viernes, 4 de enero de 2019

SONIDO Y CONSTRUCCIÓN IDENTITARIA


Lo sonoro como proceso social y terreno de construcción identitaria

Fabián Beltramino
Universidad Nacional de Lanús (UNLa)


[Ponencia presentada en el SIMPOSIO INTERNACIONAL DE ARTE SONORO “MUNDOS SONOROS: CRUCES, CIRCULACIONES, EXPERIENCIAS”, Instituto de Investigación en Arte y Cultura “Dr. Norberto Griffa”, Universidad Nacional de Tres de Febrero, 13 y 14 de septiembre de 2018]

Me propongo pensar el sonido como fenómeno complejo, imposible de ser considerado en sí mismo, partiendo de la idea de que no hay sonido sin entorno material, sin historia, sin marco social, sin condicionamientos psicológicos, ni en producción ni en recepción; de que no hay sonido como mero acontecer acústico, lo cual implica reconocer que el sonido no escapa a la más fuerte de las lógicas que regulan las relaciones humanas: la del conflicto, la lucha. Entonces, me propongo pensar también el sonido como herramienta de dominación y como elemento de resistencia, como arma.
Basándome en el enfoque culturalista, es decir, considerando la producción cultural como la más material de las producciones sociales, voy intentar, en primer lugar, establecer una fuerte oposición a la idea de que el sonido refleja o da cuenta de un mundo, de una realidad que lo precede (sea ésta natural, geográfica o social), sosteniendo en cambio que es el sonido el que “hace” ser y da a oír, en todo caso, un determinado “paisaje” que no es tal, o por lo menos no lo es de un modo completo, antes de esa operación configuradora.
No hay paisaje que anteceda a su mostración, a su puesta en imagen, sea esta visual o acústica. El paisaje no es presupuesto, es resultado. Así como Paul Klee dijo alguna vez que es el cuadro el que “da a ver” digo, en este caso: es el sonido el que hace ser a ese paisaje que supuestamente evoca.
Si en un “paisaje sonoro” escucho pájaros, por ejemplo, la relación entre el lugar como entorno social, histórico, cultural, y lo que suena, consistirá en una asociación arbitraria propuesta por el paisajista, asociación entre una determinada “lugaridad”, digamos, y una “pajaridad” correlativa, tan arbitraria como aquella que se da entre el amor y la palabra que lo designa, como dijo alguna vez el poeta Juan Gelman.
Esa construcción no dice nada, no representa en nada, en términos de ninguna objetividad, a aquello que supuestamente ilustra, pero sí dice mucho del imaginario afectivo de quien establece la asociación, de quien evoca acústicamente ese ámbito y condensa en el canto de los pájaros el significado que pretende establecer.

El paisajismo en las artes visuales de la era moderna toma impulso, sabemos, en el contexto del Romanticismo inglés, en la obra de, entre otros, John Constable y Joseph William Turner, hacia el segundo tercio del siglo XIX, momento en el que ya existe el paisajismo fotográfico, de corte documental y como instrumento de registro más que expresivo. El paisajismo pictórico será, entonces, a diferencia del fotográfico, evocativo más que realista; el paisaje, en tanto constructo, expresará emociones de intensidad variable. Se trata, en esos casos, más de un “efecto” paisaje que de una mera mostración. El paisaje da cuenta, en todo caso, más de un adentro –el interior emocional, sensorial y afectivo del artista- que de un afuera.
Y lo mismo puede afirmarse de la cuestión identitaria, de la identidad vehiculizada a través de lo sonoro. La identidad concebida no como algo dado, que está ahí y que el sonido, eventualmente, como al paisaje, pueda “reflejar”, sino como un proceso constructivo y conflictivo entre fuerzas e intereses en tensión.
El sonido como materialización de una diferencia que permite que una identidad sea.


De la sustancialidad a la alteridad, el sonido como significante vacío que se completa a partir de las apropiaciones, mutaciones y resignificaciones que operan sobre él tanto quienes lo generan como quienes lo interpretan, quienes efectúan con relación a él una atribución de sentido.
Así como es posible afirmar que toda identidad es estratégica y posicional, cambiante y, eventualmente, contradictoria, debemos aceptar que no hay sonidos unívocos, indefectiblemente operativos de una identificación cierta.  Si las identidades fluyen, los sonidos que se vinculan con esas identidades, también.
Y eso en función de entender la construcción identitaria como proceso discursivo, es decir, poético, creativo; en tensión, sí, claro, con el documento nacional y los datos que porta, y con una determinada posición en el mapa social a partir de los capitales cultural y económico que se detentan, pero en sí un desafío: una resistencia o una aceptación de ese lugar, siempre en función de intereses presentes de corte netamente pragmático.

El pasado, entonces, como materia prima, como masilla maleable desde el relato, desde la puesta en signo; una actividad relacional, estratégica, interesada, condicionada sólo por el juego de relaciones sociales que son, siempre, de modo más o menos evidente, relaciones de poder; juego en el que se trata si no de ganar, por lo menos de no perder posiciones ni legitimidades.
“¿Quién necesita identidad?”, pregunta provocativamente Stuart Hall[1] en su, a esta altura, tan transitado ensayo: el que no la tiene, el que la siente en peligro, el que experimenta el vaciamiento del concepto, la borradura de referencias ciertas en términos de etnia, nación o género, pero que sin embargo necesita ocupar un lugar en el espacio social que es, como Pierre Bourdieu ha explicado, siempre, un espacio de lucha en el que esa “ilusión” es necesaria[2].
El quién de la acción, ese yo, ese sí mismo es, ante todo, un otro, como afirma Ricoeur[3], un otro respecto de cualquier coordenada objetiva, de cualquier presupuesto o atribución externa.

Un alguien que debe presentarse y actuar de una determinada manera, asumiendo una corporalidad, un gesto, un pasado, una posición respecto del futuro y, en cuanto a lo que nos convoca, una voz.
Y entonces, más preguntas: ¿Quién habla? ¿De quién es esa voz? Jonathan Ree escribió, hace ya unos cuantos años, un ensayo en el que aborda, justamente, el problema de las voces, de las distintas voces que un mismo actor social puede asumir a lo largo de su vida, desarrollando la cuestión de la identidad a partir de la metáfora del uso de las comillas en el lenguaje verbal[4]. Aquí la referencia a la concepción dramatúrgica de la dinámica de interacción social de Ervin Goffman está, por supuesto, implícita[5]. La personalidad como personificación, en la que las marcas del discurso apuntan a dar forma a una imagen de unidad, de coherencia interna, de consecuencia y de responsabilidad, que no es otra cosa que un gran simulacro, un tremendo fingimiento, reforzado por la explicitación de cualquier entrecomillado.

El yo moderno, autónomo, dueño de sí mismo, presa de la obligación de la singularidad, de la originalidad, de la propiedad privada del discurso, cuando cita aquello que le es, supuestamente y entre comillas, “ajeno”, refuerza la ilusión de la existencia de esa voz original, de ese yo-citante originario.


El sonido aparece, así, como uno de los elementos que forma parte de la construcción de esa ficción identitaria. El sonido como ese componente de la dimensión simbólica que contribuirá a resignificar y a dar forma a la dimensión más material de las relaciones humanas. El sonido como invitación, como inminencia, más que como resonancia.
¿Los lugares suenan de una determinada manera? ¿Las clases sociales y los grupos etarios tienen un propio sonar? ¿Hay un sonido de la juventud y otro de la vejez?
Sobre el sonido se desarrollan operaciones de reconocimiento, basadas a su vez en presupuestos, en estereotipos, en lugares y sentidos comunes acumulados a lo largo de generaciones. Pero el sonido es capaz, también, de proponer desvíos, de generar desconciertos; el sonido es capaz de defraudar expectativas de satisfacción inmediata. El sonido, al sonar, puede poner al oyente a pensar.
Los objetos sonoros pueden ser nuevos o viejos, pueden ser aquellos usualmente reconocidos como propios o pueden ser “ajenos”; los objetos sonoros son, como cualquier objeto, susceptibles de robo, de préstamo, de apropiación; el mercado de los objetos sonoros es dinámico y sus valores, producto de valoraciones que dependen tanto de la estructura social como de la estructura del sentir, como diría Raymond Williams[6], suben y bajan como la cotización de cualquier otro bien en la economía cultural de la que forman parte.
El objeto sonoro es un objeto vivo. Y lo que genera es también vital, y por ello móvil e incluso contradictorio. Ninguno de sus efectos -político, económico, religioso-, está en el sonido mismo sino en su uso, en el complejo proceso de apropiación y reapropiación que hace a la dinámica en torno a los objetos culturales.

¿Qué se hace en la escucha? Se experimenta, aunque no el sonido; se experimenta, a partir del sonido, un lugar, el propio lugar y el ajeno, las figuras gramaticales del “yo”, el “tú”, el “ellos” y el “nosotros”, cuyos límites consisten en un recorte puramente estratégico, circunstancial y arbitrario.

Hoy el sonido que me identifica es este, podría afirmar cualquiera de nosotros, porque me permite establecer una alianza emocional en términos de “tu” y de “nosotros” frente a ese “ellos”, a ese otro ajeno y opuesto en términos de intereses y de valores. Hoy. Mañana será otro día. Otro sonido será -quizás incluso el que hoy pertenece a esos otros-, el que me permitirá dar cumplimiento al mismo proceso, que no es más que el de la ocupación de una posición, el de la construcción de un espacio de pertenencia, de comunidad, de una comunidad de pares guiada por eso que Bourdieu -de nuevo Bourdieu, sí, siempre Bourdieu-,  ha llamado las “afinidades electivas”[7].
Y este proceso no reconoce diferencias de clase ni de valoración estética de los objetos puestos en juego. Como afirma Simon Frith, las identidades que resultan de este juego pueden ser diversas, pero las reglas del juego son comunes para todos los participantes[8].

La identidad que surge del proceso de identificación en torno a un determinado constructo sonoro es, además, en el fondo, un acuerdo ético que al establecer esa clara diferenciación entre un “nosotros” y un “ellos”, entre lo propio y lo ajeno, implica una inmediata asociación del primer término a lo mejor y lo bueno[9], y del segundo a lo contrario.

Propongo a continuación, como mínimo análisis de caso, el recurso a lo sonoro en el contexto del debate por la legalización del aborto en las manifestaciones del pasado 8 de agosto, en las inmediaciones del Congreso Nacional.
Uno de los procedimientos recurrentes en contextos semejantes es la “contrafacta”, de origen medieval, que consiste, como sabemos, en la modificación del componente verbal respecto de una estructura melódica y rítmica que resulta rápidamente reconocible. Dicho recurso pudo apreciarse a uno y otro lado de la manifestación, produciendo en algunos casos, como los que se muestran, resultados altamente paradójicos en cuanto a operar alguna clase de resignificación.

El primer ejemplo corresponde al lado celeste, opuesto a la legalización, en sintonía con la posición eclesiástica. El objeto sonoro elegido fue, sin embargo, el estribillo de una canción titulada “El murguero”, de Los auténticos decadentes, canción de evidente estirpe carnavalesca, celebración también de origen medieval vinculada, como han señalado Mijail Bajtin[10] y otros autores, a un momento de expansión anticlerical y antirreligiosa.
El segundo ejemplo, tomado de manifestantes del lado verde, a favor de la legalización, en sintonía con, entre otros, el movimiento feminista, anti-patriarcal y anti-autoritario, opera sobre una canción que, en el verano del año 1981, fue masivamente difundida como herramienta de prevención de accidentes de tránsito en las rutas de la Provincia de Buenos Aires por el gobierno dictatorial, titulada “Boby, mi buen amigo”.

Lo que quiero señalar, más allá de la paradoja mencionada, es que lo que suena del lado verde podría sonar del lado celeste, y viceversa; los que se pone a sonar, a uno y otro lado, es circunstancial.

Lo que no es intercambiable, lo que sería imposible de pensar en sentido inverso, es la posición de cada uno de los actores frente al tema en cuestión: las ideas, los conceptos y los presupuestos por los que cada uno se enfrenta, precisamente, al otro.

¿Cuál es el gran enemigo, hasta ahora no nombrado, en todo este asunto? El concepto de “autenticidad”. No hay nada auténtico o inauténtico en lo que suena. La autenticidad es, en todo caso, algo que será atribuido al sonido a posteriori, desde afuera y en función de quién sea el agente de dicha atribución, es decir, en función de qué intereses persiga en el contexto de qué lucha.
El sonido, entonces, no como producto sino como instrumento, como herramienta para dar forma a eso que servirá para establecer la frontera (siempre inestable) entre lo propio y lo ajeno, para establecer un espacio –individual y colectivo-, en definitiva, y para apuntalar a ese “yo” que se irá configurando y reconfigurando como sí mismo en ese relato que durará el tiempo que dure su propia vida.


[1] Hall, S. (1996): “¿Quién necesita identidad?” en Cuestiones de identidad cultural, Stuart Hall y Paul du Gay (comps.), Buenos Aires: Amorrortu, 2003, Introducción, pp.13-39
[2] Bourdieu, Pierre (1989): “La ilusión biográfica”, en Acta sociológica, nº56, septiembre-diciembre 2011, pp.121-128
[3] Ricoeur, Paul (1990): “El sí y la identidad narrativa”, en Sí mismo como otro, México: Siglo XXI
[4] Ree, Jonathan (1990): “Funny voices: stories, ‘punctuation’ and personal identity”, en New Literary History 21, pp.1039-1058
[5] Goffman, Ervin(1959): La presentación de la persona en la vida cotidiana, Buenos Aires: Amorrortu, 2001
[6] Williams, Raymond (1977): “Teoría cultural”, en Marxismo y literatura, Barcelona: Península, 1997, pp.93-164
[7] Bourdieu, Pierre  (1979): “Las afinidades electivas”, en La distinción. Criterios y bases sociales del gusto, Madrid: Taurus, 2012, pp.282-286
[8] Frith, Simon (1996): “Música e identidad” en Cuestiones de identidad cultural, Stuart Hall y Paul du Gay (comps.), Buenos Aires: Amorrortu, 2003, Cap.7, pp.181-213
[9] Ibídem.
[10] Bajtin, M.M. (1989): La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de Francois Rabelais, Madrid: Alianza

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