Lo
sonoro como proceso social y terreno de construcción identitaria
Fabián Beltramino
Universidad Nacional
de Lanús (UNLa)
[Ponencia
presentada en el SIMPOSIO INTERNACIONAL DE ARTE SONORO “MUNDOS SONOROS: CRUCES,
CIRCULACIONES, EXPERIENCIAS”, Instituto de Investigación en Arte y Cultura “Dr.
Norberto Griffa”, Universidad Nacional de Tres de Febrero, 13 y 14 de
septiembre de 2018]
Me propongo pensar el sonido como fenómeno complejo, imposible
de ser considerado en sí mismo, partiendo de la idea de que no hay sonido sin
entorno material, sin historia, sin marco social, sin condicionamientos
psicológicos, ni en producción ni en recepción; de que no hay sonido como mero
acontecer acústico, lo cual implica reconocer que el sonido no escapa a la más
fuerte de las lógicas que regulan las relaciones humanas: la del conflicto, la
lucha. Entonces, me propongo pensar también el sonido como herramienta de dominación
y como elemento de resistencia, como arma.
Basándome en el enfoque culturalista, es decir,
considerando la producción cultural como la más material de las producciones
sociales, voy intentar, en primer lugar, establecer una fuerte oposición a la
idea de que el sonido refleja o da cuenta de un mundo, de una realidad que lo
precede (sea ésta natural, geográfica o social), sosteniendo en cambio que es el
sonido el que “hace” ser y da a oír, en todo caso, un determinado “paisaje” que
no es tal, o por lo menos no lo es de un modo completo, antes de esa operación
configuradora.
No hay paisaje que anteceda a su mostración, a su puesta
en imagen, sea esta visual o acústica. El paisaje no es presupuesto, es
resultado. Así como Paul Klee dijo alguna vez que es el cuadro el que “da a
ver” digo, en este caso: es el sonido el que hace ser a ese paisaje que
supuestamente evoca.
Si en un “paisaje sonoro” escucho pájaros, por ejemplo,
la relación entre el lugar como entorno social, histórico, cultural, y lo que
suena, consistirá en una asociación arbitraria propuesta por el paisajista,
asociación entre una determinada “lugaridad”, digamos, y una “pajaridad”
correlativa, tan arbitraria como aquella que se da entre el amor y la palabra
que lo designa, como dijo alguna vez el poeta Juan Gelman.
Esa construcción no dice nada, no representa en nada, en
términos de ninguna objetividad, a aquello que supuestamente ilustra, pero sí
dice mucho del imaginario afectivo de quien establece la asociación, de quien
evoca acústicamente ese ámbito y condensa en el canto de los pájaros el
significado que pretende establecer.
El paisajismo en las artes visuales de la era moderna
toma impulso, sabemos, en el contexto del Romanticismo inglés, en la obra de,
entre otros, John Constable y Joseph William Turner, hacia el segundo tercio
del siglo XIX, momento en el que ya existe el paisajismo fotográfico, de corte
documental y como instrumento de registro más que expresivo. El paisajismo
pictórico será, entonces, a diferencia del fotográfico, evocativo más que
realista; el paisaje, en tanto constructo, expresará emociones de intensidad
variable. Se trata, en esos casos, más de un “efecto” paisaje que de una mera
mostración. El paisaje da cuenta, en todo caso, más de un adentro –el interior
emocional, sensorial y afectivo del artista- que de un afuera.
Y lo mismo puede afirmarse de la cuestión identitaria, de
la identidad vehiculizada a través de lo sonoro. La identidad concebida no como
algo dado, que está ahí y que el sonido, eventualmente, como al paisaje, pueda
“reflejar”, sino como un proceso constructivo y conflictivo entre fuerzas e
intereses en tensión.
El sonido como materialización de una diferencia que
permite que una identidad sea.
De la sustancialidad a la alteridad, el sonido como
significante vacío que se completa a partir de las apropiaciones, mutaciones y
resignificaciones que operan sobre él tanto quienes lo generan como quienes lo
interpretan, quienes efectúan con relación a él una atribución de sentido.
Así como es posible afirmar que toda identidad es
estratégica y posicional, cambiante y, eventualmente, contradictoria, debemos
aceptar que no hay sonidos unívocos, indefectiblemente operativos de una
identificación cierta. Si las
identidades fluyen, los sonidos que se vinculan con esas identidades, también.
Y eso en función de entender la construcción identitaria
como proceso discursivo, es decir, poético, creativo; en tensión, sí, claro,
con el documento nacional y los datos que porta, y con una determinada posición
en el mapa social a partir de los capitales cultural y económico que se detentan,
pero en sí un desafío: una resistencia o una aceptación de ese lugar, siempre
en función de intereses presentes de corte netamente pragmático.
El pasado, entonces, como materia prima, como masilla
maleable desde el relato, desde la puesta en signo; una actividad relacional,
estratégica, interesada, condicionada sólo por el juego de relaciones sociales
que son, siempre, de modo más o menos evidente, relaciones de poder; juego en
el que se trata si no de ganar, por lo menos de no perder posiciones ni
legitimidades.
“¿Quién necesita identidad?”, pregunta provocativamente
Stuart Hall[1]
en su, a esta altura, tan transitado ensayo: el que no la tiene, el que la
siente en peligro, el que experimenta el vaciamiento del concepto, la borradura
de referencias ciertas en términos de etnia, nación o género, pero que sin
embargo necesita ocupar un lugar en el espacio social que es, como Pierre Bourdieu
ha explicado, siempre, un espacio de lucha en el que esa “ilusión” es necesaria[2].
El quién de la acción, ese yo, ese sí mismo es, ante
todo, un otro, como afirma Ricoeur[3],
un otro respecto de cualquier coordenada objetiva, de cualquier presupuesto o
atribución externa.
Un alguien que debe presentarse y actuar de una
determinada manera, asumiendo una corporalidad, un gesto, un pasado, una
posición respecto del futuro y, en cuanto a lo que nos convoca, una voz.
Y entonces, más preguntas: ¿Quién habla? ¿De quién es esa
voz? Jonathan Ree escribió, hace ya unos cuantos años, un ensayo en el que
aborda, justamente, el problema de las voces, de las distintas voces que un
mismo actor social puede asumir a lo largo de su vida, desarrollando la
cuestión de la identidad a partir de la metáfora del uso de las comillas en el
lenguaje verbal[4].
Aquí la referencia a la concepción dramatúrgica de la dinámica de interacción
social de Ervin Goffman está, por supuesto, implícita[5]. La personalidad como personificación, en la que
las marcas del discurso apuntan a dar forma a una imagen de unidad, de
coherencia interna, de consecuencia y de responsabilidad, que no es otra cosa
que un gran simulacro, un tremendo fingimiento, reforzado por la explicitación
de cualquier entrecomillado.
El yo moderno, autónomo, dueño de sí mismo, presa de la
obligación de la singularidad, de la originalidad, de la propiedad privada del
discurso, cuando cita aquello que le es, supuestamente y entre comillas,
“ajeno”, refuerza la ilusión de la existencia de esa voz original, de ese
yo-citante originario.
El sonido aparece, así, como uno de los elementos que
forma parte de la construcción de esa ficción identitaria. El sonido como ese
componente de la dimensión simbólica que contribuirá a resignificar y a dar
forma a la dimensión más material de las relaciones humanas. El sonido como
invitación, como inminencia, más que como resonancia.
¿Los lugares suenan de una determinada manera? ¿Las
clases sociales y los grupos etarios tienen un propio sonar? ¿Hay un sonido de
la juventud y otro de la vejez?
Sobre el sonido se desarrollan operaciones de
reconocimiento, basadas a su vez en presupuestos, en estereotipos, en lugares y
sentidos comunes acumulados a lo largo de generaciones. Pero el sonido es
capaz, también, de proponer desvíos, de generar desconciertos; el sonido es
capaz de defraudar expectativas de satisfacción inmediata. El sonido, al sonar,
puede poner al oyente a pensar.
Los objetos sonoros pueden ser nuevos o viejos, pueden
ser aquellos usualmente reconocidos como propios o pueden ser “ajenos”; los
objetos sonoros son, como cualquier objeto, susceptibles de robo, de préstamo,
de apropiación; el mercado de los objetos sonoros es dinámico y sus valores,
producto de valoraciones que dependen tanto de la estructura social como de la
estructura del sentir, como diría Raymond Williams[6],
suben y bajan como la cotización de cualquier otro bien en la economía cultural
de la que forman parte.
El objeto sonoro es un objeto vivo. Y lo que genera es
también vital, y por ello móvil e incluso contradictorio. Ninguno de sus
efectos -político, económico, religioso-, está en el sonido mismo sino en su
uso, en el complejo proceso de apropiación y reapropiación que hace a la
dinámica en torno a los objetos culturales.
¿Qué se hace en la escucha? Se experimenta, aunque no el
sonido; se experimenta, a partir del sonido, un lugar, el propio lugar y el
ajeno, las figuras gramaticales del “yo”, el “tú”, el “ellos” y el “nosotros”,
cuyos límites consisten en un recorte puramente estratégico, circunstancial y
arbitrario.
Hoy el sonido que me identifica es este, podría afirmar
cualquiera de nosotros, porque me permite establecer una alianza emocional en
términos de “tu” y de “nosotros” frente a ese “ellos”, a ese otro ajeno y
opuesto en términos de intereses y de valores. Hoy. Mañana será otro día. Otro
sonido será -quizás incluso el que hoy pertenece a esos otros-, el que me
permitirá dar cumplimiento al mismo proceso, que no es más que el de la
ocupación de una posición, el de la construcción de un espacio de pertenencia,
de comunidad, de una comunidad de pares guiada por eso que Bourdieu -de nuevo Bourdieu,
sí, siempre Bourdieu-, ha llamado las
“afinidades electivas”[7].
Y este proceso no reconoce diferencias de clase ni de
valoración estética de los objetos puestos en juego. Como afirma Simon Frith,
las identidades que resultan de este juego pueden ser diversas, pero las reglas
del juego son comunes para todos los participantes[8].
La identidad que surge del proceso de identificación en
torno a un determinado constructo sonoro es, además, en el fondo, un acuerdo
ético que al establecer esa clara diferenciación entre un “nosotros” y un “ellos”,
entre lo propio y lo ajeno, implica una inmediata asociación del primer término
a lo mejor y lo bueno[9], y
del segundo a lo contrario.
Propongo a continuación, como mínimo análisis de caso, el
recurso a lo sonoro en el contexto del debate por la legalización del aborto en
las manifestaciones del pasado 8 de agosto, en las inmediaciones del Congreso
Nacional.
Uno de los procedimientos recurrentes en contextos
semejantes es la “contrafacta”, de origen medieval, que consiste, como sabemos,
en la modificación del componente verbal respecto de una estructura melódica y
rítmica que resulta rápidamente reconocible. Dicho recurso pudo apreciarse a
uno y otro lado de la manifestación, produciendo en algunos casos, como los que
se muestran, resultados altamente paradójicos en cuanto a operar alguna clase
de resignificación.
El primer ejemplo corresponde al lado celeste, opuesto a
la legalización, en sintonía con la posición eclesiástica. El objeto sonoro
elegido fue, sin embargo, el estribillo de una canción titulada “El murguero”, de
Los auténticos decadentes, canción de
evidente estirpe carnavalesca, celebración también de origen medieval
vinculada, como han señalado Mijail Bajtin[10] y
otros autores, a un momento de expansión anticlerical y antirreligiosa.
El segundo ejemplo, tomado de manifestantes del lado
verde, a favor de la legalización, en sintonía con, entre otros, el movimiento
feminista, anti-patriarcal y anti-autoritario, opera sobre una canción que, en
el verano del año 1981, fue masivamente difundida como herramienta de
prevención de accidentes de tránsito en las rutas de la Provincia de Buenos
Aires por el gobierno dictatorial, titulada “Boby, mi buen amigo”.
Lo que quiero señalar, más allá de la paradoja mencionada,
es que lo que suena del lado verde podría sonar del lado celeste, y viceversa;
los que se pone a sonar, a uno y otro lado, es circunstancial.
Lo que no es intercambiable, lo que sería imposible de
pensar en sentido inverso, es la posición de cada uno de los actores frente al
tema en cuestión: las ideas, los conceptos y los presupuestos por los que cada
uno se enfrenta, precisamente, al otro.
¿Cuál es el gran enemigo, hasta ahora no nombrado, en
todo este asunto? El concepto de “autenticidad”. No hay nada auténtico o
inauténtico en lo que suena. La autenticidad es, en todo caso, algo que será
atribuido al sonido a posteriori, desde afuera y en función de quién sea el
agente de dicha atribución, es decir, en función de qué intereses persiga en el
contexto de qué lucha.
El sonido, entonces, no como producto sino como
instrumento, como herramienta para dar forma a eso que servirá para establecer
la frontera (siempre inestable) entre lo propio y lo ajeno, para establecer un
espacio –individual y colectivo-, en definitiva, y para apuntalar a ese “yo”
que se irá configurando y reconfigurando como sí mismo en ese relato que durará
el tiempo que dure su propia vida.
[1] Hall, S. (1996): “¿Quién necesita identidad?” en Cuestiones de identidad cultural, Stuart
Hall y Paul du Gay (comps.), Buenos Aires: Amorrortu, 2003, Introducción,
pp.13-39
[2] Bourdieu,
Pierre (1989): “La ilusión biográfica”, en Acta sociológica, nº56,
septiembre-diciembre 2011, pp.121-128
[3] Ricoeur,
Paul (1990): “El sí y la identidad narrativa”, en Sí mismo como otro, México: Siglo XXI
[4] Ree, Jonathan (1990): “Funny voices: stories,
‘punctuation’ and personal identity”, en New
Literary History 21, pp.1039-1058
[5] Goffman,
Ervin(1959): La presentación de la
persona en la vida cotidiana, Buenos Aires: Amorrortu, 2001
[6] Williams, Raymond (1977): “Teoría
cultural”, en Marxismo y literatura,
Barcelona: Península, 1997, pp.93-164
[7] Bourdieu,
Pierre (1979): “Las afinidades
electivas”, en La distinción. Criterios y
bases sociales del gusto, Madrid: Taurus, 2012, pp.282-286
[8] Frith, Simon (1996): “Música e
identidad” en Cuestiones de identidad
cultural, Stuart Hall y Paul du Gay (comps.), Buenos Aires: Amorrortu,
2003, Cap.7, pp.181-213
[9] Ibídem.
[10] Bajtin, M.M. (1989): La cultura popular en la Edad Media y en el
Renacimiento: el contexto de Francois Rabelais, Madrid: Alianza