jueves, 27 de noviembre de 2008

VANGUARDIAS

Vanguardias, o el intento de transformar el arte en lo que ya era (2006)

Fabián Beltramino

[Publicado en Escritos sobre Audiovisión. Lenguajes, Tecnologías, Producciones, Libro 3, Remedios de Escalada: UNLa, 2008, ISBN: 978-987-1326-20-4, pp.7-17]

Introducción
Este trabajo consiste en un intento de revisión y ampliación de las lecturas y críticas que de las primeras vanguardias del siglo veinte se han efectuado tanto desde el campo de la estética (Peter Bürger) como del de la historiografía sociocultural (Eric Hobsbawm). Revisión y ampliación que se basan en la tesis de que el arte ha sido siempre, incluso –y hasta podría decirse sobre todo– en su estadio moderno y burgués –supuestamente “autónomo”–, socialmente funcional. Sostengo, a partir de dicha tesis, que el arte siempre ha sido una pieza del engranaje de la maquinaria de lo social y, además, que nunca ha sido una de primer orden –lo que implica reconocer la preeminencia de los órdenes económico, político y jurídico, algo que el mismo Pierre Bourdieu afirma en el mismo trabajo en el que funda la teoría de la autonomía de los campos–. (1)
En función de lo dicho, mi intención es focalizar no tanto el tan mentado “fracaso” de las vanguardias sino un momento anterior al del resultado de su acción: el de su “expectativa”, el del establecimiento de sus objetivos fundamentales, basados en la idea de que la lógica social general podía ser modificada a partir de la subversión de la lógica dominante en el campo del arte. Sostengo, de acuerdo con Jürgen Habermas, que la imposibilidad del arte de modificar lo social se debe, sobre todo, a que se trata de un campo instituido como tal desde otros campos. (2)
Partiendo de la tesis antedicha intento, asimismo, defender la siguiente hipótesis: el fracaso de los movimientos de vanguardia en su intento de recuperar para el arte una supuesta utilidad social se debe, en lo fundamental, a un error de lectura o, mejor dicho, a una lectura demasiado estrecha de lo social, lo que habría llevado a la no comprensión del hecho de que el arte siempre fue útil, que siempre cumplió funciones muy concretas, más allá de la valoración ética que pueda establecerse con relación a los fines u objetivos en función de los cuales dichas funciones hayan sido llevadas a cabo.
Esto no implica dejar de considerar las razones específicamente estéticas del fracaso de las vanguardias desarrolladas por el mismo Peter Bürger –por ejemplo, entre otras, el intento de quebrar la autonomía del campo con obras cada vez más herméticas, cada vez más autónomas–. Se trata, más bien, de complementar o ampliar dichas razones en tanto la lectura de Bürger aparece, en algún punto, como no consecuente consigo misma.
Por otro lado, me interesa reforzar la relativización del concepto de autonomía desde ciertos aspectos que el propio Bourdieu desarrolla tanto en Las reglas del arte como en el texto más arriba mencionado.
En un tercer momento del trabajo, por último, voy a considerar la pérdida –por parte del arte–, de su carácter de “actividad especial” a partir del desarrollo tanto de la “industria cultural” como de la “industria de lo culto” a lo largo del siglo veinte, lo cual implica al mismo tiempo valorar positivamente y criticar algunas de las hipótesis que Eric Hobsbawm desarrolla tanto en el capítulo “La transformación de las artes” de La era del Imperio como en el ensayo A la zaga. Decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo veinte. Lo positivo tiene que ver con la valoración de su interpretación de la transformación social desde lo cultural operada por la masificación de lo simbólico en todos sus niveles. La crítica se desarrolla sobre todo en torno a su lectura positiva de tal proceso, tanto en cuanto “democratizador” como “comunicativamente eficaz”.
Lo que pretendo, en síntesis, es criticar tanto la noción de autonomía como la de funcionalidad social tradicionalmente aplicadas al análisis del devenir histórico de los movimientos artísticos de vanguardia de comienzos del siglo veinte. La primera, por falsamente extensa, entendiendo que ni siquiera el arte burgués, instituido como oficialmente autónomo desde mediados del siglo diecinueve, estuvo desligado de un rol social específico. La segunda, por falsamente estrecha, entendiendo que un arte socialmente útil no es sólo un arte políticamente militante y combativo –utilidad positiva y explícita, en todo caso–, sino también un arte eficaz en el cumplimiento de sus tareas implícitas –utilidad la mayor parte de las veces al servicio de la conservación y la reproducción del orden social vigente, utilidad si se quiere reaccionaria pero utilidad al fin–.

Crítica de la “Teoría de la vanguardia” de Peter Bürger
Partiendo de la tesis de que el arte ha sido siempre útil y socialmente funcional, la crítica de la teoría de la vanguardia de Bürger aparece como una crítica a Bürger desde sí mismo, como una ampliación y un llevar sus conceptos hasta más allá de los límites que ellos mismos parecen imponerse.
Quebrar la autonomía del campo artístico, acabar con el “arte por el arte”, con el esteticismo puro, y reintegrar el arte a la praxis cotidiana constituyen, para Bürger, los objetivos principales de la mayor parte de los movimientos vanguardistas de comienzos del siglo veinte.
Sin embargo, él mismo reconoce que “arte autónomo” no deja de implicar “arte funcional” al afirmar que “la estética de la autonomía implica una determinada función del arte”. (3) Al mismo tiempo, reconoce que el trato con las obras de arte está “socialmente regulado” (4), es decir, que no depende ni de las condiciones de funcionamiento del campo ni de las características de las obras ni, mucho menos, de las intenciones de los artistas.
En función de lo antedicho es que, desde el propio Bürger es posible sostener que uno de los problemas de las vanguardias es que no comprendieron o no aceptaron el hecho de que el arte y la vida social siempre estuvieron ligados, aun a pesar de la supuesta “autonomía” del primero respecto de la segunda, que consistía, precisamente –sobre todo a partir de mediados del siglo diecinueve y en el contexto de la sociedad burguesa y de una economía capitalista industrial basada en la división del trabajo–, en la función y en el rol que esa sociedad tenía previsto para ese campo de actividad. Se trata de esa clase de actividad que “permite a su receptor individual satisfacer […] las necesidades que han quedado al margen de su praxis cotidiana”. (5) Sin embargo, Bürger parece volver sobre sus propios pasos al afirmar que “a causa del status del arte, separado de la praxis vital, esta experiencia […] no puede ser integrada en la praxis cotidiana” (6), reforzando la idea de separación entre arte y vida social, lo cual consiste en un gesto que establece una noción de “praxis cotidiana” demasiado estrecha de límites, que podría pensarse casi exclusivamente reducida a las esferas de lo doméstico y lo laboral, obviando aquella otra esfera en la que el arte sí aparecería como evidentemente útil, la esfera del ocio y del tiempo libre, que es, guste o no, el lugar que la sociedad burguesa concede a lo estético.
Para Bürger las “experiencias” que se obtienen en ámbitos parciales no se integran en aquello que entiende como “praxis vital”, un concepto total, que parece funcionar como una especie de síntesis integradora.
Así, en todo caso, puede pensarse que lo que la vanguardia hace no es volver al arte socialmente útil sino evidenciar, en el fracaso de su intento, la funcionalidad que el arte ya poseía: en el intento de otorgar o de recuperar para el arte una utilidad explícita, y guiada por una intención liberadora, convirtió en evidente la funcionalidad hasta ese momento implícita y solapada detrás de una supuesta “autonomía”.
“Autonomía” es, para Bürger, sinónimo de “emancipación de lo estético” (7), y es un concepto que funciona, al igual que el de “praxis vital”, como concepto absoluto, total. Cuando habla de autonomía habla de “desvinculación del arte respecto de la vida práctica”, de “separación” (8), sin reconocer cuán concretas, efectivas y tangibles son las funciones sociales que el arte lleva a cabo, cuán presente está en la “vida práctica” (toda la vida, al fin y al cabo) de los hombres.
El problema de la teoría de Bürger es que cuando habla de “carencia de función social del arte” (9) parece resistirse a asumir algunas de sus propias conclusiones, por ejemplo, que de la “institución arte” participan también las ideas que sobre el arte dominan una época dada (10), ideas en las que está implícita, sin duda, una expectativa de rol: distracción, compensación, consuelo o restitución de unidad para un individuo moderno desmembrado por el sistema de producción en el que se encuentra inmerso.
Es evidente que la cuestión de la autonomía y la funcionalidad se definen, para Bürger, en términos políticos: “autónomo” es, así, un arte no politizado, mientras que “funcional”, “socialmente útil” e “integrado” significan un arte políticamente activo. Aquí, como con relación al concepto de “praxis vital”, habría que poner en cuestión los límites y la densidad del concepto “político”, del cual, sabemos, ningún arte, ni el más pretendidamente autónomo y “puro”, carece.
Como Bürger reconoce, “el status de autonomía del arte… es fruto […] del desarrollo de la sociedad” (11), y si bien coagula en la modernidad burguesa su génesis puede encontrarse incluso en el arte cortesano medieval, primera, si se quiere, “des-funcionalización” respecto del rol instrumental que el arte venía cumpliendo para la tarea de dominación social a través de la evangelización llevada a cabo por la Iglesia.
Creo, por otra parte, que Bürger se equivoca al describir el “momento ideológico”, el ocultamiento, la falsificación que la “autonomía del arte” encarna: no tiene que ver con el ocultamiento del origen social del estado de cosas autónomo sino con la concepción totalitaria y absolutista de la autonomía, que no permite advertir sus funciones sociales bien concretas. Así, lo ideológico del “status del arte en la sociedad burguesa” no es el ocultamiento de su autonomía sino su ostentación, que intenta ocultar –precisamente–, cualquier funcionalidad.
El problema de las vanguardias, o la pregunta a formular acerca del problema sería por qué su objetivo fue re-conducir el arte desde un lugar en el que no se encontraba más que de modo aparente (en el encierro y la pureza de un esteticismo radical) hacia otro en el que ya se encontraba, aunque de manera no-explícita.
El planteo del problema en tales términos permitiría, entre otras cosas, evitar la sorpresa que Bürger y otros teóricos manifiestan con respecto al hecho de que “la protesta de la vanguardia histórica contra la institución arte [haya] llegado a considerarse ‘como arte’”. (12)
Permitiría advertir, además, que lo que resiste no es el arte en tanto autónomo y puro (en tanto institución) sino la definición social del rol o la función del arte en la sociedad.
Ahora, retomando la idea de que lo que la vanguardia hace no es volver al arte socialmente útil sino evidenciar, en el fracaso de su intento, la utilidad que el arte ya poseía, puede afirmarse que esto no consiste más que en una ampliación o una afirmación consecuente con la propia teoría de Bürger en la que la “puesta en evidencia” de diversos aspectos aparece como uno de los principales logros de las propuestas vanguardistas. Cabe señalar al respecto que Bürger destaca, sobre todo, que “los movimientos históricos de vanguardia han develado el enigma del efecto” (13), esto es, del procedimiento artístico mismo, una de cuyas principales consecuencias ha sido aunque no transformar el rol del arte en la vida social sí transformar el rol del espectador en su relación con la obra, lo cual ha implicado el pasaje de un modelo receptivo a un modelo de espectador activo que recibe no un determinado sentido o significado desde la obra sino, por lo menos en una primera instancia, la invitación a dirigir su atención hacia el “principio de construcción” (14) que estructura la misma. Es decir que si bien las vanguardias no han logrado “des-institucionalizar” el arte sí han logrado “des-automatizar” la experiencia estética. El fracaso en la des-institucionalización a pesar del éxito en la des-automatización de la experiencia basada en la mostración del procedimiento artístico mismo se comprueba, sobre todo, a partir de la integración y la consagración de los productos del arte de vanguardia (explícitamente “anti-artísticos”) al repertorio del arte en los términos más convencionales, cuya posible explicación fue desarrollada más arriba.
Por otro lado, retomando la cuestión de la dimensión eminentemente política de la crítica de Bürger hacia el “status autónomo” del arte, podría afirmarse, en lo que hace a las propias obras, sus contenidos y su dimensión comunicativa, que la “institución arte” no neutraliza, como él lo entiende (15), sino potencia “el contenido político de las obras”.

Crítica de la autonomía
Retomo ahora, en primer lugar, la crítica a la expectativa de un cambio social integral gestado desde el campo del arte basándome en ciertos aspectos de la teoría de la autonomía de los campos de Pierre Bourdieu, a partir de la cual, como ya he señalado, no puede dejar de reconocerse que el campo del arte es subsidiario respecto de aquellos que “gobiernan” lo social: la economía y la política, sobre todo. Como afirma, desde un abordaje más filosófico Jürgen Habermas, “la apertura de un único conjunto de conocimientos especializado, en este caso el arte, resultó insuficiente para modificar una práctica cotidiana reificada” (16), práctica en la que el arte es apenas un conjunto de piezas en el contexto de un mecanismo mucho más complejo.
A partir de lo dicho por Bourdieu en cuanto a que la obra de arte es “síntoma” de aquello que la regula (17), puede afirmarse que el campo artístico, en sus atributos principales (autonomía, carencia de función social), es también síntoma de las regulaciones externas que lo afectan, económicas y políticas, en función de las cuales los mencionados atributos se vuelven relativos. Así, el campo del arte aparece y funciona “como si” fuera “un mundo aparte sujeto a sus propias leyes” (18), aunque en la dinámica social esté perfectamente integrado al mundo general, cumpliendo roles y tareas específicos, vinculados, sobre todo, con la dimensión afectiva, anímica y emotiva de los actores sociales.
Como afirma Bourdieu, el campo artístico es un conjunto de “mundos paradójicos” de “intereses desinteresados” (19), lo cual permite sostener que leer literalmente tanto el interés como la des-funcionalización resulta un error en que cayeron no sólo las vanguardias sino uno de sus principales teorizadores (Bürger). Aunque la consolidación de un campo del arte relativamente autónomo derive en pérdida de influencia del mundo del arte en el resto del mundo social, dicha “pérdida de influencia” no debería implicar automáticamente “no-funcionalidad”.
La vanguardia, al intentar reintegrar el arte a la sociedad, volviéndolo “útil”, no advierte que el arte en ningún momento histórico careció de tal atributo. La particularidad de la sociedad burguesa, en la que se instituye la autonomía del arte, es que la condición –implícita– de la utilidad es correlativa de su “inutilidad” explícita, manifiesta en nociones tales como desinterés, esteticismo puro y otras.
Uno de los autores contemporáneos que mejor lee la base teórica de la oposición que Bürger plantea entre arte autónomo y arte funcional es Richard Murphy. Para Murphy, Bürger basa su defensa del ataque vanguardista al status autónomo del arte en, por un lado, el análisis que Karl Marx efectúa de la religión en la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, a partir del cual enfatiza el doble movimiento que se da entre la producción de una felicidad ilusoria y la suspensión de la verdadera felicidad a través del cambio social, idea retomada y ampliada por Herbert Marcuse, el segundo puntal teórico de Bürger, quien en “El carácter afirmativo de la cultura” resalta la oposición entre una función positiva, vinculada con la producción de ideales y verdades sociales, y otra negativa, vinculada con el sostenimiento de una ilusión frente a las deficiencias de la vida real, lo cual conlleva a la sublimación y la erosión de la crítica social (20).
Murphy ve de manera muy clara en la noción “institución arte”, objetivo principal de la lucha de las vanguardias según Bürger, no sólo el resultado de un cierre desde el propio campo del arte “hacia” afuera sino, al mismo tiempo y sobre todo, el resultado de un cierre “desde” afuera, desde la sociedad, cuyo objetivo es limitar los posibles efectos de ese campo particular sobre el conjunto. Esta idea permitiría confirmar que los límites (una mayor o menor autonomía, una determinada funcionalidad o una “inutilidad manifiesta”) no dependen del propio campo del arte sino del contexto social, ideológico e histórico en el que existe.
Así, aludiendo nuevamente a los defectos estratégicos de las vanguardias, en este caso el error puede caracterizarse como error de lectura del contexto, el cual tendía –como lo demuestra el análisis histórico de Hobsbawm al que aludiré enseguida– más a la intensificación y la exacerbación de la autonomía –a través de un claro impulso a la masificación y posterior industrialización tanto de lo “cultural” en general como de lo “culto” en particular–, que a su disolución.

Crítica de la crítica de las vanguardias de Eric Hobsbawm
Hobsbawm parte, en A la zaga (21), de la tesis del fracaso incontrastable de los proyectos de vanguardia, sobre todo de aquellos vinculados con las artes visuales. Señala, además, que dicho fracaso es de índole histórica, no estética y que posee una dimensión doble: se trata, por un lado, del fracaso de la “modernidad” como mandato de progreso y de renovación constante (cada momento y cada nueva forma debían ser “superiores” a los anteriores), lo cual no implica formas de expresión determinadas sino cambio, renovación por la renovación misma, lo cual permitiría explicar, a su vez, la multiplicidad de estilos coexistentes. Por otro lado, destaca el fracaso de las artes visuales como técnicas de expresión en sí mismas (“obsoletas” frente a las nuevas formas de las artes de masas nacientes, básicamente “reproductibles” –la fotografía y el cine–).
El problema de la lectura de Hobsbawm, sobre todo en lo que hace a la segunda dimensión de su argumento (a las razones del fracaso de las artes visuales), es su justificación en términos de “comunicabilidad”. Hobsbawm sostiene que los nuevos lenguajes de la pintura son “pobres”, que “comunican poco” (22), que abandonan una convención –visual– para pasar a depender de otra –el lenguaje–, a partir de la necesidad de, por ejemplo, comentarios y subtítulos para satisfacer la necesidad de expresar lo que los nuevos medios expresan mejor, proponiendo como caso testigo las dificultades de la perspectiva múltiple del cubismo frente a la técnica del fotomontaje.
En sintonía con este argumento, para Hobsbawm la verdadera revolución del arte del siglo veinte se produce fuera del arte, en la tecnología aplicada al mercado de masas, la cual habría conseguido la “democratización” del consumo estético propugnada –en vano–, por las vanguardias. Es en ese campo en el cual se habría producido la verdadera “revolución cultural”, a partir de la proliferación tanto de artistas y obras como de público, a través del arte de masas, un arte plebeyo basado en el desarrollo tecnológico sustentado por cierto sector del empresariado. (23)
El problema, insisto, es que, por ejemplo con respecto al cine, Hobsbawm habla de “eficacia comunicativa” sin establecer ningún matiz entre lo hegemónico y lo contra-hegemónico, sin problematizar los mensajes, el “qué” de la comunicación. Llega, así, entre otros exabruptos, a considerar que Disney es más atractivo y más “eficaz” que Mondrian.
Así, en cuanto a la dimensión comunicativa de la obra de vanguardia, es posible establecer un paralelo diferenciador entre Bürger, quien destaca la puesta en evidencia del procedimiento formal, la “des-automatización” de la experiencia estética, la “contradicción” que desnuda el procedimiento frente a la “totalidad de sentido” como estrategia comunicativa básica de la obra, y Hobsbawm, a quien parece no importarle o no resultarle significativa la desnaturalización o desestructuración de los lenguajes que las obras operan, focalizando el plano de la comunicación por la comunicación misma, en términos de eficacia y de resultado cuantitativo.

Conclusión
De la lectura efectuada me interesa destacar que la tesis de la funcionalidad permanente del arte, aún en su estadio más supuestamente autónomo, permite explicar desde un punto de vista antes sociológico que estético, el fracaso de las vanguardias en su intento de subversión del orden social.
Ahora bien, entiendo que esta lectura pueda resultar, en el mejor de los casos, antipática. Afirmar, como lo he hecho, que la vanguardia “leyó mal” las coordenadas socio-históricas de su época, como así también que “sobredimensionó” el poder relativo de las armas con las que pretendió luchar, puede resultar agresivo para todo aquel que admire, como quien escribe, gran parte de sus corrientes y manifestaciones particulares.
Lo que pretendo establecer a través de dicha crítica es, apenas, y más allá de la crítica misma, la índole romántica del gesto vanguardista. Romanticismo paradójico de una serie de movimientos abiertamente anti-románticos, anti-estéticos por definición. La vanguardia como el simultáneo y contradictorio primer y último gesto de un romanticismo o, mejor dicho, de dos romanticismos: uno auténtico y otro impostado.
Romanticismo auténtico basado en la idea y en la apuesta por un arte tan idealista como idealizado, montado en su aura de genialidad, vía regia hacia el territorio de lo sublime, dueño de un impulso incapaz de dudar de su poder para cambiar cualquier estado de cosas dado.
Romanticismo de masas, cosificado y codificado para el gran público, basado en el canon de lo que el arte ha sido, es y debe ser en todos sus términos a partir de la sacralización de una estética surgida apenas dos siglos antes, capaz de incluir, progresivamente, casi todos los productos del arte de vanguardia pero cuyas características y atributos sería imposible determinar sin la experiencia de aquellos movimientos que establecieron el antes y el después del arte a partir de comienzos del siglo pasado.

Bibliografía citada
Bourdieu, Pierre: “Campo intelectual y proyecto creador”, en Problemas del estructuralismo, México: Siglo XXI, 1978

---------------------: Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Barcelona: Anagrama, 1995

Bürger, Peter: Teoría de la vanguardia, Barcelona: Península, 1987

Habermas, Jürgen: “Modernidad: un proyecto incompleto”, en El debate modernidad-posmodernidad, Nicolás Casullo (comp.), Buenos Aires: El cielo por asalto, 1993

Hobsbawm, Eric: A la zaga. Decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo veinte, Barcelona: Crítica, 1999

--------------------: “La transformación de las artes”, en La era del Imperio 1875-1914, Barcelona: Crítica/Grijalbo Mondadori, 1998

Murphy, Richard: Theorizing the avant-garde, Cambridge: University Press, 1999

1) Bourdieu, Pierre: “Campo intelectual y proyecto creador”, en Problemas del estructuralismo, México: Siglo XXI, 1978
2) Habermas, Jürgen: “Modernidad: un proyecto incompleto”, en El debate modernidad-posmodernidad, Nicolás Casullo (comp.), Buenos Aires: El cielo por asalto, 1993
3) Bürger, Peter: Teoría de la vanguardia, Barcelona: Península, 1987, p.44
4) Ibid., p.48
5) Ibid.
6) Ibid.
7) Ibid. p.92
8) Ibid. p.99
9) Ibid. p.62
10) Ibid.
11) Ibid. p.66
12) Ibid. p.107
13) Ibid. p.157
14) Ibid. p.147
15) Ibid. p.161
16) Habermas, Jürgen: Op.cit. p.140
17) Bourdieu, Pierre: Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Barcelona: Anagrama, 1995, p.15
18) Ibid. p.79
19) Ibid. p.15
20) Murphy, Richard: Theorizing the avant-garde, Cambridge: University Press, 1999, p.8
21) Hobsbawm, Eric: A la zaga. Decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo veinte, Barcelona: Crítica, 1999
22) Ibid. p.31
23) Hobsbawm, Eric: “La transformación de las artes” en La Era del Imperio 1875-1914, Barcelona: Crítica/Grijalbo Mondadori: 1998, p.246

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