Cage
y el silencio
Fabián
Beltramino
[Publicado en Laberinto
Cultural, noviembre 2012]
El compositor estadounidense John
Cage (1912-1992), con sus obras silenciosas, ha llevado a la estética a
plantearse una serie de preguntas que siguen siendo difíciles de dar por definitivamente
respondidas: ¿La labor del artista consiste exclusivamente en un hacer creativo
o puede consistir también en una tarea de gestión, de puesta en relación?
¿Puede haber arte si no hay obra? ¿Puede haber obra si no hay materia?
Surgido en el contexto del arte
norteamericano de vanguardia de la segunda posguerra, la formación de Cage entronca
con la tradición europea que, debido al exilio obligatorio, recala en Estados
Unidos a partir de los años 30. Concretamente, entre 1933 y 1935 toma clases
nada más ni nada menos que con Arnold Schoenberg, el heredero más legítimo de
dicha tradición, al menos en los términos en que Theodor Adorno plantea la
relación entre historia y estado del material, estableciendo en la música
europeo-occidental en clave germana, una línea que se inicia en Bach, continúa
con Beethoven y Brahms, llega a su punto culminante con Wagner y empieza a
desgranarse con Mahler y Strauss, hasta derivar en las propuestas atonal libre
y dodecafónica del propio Schoenberg.
Cage reconoce esa tradición pero la
rechaza. No lo conforman los resultados derivados del control total de los
parámetros, propios del serialismo integral, como así tampoco las búsquedas a
través de la aplicación de la electrónica a la producción o el procesamiento
del material acústico.
Cage va en busca de una dimensión
trascendente, y por ello va a abrevar en filosofías orientales, tratando de
poner en primer lugar el poder del sonido antes que el de su ordenamiento a
través de cualquier sistema de codificación entendible como música.
En todo caso, su concepción del
objeto sonoro tiene más que ver con el ready made duchampiano, es decir, no
pasa por el desarrollo de métodos de creación sino por propuestas de
contemplación de lo ya creado, una audición atenta puesta al servicio de
iluminar el mar de ruido en el que el hombre se encuentra inmerso.
Así, por un lado, lleva adelante
una serie de obras en las que el azar es la esencia del método compositivo,
obras en las cuales el resultado final no es nunca definitivo y resulta siempre
una sorpresa, incluso para su creador.
En cuanto al significado expresivo
de su postura, no puede dejar de pensarse en el conflicto entre subjetividad y
objetividad, entre libertad y convención, planteado por Adorno en su ensayo
sobre el estilo tardío de Beethoven[1]. Adorno
afirma en ese escrito que, ante el agotamiento de las posibilidades expresivas,
ese último Beethoven, en tanto primera encarnación del conflicto del artista
moderno, lleva adelante el último gesto posible: poner a lo objetivo, a lo
convencional, a funcionar por sí solo, haciendo coincidir la renuncia a la
expresividad con su más plena emergencia.
Cage, en su delegación hacia los
métodos no regulados, afirma, implícitamente, que hacer música no es tanto,
justamente, “hacer sonar”, como “hacer oír”, en un gesto al mismo tiempo de
máxima afirmación y de máximo renunciamiento. Y esta unión de extremos a partir
de un objeto único aunque ambiguo será uno de sus principales logros, a la
manera, también, de esos objetos en los que Duchamp reúne dos opuestos que se
anulan mutuamente: la rueda de bicicleta sobre el taburete, por ejemplo, en la
que el movimiento esencial de la bicicleta y la quietud propuesta por el
banquillo desaparecen en la combinatoria.
Cage se hace cargo, a su modo, de
la “crisis del enunciado” que afecta a gran parte del arte de la segunda
posguerra, un arte que reconoce, de diversas maneras, que no tiene demasiado
para decir o que no puede decir nada más después de los horrores de la Segunda
Guerra, presentificando aquella sentencia adorniana que afirmaba que era
imposible volver a escribir poesía después de Auschwitz. Sin embargo, Cage, aun
en diálogo con Adorno, se enfrentará a los principios de la pura negatividad
propuesta por el alemán.
Cuando Adorno postula el silencio
como futuro de la música[2], en realidad
quiere decir “silenciamiento”, clausura, cierre, fin de un recorrido histórico
y de una tradición. Cage va a intentar resignificar el silencio compositivo
componiendo el silencio. Porque lo más notable de las obras de silencio de Cage
no pasa tanto por su ejecución, por su dimensión performativa, en la que se
establece una relación entre un intérprete y un público que asiste a un
concierto en el que el ejecutante no toca nada; lo más notable de las obras de
silencio de Cage es que Cage las escribe. De cada obra hay una partitura hecha
de silencios, lo cual demuestra que el compositor no renuncia, ni aun en esas
obras, a la tradición musical escrita de la que forma parte.
Obras escritas de silencio, de un
vacío que no es la nada, de una carencia abierta a la afirmación, no a la
negación, del mundo en un contexto temporal y espacialmente a priori
indeterminado pero muy concreto.
Las obras de silencio son las más
materiales de las obras de Cage, justamente porque juegan con la dualidad que
se plantea entre la expresividad y la inexpresividad más absolutas, entre lo
abstracto y lo concreto.
La primera de esas obras Silent
prayer, de 1948, ni siquiera fue ejecutada sino meramente descrita en una
conferencia, en lo que podría considerarse una de las manifestaciones más
tempranas de lo que más tarde iba a denominarse “arte conceptual”, es decir,
arte en el cual el objeto no está, y lo que ocupa el lugar del objeto es la
idea del objeto, su concepto. Allí aparece, de manera explícita, como señala
James Pritchett[3]
por primera vez el término “silencio” puesto en correlación con el de “música”,
a partir, fundamentalmente, de una valoración de la duración como parámetro
privilegiado del sonido. La duración es lo que en términos estructurales iguala,
para Cage, los universos de lo que se denomina sonido y silencio, y será
entonces en términos de duración como definirá sus obras subsiguientes en este
campo: 4’33’’, de 1952, 0’0’’ o 4’33’’ II, de 1962, y One3
o 4’33’’ (0’0’’) +G [ Clave de So]l, de 1989.
En las tres hay, como acción
musical, un poner al oyente a escuchar. A escuchar sin que haya algo
particularmente destinado a sonar. El cuerpo de la obra se conforma a partir de
ese sonido que se recorta del ruido ambiente y que, al convertirse, por obra de
ese recorte, en sonido organizado en el tiempo, se vuelve música.
En definitiva, no hay silencio,
hay sonido que se escucha o sonido que pasa desapercibido. Es, por lo tanto, la
actitud de Cage correlativa a aquella propuesta por Paul Klee: el arte no
muestra, da a ver.
[1] Adorno,
T.W. “El estilo de madurez en Beethoven” en Reacción
y Progreso, Barcelona: Tusquets, 1970
[2] Adorno, T.W. “Dificultades
para componer música” en Impromptus.
Serie de artículos musicales escritos de nuevo, Barcelona: Laia, 1985
[3]
Pritchett, James: “What silence taught John Cage: The story of 4’33’’,
2009, en http://www.rosewhitemusic.com/cage/texts/WhatSilenceTaughtCage.html
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