el término “silencio” puesto en correlación con el de “música”, a partir, fundamentalmente, de una valoración de la duración como parámetro privilegiado del sonido. La duración es lo que en términos estructurales iguala, para Cage, los universos de lo que se denomina sonido y silencio, y será entonces en términos de duración como definirá sus obras subsiguientes en este campo: 4’33’’, de 1952, 0’0’’ o 4’33’’ II, de 1962, y One3 o 4’33’’ (0’0’’) +G [ Clave de So]l, de 1989.
En las tres hay, como acción musical, un poner al oyente a escuchar. A escuchar sin que haya algo particularmente destinado a sonar. El cuerpo de la obra se conforma a partir de ese sonido que se recorta del ruido ambiente y que, al convertirse, por obra de ese recorte, en sonido organizado en el tiempo, se vuelve música.
En definitiva, no hay silencio, hay sonido que se escucha o sonido que pasa desapercibido. Es, por lo tanto, la actitud de Cage correlativa a aquella propuesta por Paul Klee: el arte no muestra, da a ver.




[1] Adorno, T.W. “El estilo de madurez en Beethoven” en Reacción y Progreso, Barcelona: Tusquets, 1970
[2] Adorno, T.W. “Dificultades para componer música” en Impromptus. Serie de artículos musicales escritos de nuevo, Barcelona: Laia, 1985
[3] Pritchett, James: “What silence taught John Cage: The story of 4’33’’, 2009, en http://www.rosewhitemusic.com/cage/texts/WhatSilenceTaughtCage.html

jueves, 29 de noviembre de 2012

DE BOURDIEU A VIGOTSKI


El condicionamiento social de la experiencia estética individual.
De la sociología de la cultura de Bourdieu a la psicología social de Vigotski


[Ponencia presentada en las X Jornadas de Arte e Investigación del Instituto de Teoría e Historia del Arte "Julio E. Payró", 29/11/2012]


Fabián Beltramino
UNLa


Introducción
Este trabajo es producto de la investigación dedicada al estudio de los abordajes teóricos de la experiencia del arte que vengo desarrollando junto al equipo que dirijo desde hace dos años en el Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Lanús.
La investigación, titulada “La experiencia del arte: ¿acción social o acto privado? Hacia una teoría estético-sociológica de la recepción”, se ha enmarcado en el debate que, con respecto a la experiencia del arte, se viene dando entre teorías de corte filosófico, fundamentalmente la denominada “estética de la recepción”, y abordajes de tipo sociológico, representados por la teoría social y la teoría de la cultura en lo social de Pierre Bourdieu. El objetivo de la investigación ha sido, en primer término, desarrollar una indagación profunda de los presupuestos de ambos marcos interpretativos para, en una segunda instancia, tratar de establecer alguna clase de correspondencia que permita su integración en un enfoque unitario.
Habiendo llegado, en dicho proceso, a la conclusión preliminar de que lo estético se da exclusivamente en la experiencia, es decir, que no depende del reconocimiento de valores a priori en objetos ni de cualidades atribuibles a éstos externamente y desde afuera; y que el receptor, el sujeto de lo estético, también se hace “en” la experiencia, este trabajo intentará profundizar en el modo en el que lo subjetivo (individual) y lo objetivo (colectivo o social) interactúan, partiendo de la evidencia que proviene de la mirada sociocultural, para la cual ni lo subjetivo es el reino de la libertad absoluta ni lo colectivo determina de manera indefectible la conducta. Este marco permite entender la experiencia estética como punto nodal de un proceso que es cognitivo, que consiste en un aprendizaje afectivo/sensorial a través del cual se adquieren los códigos perceptivos y valorativos que si bien son sociales van a operar de manera particular en la esfera de la subjetividad.
Sin embargo, si bien en el ámbito de la sociología de la cultura el concepto de habitus de Bourdieu resulta sumamente productivo para entender las mediaciones que operan entre lo objetivo (lo social) y lo subjetivo (lo individual), creemos que existe todavía un hiato entre dicho concepto y una descripción precisa del modo en el que se realiza de manera efectiva el proceso de individuación/socialización, por lo menos en lo que hace a la experiencia estética propiamente dicha.
Es por eso que, siguiendo a Bronckart y Schurmans, ex-colaboradores de Bourdieu, intentaremos plantear una articulación entre la mirada estético/sociológica y otra específicamente psicológica, concretamente, la del interaccionismo social de Lev Vigotski.
El objetivo específico de este trabajo es, entonces, precisar el aporte conceptual que una psicología de base sociológica puede brindar a la caracterización del proceso de constitución de la psiquis individual, sobre todo en lo que hace a su dimensión sensible, proceso en el cual la experiencia del arte resulta fundamental.

Límite del habitus
El concepto de habitus aparece temprano en la obra de Bourdieu y ocupa, en su sistema de pensamiento, un lugar central al ser una de las formas en las que la estructura social adquiere existencia. Se trata de la dimensión vinculada con las determinaciones internas, con las disposiciones incorporadas a lo largo de una trayectoria social. Estas disposiciones incluyen, entre otras, las de percibir y valorar, ambas centrales en lo que hace a la concreción de la experiencia estética.
El habitus, si bien actúa como determinante o condicionante, no deja de ser concebido por Bourdieu como producto de una práctica que a la vez cristaliza y deviene históricamente. Se trata, como señala Philippe Corcuff[1], de una instancia que va de la estructura a la experiencia y de la experiencia a la estructura, siendo central en lo que tiene que ver con la experiencia propiamente dicha su no-ser individual sino la emergencia particular de una matriz colectiva. Este autor señala, sin embargo, una serie de puntos críticos respecto del concepto de habitus, limitaciones que exigen herramientas superadoras. El más importante tiene que ver con una revalorización de lo subjetivo no “contra” sino “en” el marco de una teoría sociocultural como la que Bourdieu propone. Esto implica considerar lo individual no como mera ilusión consciente respecto de un sustrato objetivo e inconsciente que sería lo social incorporado, revalorando en este contexto los márgenes de maniobra, las reacciones imprevistas, es decir, considerando en un pie de igualdad, junto a los elementos vinculados con la determinación, aquellos otros que tienen que ver con lo indeterminable, con los modos particulares en el que los actores particulares reaccionan de manera particular en circunstancias particulares.

Extensión del habitus
Como señalan Bronckart y Schurmans[2], el proyecto de Bourdieu consiste en el ambicioso objetivo de lograr formular una teoría de la práctica. Es por eso que el concepto de habitus aparece como concepto central en los procesos de socialización individual, en tanto dimensión en la que se realiza la reproducción de las lógicas de las prácticas que a su vez funcionará como disposición productiva en un sentido transformador, aunque esto último ocurra siempre en términos relativos y en función del lugar y la legitimidad que el agente social posea en los distintos universos (campos) en los que actúe concretamente. En tanto principio generador, el habitus define fundamentalmente los territorios de lo posible y de lo pensable para el sujeto, siendo la configuración de la psiquis individual un proceso que deviene de la incorporación de estructuras y lógicas  que son sociales. Así, según los mismos autores, el habitus es la herramienta conceptual que permite superar la alternativa individuo-sociedad[3].
El principal problema que los autores detectan tiene que ver con lo que ellos describen como el abandono, por parte de Bourdieu, de una tripartición en dimensiones múltiples desarrollada en su obra temprana, a saber: una dimensión corporal, vinculada con lo postural y lo gestual, una dimensión moral, vinculada con la incorporación y la adopción de un sistema de valores (dimensión de la que forma parte la dimensión estética y el concepto de gusto), y una dimensión cognoscitiva, vinculada con un sistema de representaciones, dirigidas todas ellas a precisar las modalidades concretas y específicas que las determinaciones estructurales adquieren al “encarnar” en un individuo concreto, instancia en la que sería más probable poder observar la dialéctica que se establece entre lo incorporado y lo producido, entre lo estructurante y lo que puede generar cambios en las estructuras vigentes u otras nuevas.
Es en el análisis y la consideración de las conductas individuales donde, creo, se produce el hiato explicativo de la relación entre lo individual y lo social en Bourdieu, intervalo que, a instancias de los propios Bronckart y Schurmans, podría ensayarse cubrir repensando dicha relación desde un punto de vista complementario.

La noción de experiencia en Bourdieu
Es claro que, para Bourdieu, el habitus funciona como condicionante y determinante de la experiencia individual. Lo que no aparece de manera tan clara es el modo en el que esa dimensión pasa de lo objetivo/social a lo subjetivo/individual. Ese pasaje no puede no realizarse en la práctica, es decir, implicar e involucrar de manera central el concepto de experiencia. Y esto siguiendo la lógica del propio Bourdieu, quien rechaza de plano cualquier planteo biologicista o inmanentista de tipo piagetiano, para el cual lo psicológico subjetivo se desarrolla, como afirman Bronckart y Schurmans[4] a partir de un esquematismo sensorio-motriz original que constituye el sustrato del pensamiento, un planteo de indudable procedencia kantiana. Si para Piaget dichos esquemas surgen de mecanismos biológicos innatos, para Bourdieu son resultado de la propia práctica social, en la que se generan de manera simultánea y dialéctica las reglas de la práctica y su propia realización empírica.
Ahora bien, ¿cuál es entonces la noción de experiencia que implica la teoría del habitus de Bourdieu?
Si hay un concepto redundantemente asociado a habitus es el de “incorporación”, concebido como un proceso interminable que abarca la totalidad de la trayectoria del individuo; que se inicia en su primera infancia en el ámbito familiar, se continua en el aprendizaje institucionalizado y se completa en las prácticas asociadas a cada uno de los campos de los que dicho individuo participe.
Pero ¿cómo se efectiviza la incorporación? Una aproximación a dicho concepto se vincula con una operación de “anticipación” de los condicionamientos sociales vigentes por parte del sujeto, quien lleva a cabo, como afirma Bourdieu en El sentido práctico[5], “una estimación de las probabilidades suponiendo la transformación del efecto pasado en el objetivo anticipado”. Es decir que, para la acción, el individuo formula una serie de hipótesis prácticas basadas en experiencias pasadas, entre las cuales las más tempranas poseen un “peso desmesurado”[6], en términos del propio autor. Como es sencillo observar, una vez que la cadena experiencial está puesta en marcha el proceso puede pensarse como un permanente ajuste y desvío entre expectativas ajenas e intereses propios, pero esto no aclara el concepto básico de experiencia que está puesto en juego.
La pregunta a formular sería: ¿cómo encarna un principio, una matriz de percepción, valoración y acción en un individuo, desechada la hipótesis biologicista basada en la existencia de estructuras del orden de lo innato?
Descartada por el propio Bourdieu la incorporación por vía de cualquier intención consciente o coacción[7], queda únicamente por delante profundizar en la noción de experiencia, ya que esa es la única vía concreta que surge como posible para el tránsito de las determinaciones sociales hacia las disposiciones individuales.
Una de las descripciones más precisas, aunque casi esotérica de la operatoria del habitus en Bourdieu afirma que se trata de un “principio de conocimiento sin conciencia, de una intencionalidad sin intención y de un dominio práctico de las regularidades del mundo que permite adelantar el porvenir sin tener ni siquiera necesidad de presentarlo como tal”[8]. Esa dimensión “inconsciente” resulta, precisamente, la más compleja de demostrar, dado que si entendemos que todo se juega en la esfera de la práctica, la experiencia como resultante no puede ser concebida de dicha manera. Esa descripción posee, como el mismo Bourdieu lo reconoce, el carácter de “lo impreciso y lo vago”[9]. ¿Es la lógica práctica, indefectiblemente, una lógica de lo impreciso? En su determinación e incorporación iniciales, como experiencia fundante que dará marco a experiencias futuras podría afirmarse que sí. Sorprende en Bourdieu, altamente esquématico a la hora, por ejemplo, de establecer correlaciones entre clases o posiciones sociales y prácticas, que la instancia fundante del habitus haya quedado librada, en su teoría, a un territorio tan poco especificable.
Está claro, hoy, por ejemplo, que una pura práctica, de por sí, no es “enclasante”, que los agentes “se enclasan” a través de su experiencia y cada vez menos, incluso, a partir de sus cualidades materiales objetivas como el nivel de estudios, de ingresos, o su desempeño laboral. Es decir, la experiencia que determina que un agente se ubique en un lugar del espacio social a partir de sus prácticas es cada vez más consciente y simbólica que material e inconsciente, como pensaba Bourdieu.
Me permito citar como ejemplo un trabajo etnográfico reciente llevado a cabo por Claudio Benzecry sobre el público de la ópera. Benzecry se pregunta cómo es posible que un público estructuralmente tan heterogéneo concurra en el mismo placer, en el mismo fanatismo, y la respuesta es contundente: más allá de las cualidades objetivas, es la pertenencia imaginaria a una clase la que lleva, también a partir de lo imaginario, a defender y sostener los valores de esa misma clase, en muchos sentidos ya desmantelada desde una óptica materialista. Dice Benzecry:
A pesar de sus diferencias de ingresos, de educación y de edad […] todos ellos comparten algo: su afiliación al imaginario de clase media urbana de un país basado en la homogeneidad social, que sería el producto de una serie de instituciones que incluyen la educación pública, el acceso a atención médica universal y la promesa de movilidad social ascendente. Esta visión de clase media alinea la alta cultura-con los ideales y prácticas civilizados [… en] una visión particular e idealizada de los bienes culturales, entre los que está incluida la ópera”[10].

Dejar librado un concepto tan central como el habitus al territorio de lo “no pensable”, consiste, creo, en uno de los puntos más débiles de la teoría de Bourdieu, quien pide “reconocerle a la práctica una lógica que no es la de la lógica para evitar pedirle más lógica de la que puede dar”[11].
Desoyendo esa solicitud me propongo, en lo que sigue, complementar el planteo de Bourdieu con una teoría del psiquismo individual basada en la conciencia y con una teoría de la experiencia entendida como instancia cognoscitiva.

Teoría de la conciencia
Lev Vigotski representa, dentro de la psicología, uno de los primeros planteos que sostiene la naturaleza sociohistórica de la conciencia humana. Para él, igual que para Michail Bajtin, el individuo es resultado de un conjunto de relaciones sociales y, si bien concibe una mutua constitución entre los mundos social e individual, entiende que el primero preexiste al segundo. Su interés fundamental consiste, a lo largo de su obra, en dar con una descripción exacta de los mecanismos de la determinación, dedicando particular atención para ello al campo de lo estético-cultural-artístico, un terreno al que consideró, por lo menos en la primera parte de su obra, como privilegiado para observar la transición aludida.
Para Vigotski, la importancia de lo estético como dimensión clave en la configuración del psiquismo pasa, fundamentalmente, por el rol que juegan las emociones en la construcción de la dimensión afectiva y sensible, concepción de por sí revolucionaria al establecer, implícitamente, que no sólo se aprende a pensar y a calcular sino también a sentir y a emocionarse, según sea el contexto histórico y cultural en el que el individuo se desarrolle.
La teoría sociocultural de Vigotski, de nuevo al igual que la de Bajtin, posee un sustrato semiótico indefectible. Esto significa que se entiende que todos los procesos mentales ocurren en el contexto de interacciones comunicativas de producción de sentidos a partir de sistemas de signos. Nada de lo que ocurre en el universo de la existencia humana ocurre por fuera de ese conjunto de sistemas de signos llamado “cultura”, siendo el lenguaje el sistema fundamental dentro del conjunto.
Una de las hipótesis más fuerte de Vigotski consiste en la afirmación de que el psiquismo individual se configura de “afuera” para “adentro”, apareciendo el mecanismo de la “interiorización” como fundamental. Así, la conciencia, como actividad psíquica y en tanto producto cultural, es social, quedando relegado lo biológico a la actividad cerebral, entendida como mero soporte.
Eso que Vigotski va a llamar la conciencia no es un algo constituido, cerrado y terminado, sino un proceso cognoscitivo interminable basado en la experiencia.
La experiencia estética aparece, concretamente, como un proceso de concientización acerca de un sentir, como un proceso de intelección del sentimiento, en el contexto de un proceso general de otorgamiento de sentidos. Es a través de la experiencia estética, para Vigotski, como una sensorialidad (biológica, indiferenciada) se vuelve sensibilidad (en tanto percepciones, sentimientos y sentidos diferenciados).
Estos planteos surgen en los trabajos llevados a cabo entre 1915 y 1923, en los cuales se pregunta acerca de lo que las obras de arte hacen y dónde radica su capacidad de producción de placer estético. Estos escritos se publican reunidos en 1925, en el libro titulado Psicología del Arte, en el que la indagación del mecanismo de la experiencia estética como instancia de transición entre lo social y lo individual desemboca en una reinterpretación de la clásica noción de catarsis.
Cabe señalar que Vigotski escribe dichos trabajos en el contexto de lo que se conoce como el “formalismo”, no pudiendo escapar a este paradigma. Es por ello que su objeto de estudio consiste en lo más “impersonal” del arte, sus mecanismos formales y, en correlación con éstos, los mecanismos psicológicos puestos en juego. Analizar la estructura de la obra resulta, para Vigotski, el camino más preciso para determinar el carácter específico de la vivencia que provoca, teniendo como modelo de su método el análisis que Freud había llevado a cabo sobre el chiste. El objetivo consiste, entonces, en dar cuenta del mecanismo de la acción de la obra de arte, descubriendo el valor y el significado de dicha acción, que siempre se conjuga con condiciones sociales.
La obra de arte es, para Vigotski, un “sistema de estímulos” que provoca una reacción estética, lo cual le permite, como afirman Páez, Igartúa y Adrián[12], establecer la hipótesis de que “analizar la estructura de los estímulos permite reconstruir la estructura de la reacción”, que en ningún sentido es concebida como subjetiva e individual sino mediada socialmente a través de diversos instrumentos y herramientas que intevienen en la acción y son siempre sistemas semióticos que portan patrones socioculturales y de conocimiento (el lenguaje, los códigos del arte). Estos sistemas son “internalizados” en la experiencia, en la interacción con los otros, de entre los cuales el primer otro es uno mismo, idea que viene del dialogismo Bajtiniano y perdurará tanto en la teoría de la configuración de la personalidad de Lacan como en las teorías de la identidad a ser desarrolladas por la hermenéutica post-estructuralista (Paul Ricoeur y otros).
Así, el desarrollo emocional y el de la individualidad resultan para Vigotski, como señalan Páez y Blanco[13], una “forma de complejización cognitiva asociada a la exposición y a la reacción ante las obras de arte”, entendidas éstas como instrumentos mediadores entre lo social y lo individual. En este sentido, la emoción resulta una experiencia fundamental para el desarrollo cognitivo-afectivo en tanto herramienta de complejización y diferenciación progresiva de esa dimensión amorfa y biológica que es la sensorialidad. Los sentimientos, así entendidos, aparecen como derivados de las experiencias emocionales, como entidades social e históricamente condicionadas.

Importancia de la catarsis
Vigotski se aleja, en su formulación, de la concepción aristotélica de catarsis como mera “descarga”, “purga” o “liberación” de afectos dolorosos y desagradables. En su planteo, aunque lo doloroso y lo desagradable acontezcan se transforman, en tanto experiencias sensibles, indefectiblemente, en algo positivo.
La experiencia de los sentimientos que el arte provoca es, a diferencia de la experiencia cotidiana, una experiencia que no requiere el pasaje a la acción, las emociones que el arte genera son “unas emociones extraordinariamente fuertes que […] no se manifiesta en nada”[14]. Las emociones provocadas por el arte son emociones “inteligentes”.
La catarsis como experiencia de lo artístico es, para Vigotski, un momento de síntesis que determina un aumento de la complejidad cognitiva a partir de la experiencia mediada de emociones o afectos hasta entonces desconocidos.
El efecto más importante que la experiencia del arte conlleva es la reestructuración de la dimensión afectivo-sensible del espectador, dimensión sobre la que el espectador tiene, a partir de ese momento, mayor conocimiento, el cual operará sobre experiencias (artísticas y no artísticas) futuras. Esta idea de que el desarrollo de los procesos cognitivos transforma la experiencia emocional es, como señala, René Van der Veer[15], una hipótesis que Vigotski retoma de Spinoza, para quien los procesos emocionales y los intelectuales aparecen como procesos de la misma índole.
A diferencia de las interpretaciones que han visto la catarsis como un mecanismo que hace que algo vaya desde adentro hacia afuera del individuo, Vigotski lo presenta como un movimiento inverso, de afuera hacia adentro, como el eslabón fundamental en el proceso de incorporación de los sistemas de producción de sentido, que son sociales, a través de la formalización y el ordenamiento, en la conciencia subjetiva, de aquello que inicialmente es un sentimiento indiferenciado (la emoción primaria que se produce en el momento en el que “se ve” y “se vive” la obra).
Para Vigotski los objetos de arte no son otra cosa que la materialización del sentimiento social y, en tanto instrumentos, los operadores técnicos de la modelización social de los sentimientos individuales. El arte es, a través de la experiencia y, sobre todo, de la conciencia de la experiencia que provoca, “lo social en nosotros”[16].

Conclusión
Espero que a través de este somero recorrido haya quedado claro que, en primer lugar, entre una explicación de la experiencia estética surgida de un paradigma filosófico, para el cual lo subjetivo es punto de partida de un tejido social que se va conformando en clave comunicativa, y otra explicación de corte sociocultural, para la cual lo subjetivo/individual es producto de un conjunto de relaciones e interacciones, elijo la segunda.
Ahora bien, como he tratado de demostrar, si bien la teoría de la práctica de Bourdieu resulta consistente para entender la dinámica de ida y vuelta que entre lo colectivo y lo individual se da en el ámbito de origen social, a través de la educación formal y en los campos de desempeño profesional, existe, en esta teoría, un punto ciego que tiene que ver con esa experiencia fundamental, básica, con ese punto de inicio del proceso de incorporación, en el que el posterior proceso de ajuste/desajuste entre lo propio y lo ajeno se pone en marcha.
Para Bourdieu, como se ha visto, no hay una explicación demasiado precisa de ese concepto de experiencia formadora, sobre todo porque tanto el acto de incorporación como su producto, esa “estructura estructurada”, que va a funcionar como “estructura estructurante”, opera en el orden de lo inconsciente.
Es por ello que se ha recurrido a una explicación alternativa aunque complementaria de la mirada sociocultural.
Encuentro en Vigotski, concretamente, una descripción precisa de la experiencia estética como eslabón fundamental en el contacto y la determinación inicial de lo social sobre lo individual.
Es la experiencia estética (dependiente del desencadenamiento de una emoción a partir una determinada configuración formal), la instancia en la que la incorporación de los sistemas semióticos en los que está organizada la cultura (en tanto conjunto de sistemas de reconocimiento y producción de sentidos) se concreta de modo tangible convirtiendo, de manera inteligente y consciente, experiencias sensoriales en experiencias sensibles, pasaje que conlleva la incorporación de aquellos esquemas perceptivos y afectivos que poseen un origen social indubitable.



[1] Corcuff, Philippe: “Lo colectivo en el desafío de lo singular: partiendo del habitus”, en El trabajo sociológico de Pierre Bourdieu. Deudas y críticas, Bernard Lahire (dir.), Buenos Aires: Siglo XXI, 2005, pp.113-142
[2] Bronckart, J.P. y Schurmans, M.N.: “Pierre Bourdieu-Jean Piaget: habitus, esquemas y construcción de lo psicológico”, en El trabajo sociológico de Pierre Bourdieu. Deudas y críticas, Bernard Lahire (dir.), Buenos Aires: Siglo XXI, 2005, pp.181-206
[3] Ibid.: 193
[4] Ibid.: 198
[5] Bourdieu, P.: El sentido práctico, Madrid: Taurus, [1980] 1991, p.93
[6] Ibid.: 94
[7] Bourdieu, P.: ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos, Madrid: Akal, [1985] 1999, p.25
[8] Bourdieu, P.: Cosas dichas, Barcelona: Gedisa, [1987] 1996, p.24
[9] Ibid.: 84
[10] Benzecry, C.: El fanático de la ópera. Etnografía de una obsesión, Buenos Aires: Siglo XXI, 2012, p.95-96
[11] Bourdieu, P.: El sentido práctico, Madrid: Taurus, [1980] 1991, p.137
[12] Páez, D., Igartúa, J.J. y Adrián, J.A.: “El arte como mecanismo semiótico para la socialización de la emoción”, en La teoría sociocultural y la psicología social actual, Páez, D. y Blanco, A. (eds.), Madrid: Aprendizaje, 1996, Cap.6, pp.131-162
[13] Páez, D. y Blanco, A.: “Presentación: La vigencia de los clásicos”, en La teoría sociocultural y la psicología social actual, Páez, D. y Blanco, A. (eds.), Madrid: Aprendizaje, 1996, pp.9-14
[14] Vygotski, Lev: “El arte como ‘catarsis’”, en Psicología del arte, Barcelona: Barral, 1972, Cap.IX, 1970, pp. 245-266
[15] Van der Veer, René: “El dualismo en psicología: un análisis vigotskiano”, en Actualidad de Lev Vigotski, M. Siguán (coord.), Barcelona: Anthropos, 1987, pp.87-101
[16] Vygotski, Lev: “El arte y la vida”, en Psicología del arte, Barcelona: Barral, 1972, Cap.XI, 1970, pp.293-320

viernes, 6 de julio de 2012

El arte en la sociedad actual

Entrevista que me hicieron alumnos de la UNLa sobre la situación del arte en la actualidad. Disponible en http://www.youtube.com/watch?v=WjbIdlz6fkY&feature=plcp

miércoles, 14 de marzo de 2012

ARTE INTERACTIVO

Para una crítica de la originalidad del arte interactivo


[publicado en revista En el límite. Escritos sobre arte y tecnología, CEPSA, UNLa, Año 2, n°2, Diciembre 2011, ISSN:2250-6136, pp.11-15]

Fabián Beltramino

El concepto actual de interacción en el arte tiene que ver, en su acontecer más frecuente, con un discurso que se propone como construido en conjunto y en simultáneo entre el artista y el público, alejado definitivamente éste de su tradicional rol de espectador, y la interacción propuesta se basa, por lo general, en el uso y aprovechamiento de tecnologías electrónicas e informáticas aplicadas a la realización de las obras.
El arte interactivo aparece, así, como una de las manifestaciones más innovadoras del arte contemporáneo.
Pero cabe preguntarse: ¿fue el arte europeo-occidental, en algún momento de sus ya largos quince siglos de historia –aceptando que la cultura a la que pertenecemos nace a partir de la caída del Imperio Romano de Occidente hacia fines del siglo V– una práctica no-interactiva? ¿Puede sostenerse seriamente la idea de que la interactividad en el arte es un fenómeno propio de los siglos XX y XXI?
Lo que sigue es un intento por fundamentar la respuesta negativa a dichas preguntas, caracterizando en cada caso, esto es, en cada uno de los períodos en los que suele dividirse la historia del arte europeo-occidental hasta el siglo veinte (Edad Media, Renacimiento, Barroco, Neoclasicismo y Romanticismo) la modalidad concreta de la interactividad que se da entre el autor, la obra y el público.

Interactividad medieval
En primer término cabe afirmar que, en la Edad Media, por lo menos hasta el siglo XI, el arte todavía no era eso que a partir de la Modernidad entendemos por arte, es decir, una esfera de actividad particular, relativamente autónoma. Si bien existió y fue utilizado ampliamente el término latino ars, su significado tenía más que ver con el vocablo griego techné, al cual venía a reemplazar, que con la noción de arte. Como afirma Umberto Eco(1), el ars, en tanto techné, no era otra cosa que un procedimiento técnico cuyo objetivo consistía en concretar de la mejor manera la realización de una obra, que podía ser tanto un mural para una capilla como una copa o una espada. Se trataba, así, de un hacer artístico aun no connotado de genialidad y, en tanto indistinguible respecto de la artesanía, casi absolutamente anónimo.
Ahora, ¿qué sucedía en el plano de la recepción de este arte? Se trataba, también, de una recepción “funcional”, es decir, interesada en grado sumo en cumplir, a través de lo estético, tareas extra-estéticas. El receptor de la obra de arte medieval no era, todavía, un espectador; era alguien que interactuaba con la obra no con relación al objeto mismo sino respecto de aquello que lo trascendía, excediéndolo. La obra de arte medieval enseñaba, elevaba espiritualmente y, de alguna manera, acercaba al hombre a Dios. Y para ello exigía una contemplación adorativa, no de la obra, sino de lo que la obra simbolizaba. Como sabemos hoy desde la semiótica y la hermenéutica, no hay posibilidad de salto de una lectura literal a una lectura metafórica o simbolista sin la participación del lector. Como afirma Paul Ricoeur(2), la metáfora es un fenómeno de creación puramente receptivo. Hay metáfora, símbolo, sentido aludido, si hay un lector-observador-oyente que lee-observa-oye metafóricamente. Es decir, si hay un receptor activo. Es por eso que el arte medieval, fundamentalmente aquel que corresponde a los primeros siglos del período, el del estilo Románico, es pionero en el establecimiento de una relación interactiva entre el público y la obra.
Ya a partir del estilo Gótico, alrededor del siglo XII, las cosas empezaron a funcionar de otra manera. En el contexto del debilitamiento del sistema feudal, el surgimiento de la burguesía, el renacimiento de las ciudades, el comercio y la producción de bienes agrícolas y manufacturas en escala ascendente, la relación con las obras de arte fue virando desde una dimensión casi mística, basada en el carácter simbolista de los objetos propuestos, hacia una tónica cada vez más materialista, que se alejaba progresivamente del ideal monástico de rechazo de cualquier clase de “corporalidad”. En sintonía con la mentalidad burguesa en ciernes que, como señala José Luis Romero (3), se encuentra por definición mucho más apegada a la terrenalidad que a la espiritualidad divina, se produjo, en primer lugar, el impulso a un arte no-religioso y, de forma correlativa, una nueva modalidad de relación con las obras que, por un lado, fueron tratadas más literalmente como objetos –es el momento en el que el comercio de arte se desarrolla a la par del comercio en general– pero, al mismo tiempo, más valoradas y exigidas en sus aspectos técnicos. Este es el punto en el que puede marcarse el inicio del interés y la valoración positiva que, en nuestra cultura, adquiere la complejidad, directamente atada al progreso técnico/tecnológico. Tanto el naturalismo, en la pintura, que hace que las imágenes busquen cada vez más dinamismo, movilidad y rasgos cada vez más reales, como la polifonía, en la música, que implica el salto desde la sacralidad del texto a la valoración de cualidades puramente musicales, son ejemplos, en el arte Gótico, de una propuesta de realción diferente entre el público y las obras. Si el simbolismo era casi plenamente un efecto de lectura, el naturalismo lo es en mayor grado ya que, lo real evocado por el enunciador está determinado, en gran medida, por la imagen del mundo que éste presupone en el destinatario de su discurso. Por otro lado, la complejidad técnica de la polifonía también depende del universo sonoro del oyente en su intención de ser percibida de la manera más completa posible. No es casual que sea ésta una época en la que proliferan tratados y sistemas de enseñanza de un arte considerado, hasta ese momento, sagrado.
Así, la interactividad, durante el Gótico, pasó de lo connotativo a lo denotativo, convirtiéndose claramente en una cuestión de código, en un intento de estabilización de un terreno de comunicación que, en el caso de la pintura se concretaría en el Renacimiento, con el desarrollo de la perspectiva tridimensional, y en el caso de la música en el Barroco, con el establecimiento del sistema tonal.

Interactividad renacentista
El Renacimiento, como afirma Arnold Hauser (4), entre otros autores, no representa, respecto del período anterior, tanto una ruptura, un salto y un corte tajante como el punto de llegada de un proceso de relativa larga data. Este proceso, como ya se dijo, es el del desarrollo de un sistema de representación visual que funciona como representación fiel y natural del mundo real. Así, la perspectiva llega a su punto gracias a la incorporación, por parte de la pintura, de los conocimientos más recientes en la época acerca de geometría y de óptica.
La perspectiva, en tanto construcción artificial que funciona como representación natural, resulta efectiva, sobre todo, debido a la ilusión de unidad que crea no sólo al interior del cuadro, entre los distintos planos de la representación (lo más cercano y lo más lejano), sino sobre todo entre la representación y el espectador que, para que la ilusión visual funcione, debe sentirse parte de la imagen ubicándose en el punto que la propia representación prevé para el desencadenamiento de tal efecto. Como afirma Erwin Panofsky (5), el espacio que la perspectiva propone es un “espacio sistemático” en el que se integran el punto de fuga y el punto de vista, dando lugar a la impresión de continuidad entre los espacios de la representación y del espectador. Vemos, así, una propuesta de interactividad radical en la cual el complejísimo dispositivo de producción se completa y funciona si el espectador participa activamente en él. La ilusión perspectivista y el efecto de continuidad son, como se desprende de los propios términos, resultado de operatorias que se desencadenan en el accionar del receptor, que no existen de manera autosuficiente en la obra.
Por otro lado, y en el contexto del humanismo que surge a partir del siglo XV, el público del arte renacentista es un público competente y activo, tanto en lo que hace a los aspectos formales, técnicos, de confección de las obras –factor que lleva al progresivo reconocimiento de ciertos artistas por sobre otros y desde ahí a la noción de “genio” –, como al contenido histórico o mitológico de las mismas.

Interactividad barroca
Si bien el Barroco no es tanto un estilo homogéneo como una denominación peyorativa acuñada desde la estética neoclásica, si bien es cierto también que no tiene una duración específica ni un acontecer similar en cada una de las regiones en las que se manifiesta, sí está claro que, respecto del Renacimiento, tanto el Manierismo como el Barroco representan la ruptura de la homogeneidad, de ese sistema de representación unificado y orgánico.
En el Barroco se rompe, sobre todo, la unidad que la perspectiva renacentista establecía entre los espacios de la representación y del espectador. Así, como afirma Hauser, la representación se “desentiende” del espectador, planteándole el desafío de ir en busca de lo que hay que ver, priorizando los ocultamientos antes que las mostraciones, introduciendo un elemento de “confusión” que intenta alejarse de la claridad y la perfección del modelo anterior.
Si el espectador renacentista tenía ante sí la imagen acabada y realizada en función de su propia presencia, el espectador del Barroco de, por ejemplo, Caravaggio, debe convertirse, casi necesariamente, en un detective, en un espía.
Y si además consideramos la dimensión expresiva del Barroco, su intención efectista, vemos como el sentido de esta intención demanda, indefectiblemente, un espectador activo y dinámico, inquieto, alguien en permanente búsqueda y movimiento.
En el caso de la música, la intención de expresar las emociones o ideas que constituyen la base simbólica de la composición mediante figuras reconocibles o identificables estabilizadas a través de la “teoría de los afectos” (7) no constituye sino otra evidencia de que la obra depende de que el oyente maneje el código y lo ponga a pleno funcionamiento en el momento de la escucha.

Interactividad neoclásica
Con la estética neoclásica ocurre algo bastante parecido a lo que sucede con la renacentista. El énfasis de apreciación suele estar puesto en la instancia de producción y en su búsqueda de perfección formal, cuando en realidad se trata apenas de un artificio, de un dispositivo que se concreta y que depende casi plenamente de la instancia receptiva. Es el espectador el que otorga la cualidad de “natural” a una configuración basada en el cálculo y la racionalidad extremos. Y este es precisamente el conflicto central de este momento inicial de la modernidad: el problema de la convención y de la relación entre el individuo y lo social, entendido esto último como lo colectivo y también como el imperio de la ley y las reglas objetivas.
De aquí surge la ambivalencia fundamental de la estética neoclásica: la alternancia entre la belleza más perfecta que sustenta una fe ilimitada en el futuro, basada en la fe en la razón y el conocimiento que de ella deriva, y la ruina, que evidencia el límite inevitable de la existencia individual.
Así, el individuo de esta época vive y corporiza la relación tensa que se establece entre el imperio de la libertad subjetiva y la sujeción a reglas convencionalizadas. Y no hay mejor ejemplo de la puesta en obra de esta situación por el arte de esta época que la consolidación de la forma sonata en la música. Si Charles Rosen afirma que la sonata, más que un esquema formal es una forma de componer (8), puede afirmarse que, también y sobre todo, es una forma de oir y de experimentar por parte del oyente, el conflicto aludido a través del devenir de la relación entre los temas y las relaciones de dominante y tónica.
Podríamos decir, la estructura dramático-narrativa de la sonata, en tanto fábula con final feliz moralizante (la victoria de la ley frente a los desafíos de la ley, del orden inicial a pesar de los desvíos y los devenires intermedios), sólo se concreta en tanto exista la posibilidad, en el oyente, de efectuar el salto desde la materialidad de lo que suena hacia el simbolismo que la forma, a través de su esquema, propone.

Interactividad romántica
El romanticismo implica el pasaje de las formas objetivas a la independencia subjetiva, la entrada del irracionalismo en el contexto de un racionalismo casi religioso, el renacer de la poesía y la mitología, la revalorización del pasado, de la historia, y el impulso a los motivos poéticos y pictóricos prácticamente olvidados: la noche, lo oscuro, lo misterioso, lo recóndito, lo ambiguo.
El lenguaje romántico no se plantea como un lenguaje poético cuya incumbencia termina en los límites del propio terreno de lo artístico. Consiste, como afirma Casullo, en una vía de conocimiento basada en lo sensible y lo imaginario que plantea, por definición, una crítica al lenguaje concebido como mero instrumento de conocimiento científico-técnico (9).
Así, el arte y lo estético son, por ejemplo para Schiller (10), los únicos caminos a través de los cuales los hombres pueden acceder a una auténtica experiencia de libertad, a través de la cual pueden recuperar, de alguna manera, la “integridad” humana perdida a lo largo del camino de la civilización tecnificante. Lo mismo podría afirmarse desde la estética kantiana, para la cual ni la belleza ni, mucho menos, la sublimidad dependen de la obra tanto como de las capacidades, predisposiciones y actitudes del sujeto que entra en contacto con ella (11). La obra, entonces, no es el lugar de la perfección ni la residencia de la verdad sino el disparador de un proceso que se cumple en el sujeto que la experimenta. Se podría decir, la obra propone y el hombre dispone de ella según sus necesidades y sus impulsos.
Esta concepción activa del espectador e inter-activa del arte romántico se vuelve explicita en la polémica entre Nietzsche y Wagner (12). El segundo, justamente, representa, según el primero, un arte que “dice”, que “expresa”, que vehiculiza sentidos previamente codificados. En cambio Nietzsche propone un arte vivo, activo, “salvaje” para el contexto en el que estos términos se enuncian, captando plenamente la propuesta del movimiento romántico en el que, entonces, el sentido no es algo a recibir sino a construir, y a destruir para volver a construirlo, y así hasta el infinito.

El siglo XX: la interactividad explicitada
Finalmente, en el siglo veinte sí se da, a partir de la ruptura de la relación espectador-obra propuesta por las vanguardias, y gracias a la aplicación de los desarrollos de la tecnología y la informática a las realizaciones artísticas, una modalidad explícita de la interactividad. Las obras se presentan como, a priori, inacabadas, apenas como bocetos o posibilidades múltiples que la intervención concreta de un público concreto en espacios y circunstancias concretos redondeará en una forma terminada.
Lo más novedoso de esta instancia es que, por primera vez, la producción misma del objeto artístico es delegada, en lo que constituye una fuerte renuncia por parte del artista al rol que la estética idealista burguesa le ha asignado desde, por lo menos, el siglo XVIII.
Sin embargo, como he intentado mostrar, presentar el concepto de “arte interactivo” como una novedad absoluta del arte contemporáneo significaría no reconocer la actividad e inter-actividad que el público viene desarrollando con relación a las obras desde los primeros siglos de esto que, en un sentido no poco benevolente, podemos llamar nuestra “civilización” occidental.

Notas
1 Eco, Umberto: Arte y belleza en la estética medieval, Barcelona: Lumen, 1997
2 Ricoeur, Paul: La metáfora viva, Madrid: Trotta, 2001
3 Romero, José Luis: Estudio de la mentalidad burguesa, Madrid: Alianza, 1993
4 Hauser, Arnold: Historia social de la literatura y el arte, Vol. 1, Madrid: Debate, 2006
5 Panofsky, Erwin: La perspectiva como forma simbólica, Barcelona: Tusquets, 1999
6 Hauser, Arnold, Op. Cit.
7 Fubini, Enrico: Estética de la música, Madrid: Visor, 2001
8 Rosen, Charles: El estilo clásico. Haydn, Mozart, Beethoven, Madrid: Alianza Música, 2000
9 Casullo, Nicolás: “El romanticismo y la crítica de las Ideas”, en Itinerarios de la Modernidad, de Nicolás Casullo, Ricardo Forster y Alejandro Kauffman, Buenos Aires: Eudeba, 1999
10 Schiller, Friedrich: Kallias: cartas sobre la educación estética del hombre, Barcelona: Athropos, 1990
11 Kant, Immanuel: Crítica del juicio seguida de las observaciones sobre el asentimiento de lo bello y lo sublime, Madrid: F. Barni, 1876
12 Nietzsche, Friedrich: “El caso Wagner” en Ecce homo, Buenos Aires: Lancelot, 2011