La programación de conciertos como factor clave en
la configuración del gusto musical
Fabián
Beltramino
[Ponencia
presentada en el Tercer Congreso Internacional Artes en Cruce, Carrera de
Artes, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 10/8/2013]
Este trabajo consiste en el repaso del
estado de la cuestión en la que se enmarca el proyecto de investigación que
dirijo, recién iniciado en el ámbito del Departamento de Humanidades y Artes de
la Universidad Nacional de Lanús. Vinculado con trabajos anteriores en los que
he abordado instancias de mediación (la crítica musical, la difusión radial) y
de recepción (el público), se trata en este caso del abordaje del mismo
problema, la configuración del gusto musical, desde una de las dimensiones de
la instancia de producción, esto es, la programación de conciertos.
El objetivo del proyecto es describir y
analizar la programación de las principales instituciones musicales del ámbito
metropolitano porteño y platense durante los últimos años, en el marco de una
tradición investigativa en la que se correlaciona el gusto musical con la
existencia de un canon musical más o menos estricto.
La programación de conciertos, creo, resulta un punto clave en lo que
se refiere a la definición de la dialéctica estética que podría sintetizarse en
la dualidad permanencia-cambio. Es en ese primer punto de la cadena donde la
tendencia de lo que se pone a sonar empieza a definir en gran parte, también,
cómo será difundido, escuchado, comentado y valorado dicho contenido musical.
La investigación se basa,
fundamentalmente, en un trabajo llevado a cabo por el Dr. William Weber,
publicado originalmente en inglés por la Universidad de Cambridge en 2008 y
traducido al español en 2011, titulado “La gran transformación del gusto
musical”; y, si bien Weber se dedica a ese cambio decisivo que, según él,
ocurre entre Haydn y Brahms, los aspectos conceptuales y metodológicos que
aplica resultan herramientas más que útiles para formular un trabajo dedicado
al tiempo presente en el contexto local.
El aporte fundamental del trabajo de
Weber consiste en analizar la programación de conciertos como proceso político.
En este sentido afirma:
“La mayoría de
los conciertos está pensada para múltiples grupos con gustos, deseos y
necesidades diversos; la planificación de un concierto es, por lo tanto, una
especie de proceso político. Los músicos y los organizadores de conciertos
aprenden a mediar entre estos grupos, buscando la manera de complacerlos, tanto
individualmente como de manera conjunta” (Weber, 2011: 11).
Acordando
con la caracterización de la programación como acto político, me permito
establecer, sin embargo, un primer reparo: cabe considerar, creo, si la
programación atiende, efectivamente, el interés de múltiples grupos o se
concentra, en realidad, en los intereses de un único grupo, respecto del cual
busca reforzar la cohesión cultural y simbólica. Y esto remitiendo a lo que
Eliseo Verón (1987) ha planteado con relación a la enunciación entendida como
enunciación política y sus múltiples niveles de alocución simultáneos. La
lógica de programación podría pensarse, al mismo tiempo que como la inclusión,
la convocatoria a un “tú”, también como la exclusión simultánea de un “ellos”,
en la forma implícita de un “no para ustedes”.
Por
otro lado, el trabajo de Weber permite reconstruir la génesis histórica tanto
de la lógica de programación como la de la consolidación de lo que podría
denominarse el canon, poniendo en relación un proceso de transición desde una
modalidad en la que primaba la lógica de la diversidad, basada en el
entretenimiento, hacia una modalidad de la “seriedad”.
Afirma
Weber, al respecto, describiendo el desarrollo paralelo de una forma “seria” de
escuchar música “seria” de compositores “serios”, en consonancia con los
valores de una estética idealista de corte romántico, que:
“Los conciertos
de música clásica de hoy forman un mundo especializado cuyos miembros acatan en
cierta medida la opinión de una intelligentsia
de críticos, profesores magistrales, eruditos, organizadores de conciertos y
comentaristas de las radios de música clásica” (Weber, 2011: 41)
Lo
negativo de esta especialización, de este cierre sobre sí mismo del mundo de la
música académica tiene que ver, sobre todo, con la relación que va a
establecerse, a partir de 1850, entre la música “vieja” y la música “nueva”,
una relación de distanciamiento progresivo que se acentuará a partir de las
experiencias radicales surgidas a lo largo del siglo veinte.
Cabe
enunciar, en este punto, el supuesto principal de este trabajo y del resto de
los trabajos que he llevado adelante con relación a las diversas instancias de
lo musical que mencioné al principio: el gusto es un dispositivo conservador,
de tendencia reproductiva, y su configuración depende de instancias que
también, intrínsecamente, son conservadoras y reproductivas: la familia, el
sistema educativo y las instituciones culturales.
Así,
creo, el análisis de la programación consistirá, sobre todo, en un aporte de
evidencia empírica a este diagnóstico de base.
El
giro conservador en la programación de conciertos, que Weber ubica a partir de
mediados del siglo XIX, tiene que ver, sobre todo, con una tendencia creciente
a favorecer la ejecución de música de compositores muertos, de esos que poco a
poco son reconocidos como los “grandes maestros” que conformarán el núcleo duro
de los repertorios y el canon.
El proceso de
conformación del canon tuvo, sin embargo, señala Weber, dos etapas: primero, la expansión de las prácticas
tradicionales de la realización de obras antiguas individuales en repertorios realizados con regularidad y, en segundo término,
la definición intelectual y ritual de las obras de estos repertorios como canon
(Weber, 1989: 11).
Es
decir que aparece como decisivo, en la consolidación del canon musical, un
proceso discursivo, literario si se quiere, por parte de la crítica, la
historiografía, el periodismo musical y la pedagogía que, sobre todo desde la
Inglaterra plenamente moderna de fines del siglo XVIII comenzará a instalar la
idea de la música antigua –la música de compositores no vivos, de compositores
del pasado- como música “clásica” (Weber, 1994), además de pasar a considerar
la música en sí misma como creación “genial” en lugar de buena producción
artesanal con finalidades más o menos precisas (Weber, 1999). Weber señala, a
este respecto, lo anacrónica que resulta muchas veces la aplicación de los
términos “gran compositor” u “obra maestra” a músicos u obras que difícilmente
en su época hayan recibido semejantes calificaciones (Weber, 1999: 337).
En el contexto francés, por otro lado, según Henry Raynor (2007), las
razones de la orientación de las programaciones a la música del pasado, dejando
cada vez menos lugar a los nuevos compositores, fueron más explícitamente
políticas pero en última instancia también económicas, dado que, como afirma, la organización democrática de las sociedades de
conciertos las volvió sospechosas durante la restauración post-napoleónica. Y
esa condición de sospechadas pudo haber influido en la elección de los
repertorios a ser programados. Por razones económicas, las sociedades de
concierto debieron conformarse con la interpretación de un repertorio ya
accesible, disponible y menos costoso, de composiciones pasadas o con las
composiciones actuales de compositores menores en lugar de las nuevas
composiciones de los mejores compositores vivos.
La misma
justificación económica de la preferencia por los repertorios antiguos
encuentra ese grupo de autores que han analizado los repertorios de las mayores
orquestas sinfónicas norteamericanas desde 1842 en adelante. A partir del
trabajo de Dowd/Liddle/Lupo/Borden (2002), es posible afirmar que la lógica
economicista atenta contra la inclusión de nuevos compositores y nuevas obras
en los repertorios de las orquestas sinfónicas, cuyo núcleo del repertorio
pertenece al siglo XIX, al cual se van incorporando los compositores que se van
considerando progresivamente “clásicos”.
El
análisis de los programas de concierto aparece así como una vía de acceso a la
problematización del canon musical en el presente, poniendo en tensión su
pervivencia al tiempo que su variación intrínseca, porque es indudable que en
cada época y en cada contexto específico puede hablarse de un núcleo canónico
de la programación, que resulta, al mismo tiempo, cada vez diferente a lo largo
del paso del tiempo.
Aparecen,
entonces, en la línea investigativa general del análisis de las programaciones
de conciertos, dos líneas temáticas específicas: la de los procesos de
conservación/renovación dentro de la lógica de programación propiamente dicha,
que incluye la cuestión del canon musical y su redefinición en contextos
específicos, y el problema del gusto musical.
En lo que hace a la temática específica de análisis de programaciones,
resulta de referencia, en primer término, el trabajo de Harry Price, quien
analizó durante cinco temporadas el repertorio de 34 orquestas profesionales en
Estados Unidos y Canadá. Price refiere estudios anteriores, efectuados sobre el
repertorio sinfónico desde 1842 en adelante, y advierte un acortamiento en
cuanto a la cantidad de compositores dominantes del núcleo de la programación. Afirma, por ejemplo, que en el período 1842-1970, “los compositores más eminentes y más realizados
fueron Beethoven, Brahms, Mozart, Tchaikovsky, Bach y Wagner” (Price 1990: 24),
mientras que en esos cinco años que él analiza durante la década de 1980,
“Mozart y Beethoven fueron los que más se realizaron; con Mozart tenemos la
mayor cantidad de trabajos, y Beethoven fue el más programado en cuanto a las
veces. Juntos representan más del 15% del repertorio total” (Ib.: 30).
Samuel Gilmore, por su parte, sostiene que
la realización de obras importantes del pasado y no la de obras recientemente
compuestas constituye el fundamento de la lógica de programación (Gilmore,
1993: 225), gesto que da lugar a la formación de un “repertorio” en tanto
“trabajos retenidos” que “constituyen una categoría de la producción artística
exitosa que ha sufrido una evaluación repetida y un proceso de selección” en el
que no todos los candidatos han recibido el mismo trato. Así, la definición de
repertorio de Gilmore alude a “un cuerpo de obras con una alta probabilidad de
ser realizado sobre la base de obras de éxito del pasado” (Ib.). Lo
interesante del enfoque de Gilmore tiene que ver con que entiende que la
decisión que determinará si una obra es o no incluida en una programación “es
una decisión compleja que representa aspectos musicales y criterios
extra-musicales” (Ib.: 232).
Por último, como referencia en esta línea
de análisis de programaciones, requiere ser citado el trabajo de Pierre-Antoine
Kremp quien, analizando la construcción del canon en las orquestas sinfónicas
norteamericanas entre 1879 y 1959, propone el concepto de “innovación”, es
decir, pone el foco en el intento de renovación del canon tradicional,
evaluando a través del paso del tiempo los éxitos o fracasos de dicho intento y
buscando dar cuenta de los factores que influyen en uno u otro resultado.
Entre las diversas hipótesis que va
proponiendo a lo largo de su trabajo, se destacan aquellas que ponen en
relación los recursos económicos de las orquestas, por un lado (a mayores
recursos habría mayor tendencia a la innovación), y el nivel y grado de
consagración, por otro (inversamente proporcional a la tendencia a la innovación)
(Kremp, 2010: 1056). Así, las posiciones dominantes, tanto de ejecutantes como
de directores, limitarían las posibilidades de innovar aunque, sin embargo,
cuando lo hacen, potencian notablemente el reconocimiento de un compositor
nuevo (Ib.: 1061).
La innovación, según Kremp, tiene su mayor impulso en “agentes de bajo
nivel que son los que tienen mayores incentivos para innovar” (Ib.: 1055).
Por otro lado, en lo que hace a la pervivencia de un canon musical, Kremp
señala que entre 1879 y 1959, 13 compositores concentraron la mitad de las
performaces, y que entre los 100 más ejecutados concentran el 86% de
las ejecuciones (Ib.: 1051).
Es por ello que propone una definición de
música clásica concebida como un “sistema de limitación de la innovación
cultural” (Ib.: 1052), definición que nos remite a la caracterización
del gusto y de las instituciones culturales expresada más arriba, en tanto
dispositivos eminentemente conservadores.
La cuestión del
gusto, precisamente, aparece entonces como esa línea temática correlativa a la
de la cuestión de la programación de conciertos. Su abordaje, en la
especificidad del gusto musical, se remonta a aquel trabajo inaugural de Thomas
Hastings, de 1853, que consiste en un manual de prescripciones sobre cómo alcanzar los más
altos estándares en el arte musical, en el que uno de los capítulos está
dedicado al gusto del público, concebido éste como una entidad amorfa y carente
de valor en sí mismo. Para Hastings, el arte musical, como todas las artes, se
encuentra en la disyuntiva de crear teniendo en cuenta el favor del público,
dando por tanto obras sin interés, efímeras, triviales, o tomar en
consideración los altos ideales que la música puede expresar (la patria, la
moral, la religión, entre otros), creando obras que sirvan para hacer
progresar, para elevar el gusto del público.
Ya en el siglo
XX, son pioneros los trabajos de Karl Schuessler, por un lado, de 1948, quien
pone en correlación el gusto musical y lo que él denomina antecedentes sociales o
trayectoria social que es, en concreto, un dato de nivel socioeconómico. Así,
efectúa un trabajo de testeo a partir de cinco niveles que mensuran la
aceptación o el rechazo y una lista de ocho ejemplos musicales (académicos y
populares) a partir de los cuales establecer una conexión a partir de la
hipótesis de que “la posición socioeconómica opera canalizando experiencias de
manera tal que aporten a adoptar una actitud favorable con relación a ciertas
clases de música y una actitud desfavorable con relación a ciertas otras” (Schuessler,
1948: 333). En el análisis propiamente dicho contempla las variables sexo, edad
y formación musical, para llegar a una serie de conclusiones en las que afirma,
en primer término, que “el gusto musical está condicionado por persistentes
prejuicios o actitudes que, a su tiempo, reflejan la fuerza diferencial que la
ocupación, la edad y el sexo tienen sobre la experiencia cultural”, en segundo
lugar que “la mirada sociológica que afirma que el gusto musical es socialmente
controlado se opone al sentido común que afirma ‘sobre gusto no hay nada
escrito’” y, por último, que “la gente tiende a ser etnocéntrica respecto de
los estímulos familiares”, lo que significa, a grandes rasgos, que uno valora
más positivamente las músicas que ha aprendido a escuchar en el ambiente
familiar de origen (Ib.: 335).
Paul Farnsworth,
por su parte, por la misma época,
propone un abordaje psico-social de la música, y afirma que “existe una relación estrecha entre las variables del
agrado (lo estético) y las del conocimiento (lo epistémico), variables que...
tienen mucho que ver con el gusto” (Farnsworth, 1950: 10). Así, afirma, “del
mismo modo que el disfrute, el conocimiento de los compositores parece ser
relevante respecto del gusto musical. Sin embargo, los compositores mejor
conocidos no siempre aparecen en los primeros puestos en las listas de
compositores prestigiosos (eminentes) (Ib.: 13)”.
Yendo un poco más
lejos en el análisis del papel de la dimensión epistémica, Leif Finnäs (1989), a partir de una revisión de investigaciones
norteamericanas, alemanas y escandinavas sobre los factores que influyen en la
preferencia musical (definida como aquellas reacciones a la música que producen
sensaciones de agrado o de desagrado independientemente de juicios cognitivos o
estéticos), señala que una preferencia negativa sobre cierta pieza musical no
excluye necesariamente que el oyente pueda considerar a la misma pieza como
algo interesante o de cierta calidad objetiva (interpretación, técnica).
Para
terminar, voy a referirme a los abordajes de la cuestión planteada en el ámbito
latinoamericano. En lo que hace a investigaciones previas afines a la que me
propongo desarrollar debo mencionar, en primer término, la de Sandra D. Toledo
Ramírez, dedicada al estudio de la temporada oficial del año 2006 de la
Orquesta Sinfónica Nacional de Costa Rica, que, si bien se concentra en la
conformación del público, aporta elementos vinculados con el análisis del
repertorio propuesto. La autora parte y deja planteada la siguiente pregunta,
que de alguna manera está en la base de cualquier análisis sobre consumos
culturales: “¿Es el consumo de música clásica una forma de distinción, o un
mecanismo de ciertos grupos de oponer su gusto frente al gusto masificado
promovido por la industria cultural y la sociedad de masas? ¿O es ambos
fenómenos a la vez?” (Toledo Ramírez,
2008: 3).
Por
otro lado, es de referencia el trabajo del musicólogo chileno Luis Merino
Montero, quien ha abordado la construcción y el reconocimiento del canon
musical, concibiendo a las instituciones musicales como agentes de
comunicación. Montero señala, en primer término, la importancia de las
instituciones para la imposición del canon, con respecto a las cuales afirma,
“juegan un doble papel: el de la preservación de un repertorio canónico y su
comunicación a un sector amplio del público” (Merino Montero, 2006:27). En
segundo lugar, remarca el rol de los intérpretes en el sostenimiento de un
canon, debido a la “generalizada inercia del repertorio que ejecuta la mayor
parte de los intérpretes” (Ib.: 29).
Y señala, por último, el carácter circunscrito del canon de la música
latinoamericana, debido a que “la comunicación de la música de arte, en
especial, la latinoamericana, se ha circunscrito cada vez más al enclave de la
ciudad de los letrados” (Ib.: 30).
Cabe
señalar, a partir del mencionado abordaje comunicacional, que el análisis de la
programación que llevaré adelante concebirá al concierto como “acto de habla”,
desde una pragmática del lenguaje, para la cual lo que se dice carga siempre
con intenciones y efectos de sentido implícitos aunque muy concretos.
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