ABORDAJES DE
Fabián Beltramino
[Conferencia pronunciada en las III Jornadas Latinoamericanas de Artes Integradas, Universidad Nacional de Lanús, 8 de octubre de 2010]
Esta no es una conferencia sobre Artes Integradas. Tampoco sobre Arte. No voy a ocuparme de ningún hacer productivo específico, de ningún lenguaje o suma de lenguajes. Voy a ocuparme, y de manera alusiva, es decir, ni siquiera exhaustiva, de lo que pasa con los productos de esas actividades que denominamos artísticas en el polo receptivo. Me interesa, ahora y desde los inicios de mi actividad académica, observar qué es lo que eso que solemos denominar genéricamente el público hace con las obras de arte. Qué le pasa, qué efectos le producen, por qué las acepta o las rechaza, en base a qué tipo de predisposiciones de apreciación y valoración.
De esas preguntas surge el título de la conferencia. ¿Qué clase de mirada es esta? ¿De qué se trata? ¿Es estética, es sociología, qué es?
Las posibles adscripciones disciplinarias de los trabajos que se ocupan del la instancia de expectación del arte oscilan, a grandes rasgos, entre la “estética de la recepción”, eminentemente filosófica y la “sociología del arte”, en la que prima un componente pragmático. También las denominaciones que circulan son “estudio de las audiencias”, desde un punto de vista comunicacional o, más genéricamente, “estudios culturales”, asociables tanto a la propia sociología como a la ciencia política, según sea el sesgo del abordaje.
El objeto, entonces, puede ser tanto la recepción como el consumo, como así también la instancia que lleva a cabo el acto, esto es, la audiencia, el público.
En función de esta multiplicidad, en la que detrás de las compartimentaciones disciplinarias es posible advertir una complementariedad desperdiciada, ha surgido el proyecto de investigación que desarrollo desde este año en
Para llevar adelante esta tarea asumimos un supuesto fundamental: que la experiencia estética se ubica en un punto de intersección entre las esferas de lo individual y lo colectivo, es decir, que las elecciones y los juicios estéticos que se formulan a partir tanto de las aceptaciones como de los rechazos, no son sólo el resultado de la libre elección y el ejercicio del gusto de un actor individual, dado que hasta las dimensiones aparentemente más subjetivas dependen de dimensiones sociales e históricas.
A partir de esto, entendemos que una teoría de la experiencia estética no puede no ser sociológica sin por ello dejar de ser filosófica.
Los dos enfoques que me interesa confrontar, el de la estética de la recepción de Jauss y el de la sociología de la cultura de Bourdieu, producen sus textos fundamentales a partir de fines de la década del '60.
Jauss trabaja con la literatura como objeto y desarrolla un concepto particular de “experiencia estética”, en un sentido eminentemente historicista, en el que cada experiencia conlleva, de alguna manera, la historia de las experiencias, carga con las experiencias pasadas que contribuyen a configurar los códigos u “horizontes” que coinciden en el sentido de una obra: el del efecto implicado, inscripto en el objeto, y el del efecto real, que acontece en el público en tanto experiencia concreta. Y esto en función de las particularidades del concepto de recepción que maneja, a la vez hermenéutico y comunicacional. Así, toda recepción es apropiación pero también es intercambio, diálogo, con los lectores del pasado a través de la obra o con los lectores contemporáneos, con quienes se establece comunidad a través de la construcción de un horizonte compartido.
Para Jauss es muy claro el pasaje que se da desde la “experiencia estética” hacia la “acción comunicativa”, poniendo de esa manera en relación lo “subjetivo” con lo “intersubjetivo”. Es por ello que postula el carácter “trascendente” de la experiencia estética, destacando el rol activo del receptor en su tarea de otorgar sentido a las obras, de configurar una tradición y de contribuir a la definición de la función social del arte.
Sin embargo, cabe oponer algunas objeciones a semejante optimismo. En primer lugar, preguntando cómo está hecho y cómo aprende a hacer lo que hace ese receptor que comprende, interpreta, juzga y comparte su experiencia del arte. Es decir, indagar no acerca de las acciones sino de los condicionamientos que operan sobre ellas, condicio-namientos anteriores y simultáneos, que abren la posibilidad de la segunda pregunta: ¿todo se circunscribe al diálogo entre las voces del texto y sus receptores? ¿no hay otras voces implicadas, voces quizás implícitas pero igualmente autorizadas? ¿no interviene lo económico y lo político, por mencionar sólo algunas voces clave, en el “diálogo” estético que, entonces, no sería ya diálogo?
Esa es la grieta que en la estética de la recepción se abre, a mi entender, y permite conjugarla con una mirada sociocultural.
¿Pero de dónde surgen, en el contexto de la historia, de la estética y de la crítica de arte, los primeros abordajes que han intentado vincular lo estético y lo social?
Como afirma Natalie Heinich, el origen de
Es desde lo que se denomina “historiografía cultural” que puede establecerse el inicio de un estudio que, tomando al arte como objeto, no intenta de manera prioritaria el abordaje de obras, artistas, escuelas, géneros o estilos, sino relacionar las producciones y los productores con su “contexto” de producción, es decir, con lo social. Aquí aparece como pionero el célebre texto de Jacob Burckhardt, de 1860, que habla no sobre el Renacimiento italiano sino sobre la cultura que lo hizo posible y de la cual este arte fue resultado casi inevitable.
Pero es en el siglo veinte cuando aparece, en Alemania, el primer corpus contundente de un campo que podría denominarse “estética sociológica” o “estética sociologizada”, a partir de los trabajos de
Así, Adorno aparece analizando las posibilidades de acción social que le restan al arte tradicional en el contexto de la industria cultural, por un lado, y de la desintegración de las convenciones a partir de las experiencias de la vanguardia, por otro.
Adorno habla del arte “autónomo” sin dejar de considerar la oposición y el rechazo que éste genera en el público, identificando de manera temprana el progresivo aislamiento que lo llevará indefectiblemente a su muerte en tanto “efecto social” posible.
Benjamin, por otro lado, focaliza lo que advierte como un proceso de “estetización” generalizado, que abre cada vez más dudas acerca de la función social del arte, sumado esto al proceso de “reproductibilidad técnica” que describe en su célebre artículo de 1936. Aquí señala un dato clave con respecto a la experiencia contemporánea del arte: si bien gracias a los medios y sistemas de reproducción las obras pueden “ir al encuentro” del público en mayor medida y más velozmente que en ninguna otra época, el valor tanto de esas obras como de esa experiencia es puramente “exhibitivo”, es decir, inauténtico en el sentido de una pura degustación que comienza y termina en el acto de su realización y carece de cualquier vínculo con la historicidad de la obra, con su tradición (y repito: Benjamin escribe en 1936, bastante antes de la inveción de Internet, con sus bancos de imágenes y de sonidos, con sus recorridos y visitas “virtuales” a los principales museos del mundo, y demás prestaciones).
El segundo gran corpus de estudios sociales de lo estético aparece a mediados de la década del ’60 en Birmingham, Inglaterra, bajo el nombre de “estudios culturales”, denominación que intenta salir del abordaje de fenómenos exclusivamente vinculados con el arte tradicional para incluir prácticas no institucionalizadas, relacionables con procesos de resistencia social y de configuración identitaria.
En este marco, la obra de Raymond Williams resulta fundamental para resignificar ciertas dimensiones de la experiencia estética, sobre todo a partir del concepto ampliado, más antropológico que sociológico, de cultura.
Entendido lo cultural como una práctica tan productiva como el más material de los sistemas de producción, la experiencia estética aparece como la posibilidad de una práctica de resistencia social y configuración identitaria muy concreta.
Pero es sin duda la obra de Pierre Bourdieu, desarrollada en Francia también a partir de la segunda mitad de la década del ´60, la que aparece como habiendo obtenido los mejores resultados en el intento por llevar adelante un abordaje sociológico de la experiencia del arte. Y es la que mejor expresa los supuestos que guían la investigación en curso, basados en la idea de que la experiencia estética se ubica en un punto de intersección entre las esferas de lo individual y lo colectivo, lo cual implica aceptar que las elecciones estéticas y los juicios de gusto no son el resultado ni de la libre elección y determinación de un sujeto individual, ni de una estructura que se reproduce e impacta sobre los actores sociales.
Metodológicamente, es claro que Bourdieu incorpora una dimensión “historicista” al punto de vista “estructuralista”, identificando, además, lo real como un conjunto de “relaciones” y no de “sustancias” particulares. Esto implica pensar lo social como un conjunto de “relaciones objetivas” en un tiempo y un espacio determinados, lo cual nos ubica en un paradigma definible como “estructuralismo constructivista”. Así, las “condiciones sociales presentes” (estructurales y relacionales) son entendidas como producto de las “condiciones sociales pasadas” que tienden, fundamentalmente, a su reproducción.
La estructura social tiene, para Bourdieu, una doble dimensión de existencia: en lo externo, es decir, en las cosas, en los objetos y las formas creados, y en los cuerpos, en las prácticas internas e internalizadas. Y la reproducción de esta estructura se da, fundamentalmente, a través de dos canales: uno formal, la escuela, el otro no, o por lo menos no tanto, la familia o el ámbito de existencia cotidiana.
Dos también son las herramientas conceptuales fundamentales en la teoría de Bourdieu: las nociones de “campo” y de “habitus”.
La noción de “campo”, desarrollada a partir de la sociología de la religión de Max Weber, implica la puesta en relación de posiciones en un área de juego y de lucha, en la que se llevan a cabo las prácticas sociales.
Los campos sociales, cada uno de ellos relativamente autónomos, conllevan diferentes y múltiples instancias de “mediación” entre sus lógicas particulares y la lógica social general, gobernada por los campos político y económico.
Un campo es una estructura dinámica, de interrelación permanente entre un capital específico (lo que está en juego, esto es, un interés compartido más una “creencia” en el valor que dicho capital posee), unas instituciones específicas (que, en el campo del arte son todas aquellas instancias de consagración y legitimación), unas leyes de funcionamiento específicas como parte de la lógica de la lucha por el capital (que implican el desarrollo de determinadas estrategias) y unas posiciones específicas que oscilan entre ser legítimas, ortodoxas y conservadoras o heterodoxas, subversivas y heréticas.
La noción de “habitus” hace referencia a un sistema de disposiciones de acción, de pensamiento, de valoración y de percepción que cada actor social incorpora a lo largo de su trayectoria.
El habitus es, al mismo tiempo, el producto de la historia incorporado como segunda naturaleza y el condiciona-miento y la posibilidad, en tanto capital cultural individual, hacia el futuro.
Ambas nociones, en conjunto, permiten explicar la relación que, en la práctica social, se da entre lo individual y lo colectivo: se trata de la interacción entre unas determinaciones externas (posición en el campo) y otras determinaciones internas (disposiciones incorporadas en el habitus). Así, ambas aparecen como producto de la práctica social, lo cual implica, como derivación fundamental, que no existen lo social “y” lo individual sino lo social “en” lo individual y lo individual “en” lo social.
El “individuo”, para Bourdieu, no es un a priori ni un presupuesto de las prácticas ni, por lo tanto, un ente autónomo, sino un producto social.
Por otro lado, sostiene que las necesidades y elecciones culturales son producto de la enseñanza y la educación y, secundariamente, del origen social.
Esto permite plantear la correlación entre la jerarquía socialmente reconocida de las artes (y sus diversos géneros, escuelas y períodos) y los “títulos de nobleza” otorgados por el sistema educativo respecto de la jerarquía social de los consumidores.
El concepto de “nobleza cultural” surge, precisamente, para denominar a la cultura legítima, que no es otra cosa que una legitimidad reproducida a través del sistema educativo y correlativa de jerarquías sociales.
La importancia del sistema educativo tiene que ver con la distribución de las “competencias” necesarias para poder ser consumidores de determinadas formas de cultura y de arte, es decir, para poder descifrar los códigos que los lenguajes imponen.
Esto implica, sobre todo, una des-idealización y una des-naturalización del proceso y del modo de vinculación con lo artístico. Así, por ejemplo, la mirada es entendida como producto de la historia reproducida por la educación, y la cultura y el arte concebidos como instrumentos de distinción que operan con relación a una noción central: el concepto de gusto.
Gusto es, en estos términos, una elección que se lleva a cabo en función de tomar posición social, sea en el sentido de la “distinción”, como de la identificación, de la gestación de la pertenencia a un determinado grupo.
El gusto, para Bourdieu, no es innato, ahistórico ni trascendente, es decir, no depende de una subjetividad individual sino del lugar social y de la trayectoria social del individuo.
Y funciona como una especie de “sentido de la orientación social”, haciendo que los ocupantes de un determinado lugar en el espacio social tiendan a gustar de los bienes o prácticas que mejor convienen a los ocupantes de esa posición, en lo que constituye la realización empírica de eso que Bourdieu denomina “homología”.
El margen de maniobra individual aparece, de este modo, apenas como una “variante estructural del sistema de disposiciones de los otros”, y también depende de una determinada posición y trayectoria.
La noción de “competencia” aparece para señalar que la experiencia de la obra de arte no pertenece al orden de lo natural ni lo espontáneo sino que depende de condiciones de posibilidad que son sociales, culturales e históricas. La obra de arte es la puesta en práctica de un código cultural, afirma Bourdieu. Y la noción de código remite, sin dudas, al concepto “juego de lenguaje” de Wittgenstein, en el marco del cual nada tiene un sentido en sí mismo ni por fuera del “juego” en el que se inserta.
En este marco hasta o, mejor dicho, sobre todo el realismo es resultado de la operatoria de una convención de época, de un código cultural dominante.
Y la competencia, en tanto conocimiento erudito, no es más que la “conciencia” de las condiciones que permiten la percepción adecuada, que garantizan la “distinción” entre el “especialisa” y el “profano” o “ingenuo”.
A diferencia de los objetos estéticos, de acceso abierto y vinculados con la percepción cotidiana, los objetos artísticos aparecen como de acceso restringido a los consumidores competentes, en lo que constituiría una percepción propiamente estética.
Es por ello que Bourdieu vuelve a atacar los conceptos de lo bello en sí y el “gusto cultivado” kantiano, a través de los cuales se establecen o por lo menos se legitiman culturalmente diferencias de clase a partir de diferencias de competencia (sea por diferencias de origen, de formación o de trayectoria).
El código artístico funciona, desde esta óptica, como “institución social”, como “sistema institucional de clasificación”, y opera en tres niveles: es el código que exige la obra, es el código en tanto institución históricamente constituida y es el código en tanto competencia individual.
La función de la escuela, con relación a esto, no es otra que desarrollar las “disposiciones que caracterizan al hombre cultivado” (requisito para la adquisición de “competencias” específicas), con lo cual al mismo tiempo realiza el refuerzo de las “desigualdades” que provienen del origen (como condiciones sociales).
Ahora bien, está claro que la distinción no es la única finalidad que la experiencia del arte permite concretar.
El sujeto, aunque lo reconozcamos como devenido del proceso histórico y de la estructura social, algo hace con el arte, además de marcar su estatus. El arte impacta de un modo particular en su subjetividad, contribuyendo a su desarrollo y su conformación final.
La experiencia del arte es tácitamente colectiva, pero es al mismo tiempo explícitamente individual. Y es en este punto donde se impone recuperar e integrar al enfoque sociocultural la dimensiones planteadas por la estética de la recepción. Esa es la tarea que la investigación de la que este trabajo surge tiene por delante.
Bibliografía
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