Cage y el silencio
(dos)
Fabián Beltramino
[ponencia presentada en las I JORNADAS NACIONALES DE SILENCIO, Facultad de Artes, Universidad Provincial de Córdoba, 20 al 22 de abril de 2017]
Este
trabajo consiste en la ampliación de un escrito del año 2012, a partir de una
idea que persiste: las obras “silenciosas” de John Cage pertenecen a la
tradición de la música académica europeo-occidental, más allá de las relaciones
que puedan establecerse con la filosofía y la cultura orientales. Es con esa
tradición occidental con la cual dialogan y respecto de la cual fijan un límite
crítico.
Cage
se forma en la década del ’30 del siglo XX, y se forma con varios maestros y
compositores europeos exiliados en su país, el más importante de ellos el mismísimo
Arnold Schoenberg. Son dos años de clases que toma con el vienés, entre 1933 y
1935, al cabo de los cuales es más bien la decepción la que lo invade luego del
dominio de las leyes del dodecafonismo. Más tarde, esa sensación de decepción
irá en aumento, en correlación con la idea de control, de control total de cada
uno de los parámetros, que el serialismo integral agrega a la técnica de base.
Tampoco lo conformará ni atraerá la derivación electrónica o electroacústica de
ese dominio sobre lo sonoro desde la propia configuración de su materia.
Lo
que Cage apuntará a poner en cuestión será, precisamente, la noción de código,
de orden de lo sonoro. Le intersa, más bien, lo que suena, el sonido, y las
posibles modalidades de su escucha.
Es
por eso que abandona los códigos de lo musical conocidos o establecidos hasta
ese momento sin abandonar, por ello, la tradición musical a la que pertenece.
Abandona
las codificaciones para pensar lo musical no tanto como un poner a sonar sino
como un poner a oír. Consiste, más bien, su proyecto de entonces, en poner en
relación, en gestionar la relación entre algo que suena y alguien puesto a
escucharlo, intentando concientizar acerca de que ese es el acto musical, que
hay música si alguien escucha “musicalmente”, es decir, otorgando sentido a una
determinada configuración sonora, ordenada o no, estructurada o aleatoria,
dentro de un marco temporal específico en el que lo negado pasa a ser, precisa
y paradójicamente, la noción de “silencio”.
El
compositor se vuelve “cronometrista”, en tanto establece un “desde ahora, durante
determinado tiempo, hasta acá”. La música se vuelve sonido ordenado en el
tiempo, o tiempo ordenado mediante el sonido. ¿Pueden ensayarse mejores
deficiones, acaso?
El
artista pasa a ser alguien cuya obra consiste en el develamiento de que tanto
la noción de obra, como la de artista y, por lo tanto, también la de público, dependen
de una puesta en relación. Cage vendría a ser, así, el Duchamp de la música.
Ready made. Lo que suena ya está hecho. Ya está ahí. Sólo hay que ponerse a
escucharlo. La obra sólo necesita una forma, una puesta en forma. Una forma
temporal. Un comienzo y un final, es decir, una duración.
Theodor
Adorno, a partir de la “crisis del enunciado” que, advertía, afectaba a gran
parte del arte de la segunda posguerra, un arte al que negó cualquier
posibilidad de existencia después de los horrores de la Segunda Guerra, a
partir de aquella famosa sentencia que afirmaba que era imposible volver a escribir
poesía después de Auschwitz, postuló también el silencio como futuro de la
composición musical[1].
En su caso, silencio significaba “silenciamiento”, clausura, cierre, fin de un
recorrido histórico y de una tradición. Cage, en diálogo implícito con Adorno,
se enfrentará a los principios de la pura negatividad propuesta por el alemán,
intentando el silencio compositivo, componiendo el silencio.
Y
en la idea de composición está la clave y el sustento de la idea postulada al
comienzo del trabajo. Cage compone, lo que lo fija a la tradición más férrea de
la música académica occidental. Compone por escrito, además.
Porque
lo más notable de las obras de silencio de Cage no pasa tanto por su ejecución,
por su dimensión performativa que, por otra parte, sólo admite un acontecer
único, como toda obra realmente vanguardista, dimensión performativa en la que
se establece una relación entre un intérprete y un público que asiste a un
concierto en el que el ejecutante no toca nada; lo más notable de las obras de
silencio es que Cage las escribe.
De
cada obra hay una partitura hecha de silencios, una descripción verbal, o una
serie de indicaciones precisas, lo cual demuestra que el compositor no
renuncia, ni aun en esas obras, a la tradición musical de la que forma parte.
Obras
hechas de silencio, de un vacío que no es la nada, de una carencia abierta a la
afirmación, no a la negación del mundo, en un contexto temporal y espacialmente
a priori indeterminado pero muy concreto.
Las
obras de silencio son, por lo tanto, las más materiales de las obras de Cage,
justamente porque juegan con la dualidad que se plantea entre la expresividad y
la inexpresividad más absolutas, entre lo abstracto y lo concreto.
La
primera de esas obras Silent prayer, de 1948, ni siquiera fue ejecutada
sino meramente descrita en una conferencia, en lo que podría considerarse una
de las manifestaciones más tempranas de lo que más tarde iba a denominarse
“arte conceptual”, es decir, arte en el cual el objeto no está, y lo que ocupa
el lugar del objeto es la idea del objeto, su concepto. Allí aparece, de manera
explícita, como señala James Pritchett[2]
por primera vez el término “silencio” puesto en correlación con el de “música”,
a partir, fundamentalmente, de una valoración de la duración como parámetro
privilegiado del sonido. La duración es lo que en términos estructurales iguala,
para Cage, los universos de lo que se denomina sonido y silencio, y será
entonces en términos de duración, como definirá sus obras subsiguientes en este
campo: 4’33’’, de 1952, 0’0’’ o 4’33’’ II, de 1962, y One3
o 4’33’’ (0’0’’) +G [ Clave de So]l, de 1989.
En
las tres hay, como acción musical prioritaria, un poner al oyente a escuchar
algo. A escuchar sin que, sin embargo, haya algo particularmente destinado a
sonar. El cuerpo de la obra se conforma a partir de ese sonido que se recorta
del ruido ambiente y que, al convertirse, por obra de ese recorte, en sonido
organizado en el tiempo, se vuelve música.
Y
entonces, ahora, lo que era afirmación en la primera versión de este trabajo se
vuelve pregunta: ¿No hay silencio, no existe el silencio para Cage? Hay sonido
que se escucha, y de la escucha musical, entonces, deviene la música, o sonido
que pasa desapercibido, mero ruido ambiente. Entonces, ¿dónde está el silencio?
La
respuesta a esta pregunta voy a ensayarla desde esa “otra historia de la
música” que propone el ensayista y compositor brasileño José Miguel Wisnik,
quien presenta el propio fenómeno sonoro, desde la propia onda sonora, como un
fenómeno indefectiblemente dual, una relación sonido-silencio sin la cual no habría
posibilidad ni siquera de que hubiera vibración.
Wisnik
señala que la onda sonora, en tanto vibración,
“está
formada por una señal que se presenta y una ausencia que puntúa desde adentro…
sin ese lapso, el sonido no puede durar, ni siquiera comenzar. No hay sonido
sin pausa… El sonido es presencia y ausencia, y está, aunque no lo parezca,
habitado de silencio. Hay tantos o más silencios como sonidos en el sonido”[3].
Y
en esto remite a ideas del propio Cage, como cuando afirma que en esta
concepción “intrínsecamente ondulatoria” de la música, debe reconocerse una
“infraestructura
rítmica de los fenómenos (de todo orden). El ritmo está en la base de todas las
percepciones, puntuadas siempre por un ataque, un modo de entrada y salida, un
flujo de tensión/distensión, de carga y descarga”[4].
El
silencio como signo de puntuación, como espaciador, como esa nada que permite
que algo sea. El arco musical iría, entonces, desde el umbral del silencio
hasta el del ruido, siendo el ejemplo más claro la radio, en la que “el
silencio es un espaciador que permite
que una señal entre en el canal”[5].
Y
aquí las obras Imaginary Landscape n°4,
de 1951, para 24 ejecutantes, y Radio
Music, de 1956, para de 1 a 8 ejecutantes, del propio Cage, se vuelven
ejemplos muy claros. Hechas ambas de cambios de sintonía a través del dial, en
ellas se combinan voces, música, estática y ruido blanco, elementos todos
articulados por los silencios que los separan y permiten oír cada uno de esos
componentes en tanto tales.
El
silencio como marco, como condición necesaria, entonces, una condición que
obras como las mencionadas ponen en evidencia pero que está presente en el
fenómeno musical mismo desde su propio origen y en el dispositivo musical más
tradicional de la música académica de Occidente, el concierto, en el que la
exigencia de silencio, con la correlativa exclusión de todo ruido, es una regla
de oro.
Señala,
Wisnik, a propósito de esto último, que
“[en]
la economía de la sala de concierto… los músicos en el escenario producen un
sonido afinado, el público permanece en silencio y el ruido se mantiene fuera
de la sala (solo volviendo ritualmente al final de la ejecución en la forma de
aplausos, que indica, por la intensidad de su retorno, el grado de lo
reprimido)”[6].
Y
es sobre esta condición básica de la situación de concierto sobre la que va a
trabajar Cage en sus obras de silencio. En la primera 4’33’’, de modo radical. En la segunda, haciendo lugar, de modo
irónico, al requisito de que la obra debe determinar que el intérprete “haga
algo”, aunque este hacer, en ese caso, sea una acción específicamente
no-musical, que produce alguna clase de sonido más o menos perceptible. En la
tercera, agregando un dispositivo de amplificación lleva, al llevar al límite
del acople la ganancia de un micrófono que recibe básicamente sonido ambiente,
toda la situación sonora, tanto la que acontece en el escenario como la de la
platea, al límite del absurdo.
¿Qué
queda después de esas experiencias en las que lo que suena, según la lógica
tradicional, no es música, ni siquiera mero sonido, sino ruido?
Queda
la puesta en evidencia de un marco, del silencio como marco, como condición de
lo musical, pero no afuera sino adentro de la música, en su propio núcleo, en
toda su duración, en toda su extensión temporal. El silencio no sólo antes y
después de la música, durante, con la música, o más bien al revés, entonces: la
música con y por el silencio.
Y
queda, además, para esta situación contemporánea en la que la música, a través
de múltiples dispositivos, tiene una presencia abrumadoramente constante, como
música ambiente o música de fondo, la evidencia de que por más música que sea,
si no es oída en un tiempo definido, como corte temporal, con una atención
definida capaz de otorgarle alguna clase de sentido, es decir, si no es oída en
silencio, entendido como detenimiento, como corte respecto de un continuum perceptivo, la música –más
allá de sus cualidades específicas- es mero ruido.
[1] Adorno,
T.W. “Dificultades para
componer música” en Impromptus. Serie de
artículos musicales escritos de nuevo, Barcelona: Laia, 1985
[2]
Pritchett, James: “What silence taught John Cage: The story of 4’33’’,
2009, en http://www.rosewhitemusic.com/cage/texts/WhatSilenceTaughtCage.html
[3] Wisnik, José Miguel (2015): Sonido y sentido. Otra historia de la música,
Buenos Aires: La Marca, p.16
[4] Ibídem,
p.28
[5] Ibídem,
p.32
[6] Ibídem,
p.50
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