"Las meninas" como herramienta para una "ontología del presente"
[Publicado en Cuestiones de Filosofía y Nación, Departamento de Humanidades y Artes, UNLa]
Introducción
El objetivo de este trabajo es caracterizar y releer en términos de “ontología del presente” el debate
que en 1966 se dio entre Michel Foucault y Jacques Lacan en torno al cuadro conocido
popularmente como “Las meninas” [1], del pintor español Diego de Velázquez, fechado en 1656.
Foucault dedica el primer capítulo de Las palabras y las cosas (1966) a intentar demostrar que la
obra pone en acto el “vacío esencial” de la representación clásica, dando cuenta tanto de la
desaparición de su fundamento, la relación de semejanza y fidelidad entre el cuadro y el mundo
exterior, como de la del sujeto de la representación.
A partir de dicha hipótesis, Lacan dedica varias clases de su Seminario 13, titulado “El objeto del
psicoanálisis” (llevadas a cabo durante mayo y junio de 1966 -a una de las cuales asiste el propio
Foucault-), a sostener una interpretación alternativa, poniendo el foco no en la noción de
“representación” sino en la de mirada.
Más allá de la descripción de los puntos centrales del histórico debate, el objetivo del trabajo es
releerlo en función de una de las recurrencias más reciente sobre los posibles sentidos del cuadro de
Velázquez. Ésta se dio en el ámbito local en el contexto de la discusión que, en torno a la dicotomía
liderazgo-conducción, surgió a partir de la postulación de Cristina Kirchner a la presidencia del
Partido Justicialista. Nora Merlin, psicoanalista y periodista de Página 12, evocando a su vez al
psicoanalista Jorge Alemán, ha retomado de la interpretación lacaniana la importancia del objeto de
mirada, de deseo, en definitiva, por sobre su representación.
[1] “La familia de Felipe IV” es el título con el que ingresa al Museo del Prado en 1819.
Desarrollo
El artista
Diego de Velázquez (1599-1660) integra, para la historia de la pintura, junto con Bartolomé Murillo
y Francisco de Zurbarán, la “escuela de Sevilla”. Estilísticamente, la obra de los tres, junto con la de
José de Ribera, conforma el capítulo español del “Barroco de las cortes católicas”, según la
clasificación de Arnold Hauser, guiado en lo fundamental por las directivas contrarreformistas del
Concilio de Trento (1545-1563), cuya consecuencia fundamental es que “la iconografía del arte
sagrado católico se fija y esquematiza”, y dicho arte “adquiere carácter oficial y pierde sus rasgos
espontáneos y subjetivos” (Hauser, 2006: 509). Velázquez, sin embargo, se dedica
fundamentalmente a temáticas seculares vinculadas con el retrato de la vida cortesana y de sus
miembros, lo cual implica, en lo fundamental, observación y vocación de fidelidad entre la
representación y lo representado, no solo en cuanto a los rostros sino también a la vestimenta, los
adornos y los ambientes en los que cada uno de los personajes es presentado. Esto no impide que,
como señala Hautecour, opere transformaciones al colocar a sus modelos “en actidudes tranquilas
como lo hicieron Holbein y los retratistas del siglo XVI… [lo cual] les deja su aire normal, pero
mediante la simple conformación del cuerpo y de la fisonomía descubre el carácter, el alma” (1966:
591).
En la obra de Velázquez se reconocen varias etapas, la primera de ellas su “época sevillana”, en la
que, siguiendo el modelo de Caravaggio, trabaja con modelos vivos, lo que da a sus cuadros de
temática religiosa la impronta de un cuadro secular. Su segunda época, denominada el “Primer
período madrileño”, abarca la obra que realiza ya como miembro de la corte del rey Felipe IV, en la
que trabaja durante seis años, entre 1623 y 1629 llevando a cabo, sobre todo, retratos de la familia
real. Velázquez abandona la corte por dos años, es por eso que la obra que produce a partir de 1631
se denomina su “Segundo período madrileño”, en el que agrega a los retratos de la familia real, los
de los miembros más pintorescos de la corte: bufones y enanos, entre otros. Y así sigue, por el resto
de su vida, hasta que después de su segundo y último viaje a Italia en 1651 recibe un ascenso en la
corte y se dedica a sus dos últimas obras: “La familia de Felipe IV” o “Las meninas”, de 1656, y
“La fábula de Aracne” o “Las hilanderas”, de 1658.
En 1659 recibe el título de Caballero de Santiago, lo que le depara, al año siguiente, un funeral
digno de cualquier miembro de la nobleza. Para acceder a dicho título, sin embargo, como afirma
Van Loon:
“no solamente Velázquez debió probar la ausencia de todo indicio de sangre musulmana o judía en sus venas, sino también que ninguno de sus antecesores había sido, a su debido tiempo, tildado de hereje… debió ofrecer las máximas garantías y seguridades al objeto de demostrar que ninguno de su familia se había manchado jamás por el ejercicio de un comercio cualquiera… y cuando hubo demostrado que jamás efectivamente vendió un cuadro, pero que siempre había trabajado por obtener un salario (como cualquier funcionario de la Corte), le fue concedido por fin título de nobleza” (1950: 404-405).
La obra
Las meninas es, en lo explícito -aunque las interpretaciones a considerar tienden a desdibujar
cualquier certeza-, la imagen de una trastienda, de un detrás de escena. Lo que hace el pintor es
exhibir un plano “girado” sobre su eje, lo que le permite introducirse a sí mismo como personaje,
por un lado, y a su obra, por otro, estableciendo la impronta de “un cuadro dentro de un cuadro”.
Hay numerosas descripciones de “lo que vemos”, como la que aparece en el catálogo de la muestra
de las obras más importanes del Museo del Prado llevada a cabo en Ginebra, Suiza, en 1939:
“Pintado en 1656. Originalmente situado alrededor de 1666 en el despacho del rey en el antiguo Palacio Real (Alcázar) de Madrid. La composición es complicada y requiere explicación: la Infanta Margarita ha entrado en el estudio de Velázquez (de pie, cerca del caballete, a la izquierda) para ver el retrato de sus padres, que se refleja en el espejo del fondo; la acompañan los enanos Mari-Barbola y Nicolasito Portosato y sus dos damas de compañía (= las Meninas), Maria-Augustina Sarmiento e Isabel de Velasco, quienes dieron nombre a este cuadro, primero llamado "la familia". Los dos personajes del fondo son Marcelle de Ulloa, vestida de monja, hablando con un "guardadamas"; en la puerta José Nieto Velázquez, "aposentador" de la reina. La cruz de Santiago, que lleva Velázquez, fue añadida más tarde, no antes de 1659; se suele suponer que fue pintada tras la muerte del artista” [2] (Álvarez de Sotomayor y Muguruza Otaño, 1939: 23-24).
Velázquez realiza, en esta obra, una acción que podría calificarse como propia del Modernismo de
tres siglos después: establece y deja en claro que no hay nada “natural” en ninguna puesta en
imagen, aun sin apartarse del realismo en cuanto al código visual propiamente dicho. Toda imagen
es “construida” y, por eso, vemos lo que el artista “nos hace ver”, como dijo Paul Klee [3]. Vemos lo
que Velázquez quiere que veamos, y no vemos lo que no quiere, que está igual de claro. Nos
muestra y al mostrarnos nos informa acerca de lo que no nos muestra. Nos priva de lo fundamental,
del retrato familiar propiamente dicho, que suponemos en proceso en la tela que observamos desde
atrás. Esto es lo que dará lugar a las interpretaciones tanto de Foucault como de Lacan. Lo sustraido
a la mirada, lo ocluido, entre lo cual está, nada más ni nada menos, que la figura del Rey.
[2] Original en francés, traducción propia.
[3] “El arte no reproduce lo visible; hace visible” (Klee, 1976: 55)
La interpretación de Foucault
El elemento clave de su lectura es el espejo del fondo, único rastro de lo que está frente a los
personajes más visibles del cuadro. Es este elemento, para Foucault, el que “hiere a la vez el espacio
representado… y a su naturaleza de representación” (1968: 18), elemento que trastoca las nociones
de “revés” y “derecho”, que las pone en conflicto. Foucault entiende que “los soberanos”, a quienes
vemos mínimamente y mal en ese pequeño espacio de un cuadro que tiene una superficie de casi
nueve metros cuadrados, “son los más descuidados”, han sido “retirados en una invisibilidad
esencial” (1968: 23). Ese reflejo, el del espejo, restituye en su mínima expresión aquello que se
supone es el centro de las miradas de todos, dentro y fuera del cuadro. Se trata, de alguna manera,
del retrato de un rey que no domina, por lo menos no en este caso. Con relación a esto, hay un
aspecto bien concreto que debe ser considerado con respecto a la figura histórica de Felipe IV: fue
un rey que, por lo menos al momento en el que Velázquez lleva a cabo su obra, no tenía una
sucesión asegurada. Su primer heredero legítimo, Baltasar Carlos de Austria, había muerto en 1646
a los 16 años. El primer varón del segundo matrimonio, Felipe Próspero de Austria, nacería al año
siguiente, en 1657, y moriría en 1661 a los 3 años. Sólo Carlos, el segundo varón de ese segundo
matrimonio, que nacería en 1661, iba a asumir como Carlos II en 1665, a su muerte, falleciendo a
los 38 años sin sucesión. Margarita, la princesa que junto con sus damas de compañía domina el
centro de la composición era, de alguna manera, al momento de realización de la obra, la carta más
poderosa que esa dinastía tenía para asegurar, mediante el matrimonio adecuado, la continuidad del
poder que estaba en riesgo [4].
La hipótesis fuerte de Foucaut es que la obra, si algo representa, es el “vacío esencial” de la
representación clásica, de la desaparición de su fundamento –la relación de semejanza- y, sobre
todo, de su sujeto. Tal vaciamiento es lo que, precisamente, permite que la representación se libere,
que “la representación [pueda] darse como pura representación” (1968: 25). Y es lo que habilita,
entre otras cosas, que, como señala García Valdez, se conjuguen “espacialidades que son
normalmente disyuntivas: el espacio del modelo excluido de facto de la composición; el espacio del
espectador excluido de jure; el espacio representado, y, finalmente, el espacio invisible de la
representación, la superficie del lienzo que ha sido pintada” (2001: 171).
Con respecto a esto, hay que considerar que la imagen barroca consiste, en lo fundamental, en una
complejización de la representación renacentista, basada en la perspectiva central como
organización geométrico/matemática de un espacio restringido. Dicha complejización, debida a las
nociones de universo y de infinito incorporadas a partir de los avances en astronomía, que obligaron
a pensar la representación de un espacio ilimitado, produjo, como señala Hauser, a partir de
Wölfflin, el pasaje de una concepción artística más estricta a otra más libre (2006: 500). La
espacialidad, así, pasa a depender del punto de vista, sustituyendo lo absoluto por lo relativo. Esto
puede explicar, en parte, el efecto de complejidad, de multiplicidad, de desborde, que produce el
cuadro de Velázquez. Lo que Hauser recupera, concretamente, de Wölfflin, con relación a la
imagen barroca es que
“se tiende cabalmente a no permitir que el cuadro nos brinde un trozo del mundo con existencia propia, sino un espectáculo que pasa y en el que cabe al espectador la dicha de participar un instante… La busca del instante transitorio es también un factor de la forma abierta en la manera de enfocar el cuadro del siglo XVII” (Wölfflin, 1997: 256).
[4] El matrimonio de María Teresa de Austria, hija de su primer matrimonio, y Luis XIV, el rey de Francia, iba a concretarse recién en 1660.
Lo que se ve parece, además de efímero, no hecho para ser visto, se asume como espiado, y de ahí
su carácter de inabarcable, infinito y, en mayor o menor medida, incompresible (Hauser, 2006:
502).
Esa crisis del sistema referencial y de la subjetividad que Foucault advierte en la obra puede
ejemplificarse a través del conjunto de miradas que provienen del interior (la del pintor, la de la
Infanta, la de una de las meninas, la del Aposentador, la de uno de los enanos) y apuntan hacia
afuera, hacia ese punto en el que tienden a coincidir, aunque no con exactitud, tres líneas de
observación: la del pintor empírico, la del espectador y, sobre todo, la del monarca, esas “tres
funciones ‘de vista’” (Foucault, 1968: 23) que el artista concentra en tanto modelo, pintor y
espectador de su propia obra.
Figuras dentro de figuras, cuadros dentro de cuadros, espacios dentro de espacios, multiplicidades
que informan de lo que aparece como contenido y, al mismo tiempo, escapa de su continente, como
el espacio del taller en el que transcurre la escena. La fuente de luz que proviene de la ventana de la
derecha da cuenta de otro espacio, de un espacio más amplio, inabarcable, exterior, que al mismo
tiempo lo excede y lo contiene. Lo mismo puede decirse de la puerta del fondo, marcada por ese
personaje que “con un pie sobre el escalón y el cuerpo por completo de perfil, el visitante ambiguo
entra y sale a la vez, en un balanceo inmóvil” (Foucault, 1968: 20). Como señala Maqueda de La
Peña, la tela misma, como espacio de representación, se ve desbordada, en su lado izquierdo, por el
bastidor, y en el derecho por el cuerpo del enano Nicolás Pertusato (2022: 112).
Por último, otro detalle que “se escapa”, que referencia un “más allá” de otra índole: el perro, puro
“ser”, puro “estando ahí”, no racional, naturaleza “bruta” (aunque aparentemente civilizada)
incrustada en un complejo racional-matemático que pretende enunciar en múltiples niveles. El perro
dormita y se aburre a pesar de ser requerido o molestado por el pie del enano.
Foucault enuncia la conclusión y revela la intención de su análisis de “Las meninas” en el capítulo
noveno de Las palabras y las cosas, titulado “El hombre y sus dobles”. Allí, explicita que el fin del
orden del pensamiento clásico (racionalista, mecanicista, el orden al que pertenecen Galileo y
Descartes), significa, ante todo, la crisis de la representación de la realidad por el lenguaje. Y la
emancipación de los lenguajes, que pasan a designarse a sí mismos. Es por eso que entiende que en
el cuadro de Velázquez “la representación está representada en cada uno de sus momentos” (1968:
299), y que “aquello… que es representado está ausente” (Ibidem). El cuadro consiste, así, en
“objeto”, en “representación pura de esta carencia esencial” (Op. cit.: 300). La imagen ya no refleja
nada de lo real, lo que nombra refiere su propio representar, da cuenta de su propio poder y de su
inevitable opacidad, de ahí la duplicidad que encarna: la del “ser del hombre” y la del “ser del
lenguaje” (Op. cit.: 329), que obligan a poner en práctica analíticas diferentes.
La interpretación de Lacan
Lacan aborda Las meninas en la segunda mitad de su Seminario 13, “El objeto del psicoanálisis”,
dictado entre diciembre de 1965 y junio de 1966. En la clase n°17, del 11/5/1966, anuncia que el
tema que va a encarar es “la función del narcisismo o del estadio del espejo” para intentar dar
cuenta del “estatuto del sujeto” (1966: 110). Comienza su exposición describiendo la condición del
“sabio”, luego da entrada a la teoría de la perspectiva de Erwin Panofsky y, finalmente, alude al
trabajo de Foucault sobre la obra de Velázquez. De Foucault reconoce que su “tipo de búsqueda no
está ciertamente muy alejado de aquel cuya carga tomo aquí en nombre de la experiencia analítica,
aunque sin tener la misma base, ni la misma inspiración” (Op. cit.: 113) [5]. Al mismo tiempo, anuncia
que su foco de atención será el cuadro visto al revés, el bastidor, el cuadro que está en la tela, la
obra sobre la que el pintor, que también está en la tela, trabaja, un aspecto que, entiende, Foucault
“eludió”. Desde su punto de vista, ese es “el punto alrededor del cual importa hacer girar todo el
valor, toda la función de este cuadro” que, sostiene, “es, efectivamente, una especie de carta dada
vuelta” (Ibidem). Es esta cuestión la que le va a permitir “introducir el sesgo del deseo en el corazón
mismo de la función de saber”, que había planteado como el tópico de su mayor interés (Op. cit.:
111). La pregunta de si el sujeto sabe o no algo remite, por supuesto, a la duda cartesiana, aunque
Lacan va a trabajarla a partir de la relación visual del hombre con el mundo, a su “pulsión”
escópica”, en particular a partir de su relación con el arte y la pintura. Es por eso que considera
fundamental, de la teoría de la perspectiva, la noción de “proyección”. Es decir, no le interesa la
dimensión geométrico/estructural de la perspectiva sino lo que ocurre “desde el punto de vista de la
estructura del sujeto, en tanto que el sujeto es el sujeto de la mirada, que es el sujeto de un mundo
visto” (Op. cit.: 112). Es por eso que entiende que sólo el cuadro dado vuelta consiste en la
“representación” de algo real. Todo lo demás no es representación en ningún sentido, sino un
conjunto de personajes que “están en representación”, es decir, que “están ahí, efectivamente, en la
realidad, aunque muertos desde hace mucho tiempo” (Op. cit.: 114).
[5]Como sugiere Aaron Schuster, podría pensarse que Foucault y Lacan, en tanto representantes de la filosofía y elpsicoanálisis, actúan, frente a la obra de Velázquez, como “aliados en un proyecto conjunto para pensar un sujeto descentrado que ya no es dueño de su propia casa” (2015: 1) [traducción propia].
Lacan rechaza, una tras otra, las hipótesis más comunes acerca de qué es lo que Velázquez está
pintando en esa tela cuyo frente nos es negado. Y en ese proceso, en el que identifica el común
interés que con Foucault tienen por la relación “de las palabras y de las cosas” (Op. cit.: 121), va a
parar a la noción de “signo” que, sin embargo, utiliza para atacar la interpretación foucaultiana del
cuadro como “representación del mundo de las representaciones” (Ibidem), proponiendo en su lugar
la de “representante de la representación” (Op. cit.: 122) que implica, sobre todo, destacar “el valor
del significante” (Ibidem). Así, lo que está dado vuelta consiste en la “ilusión” de una
representación; consiste, concretamente, en una “pantalla” que “no es solamente lo que oculta lo
real… al mismo tiempo lo indica” (Ibidem), explicitándo de ese modo su dimensión semiótica. El
carácter sígnico de la tela dada vuelta da cuenta no de una presencia sino de una ausencia
fundamental, lo que la convierte en “la única representación que está en el cuadro”, representación
que “satura de alguna manera el cuadro en tanto que realidad” (Op. cit.: 124). Lo que representa, en
definitiva, para Lacan, esa imagen dada vuelta no es otra cosa que lo que Luis Buñuel denominará,
años más tarde, “ese obscuro objeto del deseo” [6]. En tal sentido, afirma, “el cuadro es una trampa de
mirada, que trata de atrapar al que está ahí delante” para hacerlo “entrar en el cuadro” (Op. cit.:
125). Lo que atrae al observador, en definitiva, no es lo que está sino lo que no está en la imagen o,
mejor dicho, lo que dispara el deseo de mirar es el intervalo entre ambos planos.
La hipótesis lacaniana, formulada en lo que él mismo denomina “lenguaje lacaniano” es: “tú no ves
donde yo te miro” (Ibidem), e intenta explicitar un cruce, un encuentro de miradas que no se
produce.
[6] Cet obscur objet du désir [Ese obscuro objeto del deseo] (1977), última película de Luis Buñuel (1900-1983), protagonizada por Fernando Rey y dos actrices, Ángela Molina y Carole Bouquet, que encarnan un mismo papel, el de esa mujer deseada que todo el tiempo es y deja de ser lo que parece.
lectura de Foucault: el espejo, “este espejo que está en el fondo y donde se ha querido ver, de
alguna manera y como ligeramente de paso, la astucia que consistiría en representar ahí aquellos
que estarían ahí delante como modelo, a saber, la pareja real” (Op. cit.: 126). Lo que intenta, en
concreto, es diferenciar las relaciones que el espejo dentro del cuadro, y el cuadro mismo, cada uno
con su propio marco, establecen con el sujeto. Lo que pone en relación diferencial son las dos
perspectivas puestas en juego: la del mundo del sujeto observador y la del mundo interno de la obra.
Un marco dentro de otro marco, “el cuadro no es sino el representante de la representación. Es el
representante de lo que es la representación en el espejo”, afirma (Op. cit.: 127). Por lo tanto, insiste
en lo ya dicho: “el cuadro… no es representación” en tanto representación de un mundo para ese
“sujeto transparente a sí mismo de la concepción clásica” (Ibidem). Para ejemplificar nuevamente el
concepto de “representante de la representación”, para insistir con que “los personajes que están ahí
no se representan nada”, pone, esta vez, como máximo exponente de esto, al perro:
No más que él ninguna de las otras figuras hace otra cosa que estar en representación,
figuras de corte que miman una escena ideal donde cada uno está en su función de estar en
representación sabiéndolo apenas, aunque ahí resida la ambigüedad que nos permite
observar que, como se ve sobre la escena cuando se entrena un animal, el perro también es
siempre, también, muy buen comediante (Ibidem).
El concepto de “representante de la representación” intenta establecer, también, que Velázquez
ficcionaliza su accionar, es decir, lo falsea al presentarlo como supuestamente verdadero. Como
afirma Lutereau, “la pintura no es representación. En todo caso, el cuadro es la parodia de la
representación” (2012: 448). Lacan, incluso, niega a la imagen del pintor dentro del cuadro el
carácter de “autorretrato” y la identifica con el concepto de “trampa de miradas” ya explicado
(Lacan, Op. cit.: 128).
Vuelve, entonces, sobre la importancia del espejo y lo que se ve en su superficie, para afirmar que
“[es] este Otro completamente del pienso cartesiano… del Otro en tanto que es necesario que este
ahí, para soportar lo que no tiene necesidad de él para ser soportado, a saber, la verdad que está ahí,
en el cuadro” (Op.cit.: 130). Esa mirada que sostiene, afirma, a pesar de la muerte de Dios
anunciada por Nietzsche, es una mirada divina, y entonces resuena lo que había afirmado antes, que
la “presencia de la pareja real [juega] exactamente el mismo papel de Dios de Descartes, a saber,
que en todo lo que vemos nada engaña” (Op. cit.: 116). Esta interpretación hablaría de una obra
que, al contrario de lo que se desprendía del análisis de Foucault, empodera la figura del monarca a
niveles insospechados, aunque no en su particularidad, dado que trataría de “la función del Rey…
no del Rey mismo”, que hace de él ese “objeto central” (Op. cit.: 130). En este sentido, las
relaciones semánticas que pueden establecerse entre “real” y “realeza” son complejas, como señala,
por ejemplo, Van Loon [7].
[7] “Todo muy ‘real’, como convenía a un hombre que recibía casi a diario una visita de su ‘real’ señor en su estudio del palacio ‘real’ y que (según la tradición) había enseñado a su regio amo bastante pintura para que la ‘real’ mano emborronase la cruz de la Orden de Santiago en el ‘real’ autorretrato que Velázquez había incluído en su cuadro de la joven hija de Felipe, la infanta Margarita” (Van Loon, 1950: 405)
que el propio Michel Foucault está presente. En ella, luego de celebrar su presencia, y de aludir a su
interpretación a lo largo de toda la exposición, afirma que “donde usted mantiene la distinción del
cogito y de lo impensado, para nosotros no hay impensado. La novedad para el psicoanálisis es que
ahí donde usted designa… lo impensado en su relación al cogito, ahí donde hay este impensado, eso
piensa… es en esto que el psicoanálisis resulta poner en cuestión radicalmente todo lo que es
ciencias humanas” (123). Esto, según Schuster, consiste en el cuestionamiento, por parte de Lacan,
del historicismo de base del método arqueológico propuesto por Foucault, que “constituiría en sí
mismo una estructura invariante, de modo que uno tendría que postular un a priori “a-histórico” o
“transhistórico” del a priori histórico, o la condición trascendental de la variabilidad histórica de lo
trascendental” (2015: 15).
En el mismo sentido, para Lacan, el cuadro de Velázquez pone en evidencia el dispositivo pictórico,
otro rasgo de avanzada, propio del Modernismo de fines del siglo XIX y de las Vanguardias de
comienzos del siglo XX: el engaño, la apariencia, son presentados crudamente, por eso la intención
de mostrar la “trastienda”. Lo más importante es que eso que es aparentemente evidente, es
evidentemente aparente. Lo que se supone que el cuadro nos muestra, la “verdad” detrás de la
apariencia, es una “apariencia verdadera”, de ahí la asociación que Lacan establece con el
mecanismo de la fantasía.
“Las meninas” como herramienta para una “ontología del presente”
Foucault propone, en “¿Qué es la Ilustración?”, asumir una “ontología histórico/crítica de nosotros
mismos” como actitud, como ethos orientado a obtener una experiencia teórica y práctica de
nuestros límites y de su posible transgresión. Se trata, en concreto, de poner en práctica una crítica
“genealógica en su finalidad y arqueológica en su método” (2006: 91). A partir de ese desafío, se
intentará, en lo que sigue, recuperar los análisis de “Las meninas” de Velázquez considerados
conjugándolos con la actualización de sus posibles sentidos en el presente, en la coyuntura política
práctica del aquí y ahora.
Nora Merlin, psicoanalista, cientista política y periodista de Página 12, publicó en ese medio, en
noviembre del año pasado, una nota titulada “Liderazgo y conducción”, cuya volanta rezaba
“Cristina Kirchner, de ‘líder natural’ a la conducción institucionalizada”. Lo notable era que un
tercio de la página en la que se desplegaba la nota lo ocupaba una reproducción a color de “Las
meninas”.
Merlin plantea, al inicio de su nota, la necesidad de una salida colectiva y política, por lo tanto
organizada, de la situación de violencia y sufrimiento establecida por el gobierno de Milei,
poniendo como ejemplo de dicha acción la iniciativa del Partido Justicialista de ofrecer a Cristina
Kirchner la posibilidad de pasar “de ‘líder natural’ del movimiento… al ejercicio de una conducción
institucionalizada” (Merlin, 2024:37). Esto le permite abordar la distinción, en términos de
oposición, entre “liderazgo” y “conducción”, que desarrolla a partir de otras dos notas del también
psicoanalista y periodista Jorge Alemán aparecidas en la publicación digital La tecl@ eñe. Alemán
define al líder como aquel “que garantiza de un modo siempre inestable la cohesión de la
estructura” y lo caracteriza como “carismático, brillante en sus intervenciones y determinante en su
presencia mediática” (Alemán, 2019). La conducción, en cambio, “es una acción simbólica que…
debe ser construida políticamente… componerse con la articulación de los distintos actores en
juego… [articular] sensibilidades políticas heterogéneas entre sí… conjugar lo múltiple con lo uno
y viceversa” (Alemán, 2024). Merlin agrega a las definiciones de Alemán que el líder “ocupa el
lugar del Ideal” lo cual “facilita identificaciones” y que la conducción “es una función encarnada en
una persona… que hace semblante de causa de la construcción política, que es una posición
contraria a la de ‘ser’ la causa de la construcción” (Merlin, Ibidem). Y es con relación a esto último
que retoma el análisis que Lacan efectúa de “Las meninas”, sobre todo a partir de la importancia
que otorga a ese “objeto irrepresentable e invisible, pero que sin embargo causa la escena”. Alude
aquí a la importancia atribuida por Lacan a la mirada deseante de su objeto.
Merlin homologa, en su análisis, la posición del pintor a la de la conducción, basándose en su
ser/estar dividido entre el adentro –en el que tiene el poder de ser él solo quien sabe lo que está
pintando- y el afuera de la composición –esa mirada que “sostiene y causa el cuadro” (Ibidem)-. Ese
conductor dividido, además, “se ofrece a la representación” para, aun no siendo su causa, afirma,
ser objeto de identificaciones. Esta cualidad, sin embargo, Alemán la atribuía al líder, no al
conductor. Y he aquí el problema de la homologación que Merlin establece. Lo que hace, quizás
cayendo sin querer en la “trampa de miradas” que la figura de Cristina Kirchner como cuadro
complejo signfica para ella, es no sólo no poder distinguir sino no advertir del peligro de la
unificación de semejantes roles. Como afirma el mismo Alemán en párrafos que Merlin no cita,
“líder y conductor son figuras siempre a distinguir… el líder puede quedar capturado en su espejo”,
la conducción “no debe superponerse con el liderazgo”, y “aunque líder y conductor coincidan en el
mismo sujeto, el conductor mantiene una relación de exterioridad con el liderazgo” (Alemán, 2019).
Esto significa, volviendo al cuadro de Velázquez, que el pintor dentro del cuadro –en tanto líderpuede
reservarse el derecho a no dar una respuesta a la pregunta acerca de lo que está pintando o
puede ser ambiguo, porque su función es sostener un interés, una ilusión, en definitiva un deseo. El
conductor, en cambio, tiene que dar respuestas y operar siempre en la coyuntura, en el aquí y ahora.
Ese sería el rol de Velázquez en tanto autor empírico de su propia obra, el que, en definitiva,
distribuye los elementos en esa escena concreta. Lo que evidencia desde este punto de vista la obra
de Velázquez es, justamente, el poder que el pintor ostentaba al final de su carrera. No cualquiera
pudo haber hecho lo que él hizo, y esto mucho más allá de lo que hace al dominio técnico. Se trata,
literalmente, de “poder”, de estar “habilitado para”, de ocupar el lugar de quien “puede”. Esto habla
de un Velázquez maduro mucho más cercano al noble en el que estaba a punto de convertirse que al
pintor de corte que había sido durante la mayor parte de su vida, y pone en valor, más allá de las
complejidades de las lecturas filosófica y psicoanalítica consideradas, las posibles lecturas políticas
del cuadro.
Conclusiones
En primer lugar, con relación a la obra, es claro que se trata de una composición de avanzada, de
“vanguardia” en el sentido literal del término. Recordemos que Velázquez produce en un contexto
pre-moderno, pre-burgués, pre-capitalista, atado a la lógica del mecenazgo y del servilismo de corte
feudal propia de una época ya casi superada, en un contexto, además, ultraconservador, en el
bastión de la cristiandad amenazada no sólo por las corrientes reformistas sino por el pensamiento
secular que se viene gestando desde la propia Edad Media. Velázquez pinta “Las meninas” en 1656,
con lo que significa -a partir de lo afirmado tanto por Foucault como por Lacan-, en cuanto a puesta
en crisis del sujeto cartesiano, a menos de veinte años de la publicación del Discurso del Método
(1637) y a quince de las Meditaciones Metafísicas (1641). Es decir viene, con esta obra, a clausurar
o, por lo menos, a poner en crisis, lo que prácticamente acababa de ser sancionado, anticipando en
más de un siglo la episteme moderna que será establecida por Kant en su Crítica de la Razón Pura
(1781).
Con relación a la relevancia que la reinterpretación del cuadro adquiere en la coyuntura política del
presente, es posible advertir aspectos materiales bien concretos que hablan de lo positivo y de lo
negativo que puede resultar que Cristina Kirchner aúne los roles de líder y conductora del, si se
quiere, principal movimiento de oposición al gobierno en ejercicio.
Asumiendo desde Foucault que si hay algo que caractariza la episteme moderna, en tanto orden y
clasificación de lo visible y lo decible, es la distancia entre las palabras y las cosas (entre los objetos
a representar y sus representaciones), cuya relación ha dejado de ser evidente, toda representación
necesita construir y poner en evidencia el código que regula la relación entre ambos términos. Todo
lenguaje pasa a ser, así, lenguaje cifrado, y toda lectura, decodificación. El conductor, entonces,
siguiendo la distinción que efectúa Alemán, tiene la potestad y el deber de definir las
correspondencias, las referencialidades, los significados asociados a cada materialidad. Uno de los
tópicos del debate actual en torno al rol de Cristina Kirchner pasa por su relación con otro
posicionamiento, el de quien quizás sea el dirigente más apto para, eventualmente, sucederla: el
gobernador Axel Kicillof. Concretamente, aunque en el plano de la metáfora, con Máximo Kirchner
como mediador interesado, la discusión se ha planteado en torno a si seguir cantando “una que
sepamos todos” o “componer una nueva canción” [8]. Desde el punto de vista foucaltiano, todas las
canciones son nuevas todo el tiempo porque, justamente, la lucha es por los significantes, por lo que
se les hace decir a las palabras en cada situación particular, lo cual conlleva un acto de apropiación,
de toma de posesión. El conductor es, entonces, quien debe llevar a cabo dicha tarea en función de
los consensos y las oposiciones coyunturales que intente establecer.
Desde el punto de vista lacaniano, por su parte, lo importante es la generación de deseo, lo que
implica que la relación se establece en otro plano, en el cual quedan relativizadas aún más las
palabras mismas, pudiendo incluso no estar o estar parcialmente vedadas u ocluidas, como en el
cuadro de Velázquez. Lo que el líder debe llevar a cabo, volviendo a la distinción de Alemán, es un
trabajo de índole ideal, fantástico, hasta metafísico. Su relación con el lector/observador (con el
militante o el posible votante, en el caso que se analiza) se juega en un plano que no obliga a
“ensuciarse las manos”. Y en esto radica el problema y la imposibilidad, quizás, que Alemán
advierte en el pretender unificar ambas figuras en una misma persona. Un rol, el del conductor, que
es pragmático, político en el sentido más llano, atentaría contra el otro, el del líder, que debe
generar adhesiones sin reparos, vinculadas con la representación de un ideal o la vehiculización de
una operación de sublimación en torno a una fantasía.
[8] Kicillof planteó dicha dicotomía al hablar en un acto de apoyo a la candidatura presidencial de Sergio Massa enseptiembre de 2023.
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