Pierre Bourdieu o la desacralización del arte (2003)
Fabián Beltramino
[Acerca de la publicación de Pierre Bourdieu: Creencia artística y bienes simbólicos. Elementos para una sociología de la cultura, Córdoba / Buenos Aires: Aurelia Rivera, 2003 (traducción y prólogo de Alicia Gutiérrez]
Los escritos de Pierre Bourdieu con relación al arte apuntan, más que a dilucidar una problemática interna y específica, a combatir una idea, una modalidad de representación de lo artístico fuertemente cristalizada, su “representación carismática”, aquella a través de la cual se asocia la producción de bienes culturales o simbólicos a las ideas de don, de genio, de actividad creadora como producto de un acto de inspiración suprarracional o divina, todo lo cual deriva en la fetichización del arte a partir de la creencia en su dimensión trascendental.
En sintonía con su propia teoría de los campos relativamente autónomos de actividad y del habitus como mecanismo de internalización de determinaciones objetivas –a su vez determinante de futuras determinaciones a partir de una práctica concreta–, es claro que Bourdieu antepone a cualquier consideración inmanente o formalista la “dimensión institucional” de los fenómenos que aborda como objeto de análisis. De lo cual se deriva una atención dirigida menos hacia los productos que hacia las condiciones y los condicionamientos que regulan tanto su producción como su consumo, es decir, hacia las reglas del juego y las creencias vigentes en el campo del arte en un determinado momento histórico, responsables tanto de la definición taxativa de lo que es arte y lo que no lo es, como de la determinación de quiénes merecen o no ser reconocidos como artistas.
La creencia imprescindible para que el campo artístico pueda existir como tal, para que el juego pueda ser jugado aparece, a la vez que como producto del juego mismo, como su condición de posibilidad, y es, en todos los casos, el producto de una actividad colectiva que llevan a cabo todos los interesados en su existencia. En el caso del arte, la creencia fundamental que Bourdieu señala apunta al “valor del producto”, es decir, se trata de la que permite investir a cualquier objeto de cualidades estéticas, mecanismo que las primeras vanguardias del siglo veinte, sobre todo los ready-made de Marcel Duchamp, desnudaron con total crueldad. En un segundo momento, la creencia en el valor del producto se desplaza hacia la creencia en las cualidades proféticas, demiúrgicas, casi mágicas del autor / productor, a través de la cual se intenta ocultar cualquier evidencia de un trabajo material explicable en términos de determinaciones socioculturales, competencias específicas, trayectorias y lugares autorizados para ejercer una determinada función “creadora” específica.
Es decir que detrás de las luchas por los lugares de consagración de tal o cual obra, artista, conjunto de obras, estilo o escuela en particular, lo que no se ve, por definición y como regla de oro que asegura la pervivencia del campo artístico en tanto tal, es la creencia en el valor de algo llamado obra de arte como producto de la actividad desinteresada y genial de alguien denominado y reverenciado como artista.
Así, el arte aparece a la vez como objeto y como producto de un acto de fe, de creencia, y se emparienta con la religión en cuanto a la importancia otorgada al establecimiento de una clara frontera entre los territorios de lo sagrado y de lo profano, de lo ortodoxo y de lo heterodoxo, de lo consagrado y de lo herético. En este punto, la influencia de los estudios de la religión de Weber sobre los trabajos de Bourdieu es más que obvia.
El campo artístico es para Bourdieu un “microcosmos social” relativamente autónomo respecto de los demás universos, sobre todo del económico, respecto del cual aparece como lo absolutamente otro, como el reino del desinterés y del respeto de los valores más sublimes, aquellos tan despreciados y bastardeados por la lógica económica. El gran esfuerzo de Bourdieu –fuente de gran parte de las antipatías que su trabajo ha provocado y aún provoca– pasa, precisamente, por demostrar que el funcionamiento básico de todos los campos es homogéneo, que existe una lógica de base, una lógica basada en la disputa de lugares de privilegio, de poder, de dominación, que es común a todos los campos, que subyace –incluso o sobre todo– al campo cultural o artístico, al que por ello prefiere denominar “mercado de bienes simbólicos”, cuya función principal no es otra que legitimar diferencias sociales a través de diferencias culturales que se realizan en el acceso tanto a la producción como al consumo de los bienes en él circulantes.
Si bien, como señala Néstor García Canclini (1), la permanente relación que Bourdieu establece entre el campo artístico y el campo del poder impide ver “la problemática intrínseca de las diversas prácticas”, o, como en igual sentido señala Beatriz Sarlo (2), su enfoque impide ver qué pasa con “las resistencias propiamente estéticas”, con la “densidad semántica y formal del arte”, con la “objetividad de los valores estéticos”, la elección de Bourdieu es clara en cuanto a privilegiar y anteponer lo relacional a lo intrínseco, la compleja red de determinaciones dialécticas en la que se conjuga la producción y la recepción de una obra a sus valores absolutos.
Contra cualquier platonismo que apunte a sostener la existencia de una esencia eterna de lo bello, contra –también– cualquier kantismo que proponga la creencia en la existencia de una facultad universal de juzgar estéticamente, es decir, contra cualquier trascendentalismo o universalismo, Bourdieu propone la mediación permanente de lo social, en las estructuras externas en las que cada campo de actividad se organiza y en la internalización de dichas estructuras a partir de los habitus individuales, estructuras a la vez objetivas e históricas, esto es, dinámicas y cambiantes, que determinan tanto los gustos como las concepciones y valoraciones de lo artístico a través del tiempo.
Su crítica hacia las que denomina estéticas “puras” es explícita y apunta, sobre todo, a su falta de consideración de las condiciones sociales e históricas que hacen posible tanto la producción como la recepción de esos objetos denominados obras de arte. Bourdieu ataca, fundamentalmente, las concepciones naturalistas y universalistas de gusto, afirmando –en oposición–, la índole histórica de tal noción, al mismo tiempo que su capacidad operativa y funcional para establecer diferencias, distinciones culturales y, por ende, sociales, disfrazadas del más puro y absoluto desinterés. Adscribe así la noción de gusto a la de competencia, a la capacidad para llevar a cabo reconocimientos y establecer diferencias entre productos, lo que desnuda, al mismo tiempo, que su punto de vista es eminentemente comunicacional. Gustar y consumir arte implica, para Bourdieu, siempre y en todos los casos alguna clase de desciframiento, la aprehensión de algún contenido o sentido vehiculizado por las obras, en función de lo cual el desarrollo de las capacidades perceptivas y apreciativas resulta determinante para abrir o restringir la pertenencia al universo de referencia. La obra de arte es, así entendida, legible y, por lo tanto, sólo realmente accesible para quienes cuentan con el dominio del código.
Entre las numerosas críticas que la teoría de Bourdieu ha recibido en los últimos años, merece mencionarse la de Scott Lash (3), quien se basa en la supuesta disolución de las fronteras entre los campos en el contexto de las clases medias postindustrializadas. Ese “nuevo conjunto de actores sociales”, junto con un proceso de progresiva “estetización” de todos los campos estaría llevando, según Lash, al “colapso parcial de algunos campos en otros” o a la ampliación del “campo restringido de la producción cultural”, caracterizado por la heterodoxia y las producciones artísticas de vanguardia al público masivo, afirmaciones todas que merecerían ser contrastadas con estudios empíricos sobre diferentes manifestaciones artísticas, ya que no es imaginable que pueda darse el mismo fenómeno con relación a las artes plásticas o al cine que, por ejemplo, con respecto a la música de vanguardia.
Lo que es dable pensar, sobre todo con relación a sociedades latinoamericanas es, más que la disolución de las fronteras entre los campos, la cuestión de la existencia real y efectiva de un dominio de lo cultural o artístico relativamente autónomo respecto del campo económico, a la manera del que Bourdieu identifica en las sociedades europeas. En este sentido, es Néstor García Canclini (4) quien encara, en el ámbito local, una de las críticas más serias a la teoría bourdieana a partir de un conocimiento profundo de la historia y la dinámica cultural latinoamericana. Su hipótesis básica ubica en una relación conflictiva los procesos de modernización económico-política y el modernismo cultural en la región, lo que le permite explicar, al mismo tiempo, el origen y el fracaso de los proyectos vanguardistas de la década del ’60, la instancia histórica más cercana a la constitución de una autonomía real del campo. Su teoría se basa en la hipótesis del “desencuentro” entre la estética modernista, con su tendencia renovadora y experimental de la producción simbólica, y la dinámica socioeconómica modernizadora, manejada por las elites locales, básicamente conservadoras y reaccionarias respecto de cualquier posible cambio o modificación de la estructura de relación entre clases.
García Canclini ve lo estético bajo la dominación de lo extraestético no tanto a causa de una supuesta disolución de su autonomía, como plantea Lash, sino porque “no hay un mercado con suficiente desarrollo como para que exista un campo cultural autónomo” (5). La notable excepción la constituyen, en su óptica, los años ’60, dominados por el surgimiento de numerosos proyectos experimentales de perfil vanguardista posibilitados por el “acuerdo entre el proyecto cultural y el económico político de la dirigencia del momento” (6). En el mismo sentido, y con relación al caso argentino, Andrea Giunta (7) señala que el proyecto de la vanguardia artística de los años sesenta debe entenderse en el marco del “intenso proceso de modernización cultural” que caracterizó el “momento desarrollista” inmediatamente posterior al peronismo “oscurantista”. Así, mediante un programa de “patronazgo cultural” se habría llevado a cabo, desde fines de los ’50, un proyecto que colmó al mismo tiempo las necesidades ideológicas de la burguesía modernizadora y las necesidades de sustento material del arte moderno, cuya concreción emblemática es, sin duda, el Instituto Torcuato Di Tella, institución a través de la cual el problema de la autonomía y sus particularidades locales se evidencia con claridad, dado que demuestra el rol que las fundaciones e instituciones culturales habrían representado, esto es, a un mismo tiempo las condiciones de posibilidad más favorables y la imposibilidad absoluta de autonomía del campo, a partir del desplazamiento de la lógica de funcionamiento desde lo artístico hacia lo espectacular, hacia objetivos indisimulablemente mercantiles.
Esto permite retomar la crítica de Lash en un sentido crítico, retornado para ello a Bourdieu, donde el acceso cada vez más masivo del público a las manifestaciones más radicales del arte vuelve a instalar el problema que se plantea entre acceso material, adquisición, fruición, consumo y apropiación simbólica en sentido profundo, es decir, respecto del acceso a los significados vehiculizados por el arte. En tal sentido, la pregunta de Bourdieu acerca de los mecanismos de distinción y discriminación social que operan a través de la distinción y la discriminación cultural mantiene su vigencia, sobre todo en la medida en que se acepte el hecho de que, y esto dicho en sus propios términos, “la distribución desigual del capital cultural (en el cual el capital artístico es una especie particular) [...] hace que todos los agentes sociales no estén igualmente inclinados y aptos para producir y para consumir obras de arte” (8).
1. García Canclini, N.: “La sociología de la cultura de Pierre Bourdieu” en Pierre Bourdieu: Sociología y Cultura, México: Grijalbo, 1990, p.20
2. Sarlo, B.: Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina, Buenos Aires: Ariel, 1994, p.156
3. Lash, S.: Sociología del posmodernismo, Buenos Aires: Amorrortu, 1997, pp. 309-310
4. García Canclini, N.: Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, nueva edición, Buenos Aires: Paidós, 2001, p. 52
5. Ib. p.87
6. Ib. p.100
7. Giunta, A.: Vanguardia, internacionalismo y política. Arte argentino en los años sesenta, Buenos Aires: Paidós, 2001, pp. 37-39
8. Bourdieu, P.: Op. cit., p.31
Los escritos de Pierre Bourdieu con relación al arte apuntan, más que a dilucidar una problemática interna y específica, a combatir una idea, una modalidad de representación de lo artístico fuertemente cristalizada, su “representación carismática”, aquella a través de la cual se asocia la producción de bienes culturales o simbólicos a las ideas de don, de genio, de actividad creadora como producto de un acto de inspiración suprarracional o divina, todo lo cual deriva en la fetichización del arte a partir de la creencia en su dimensión trascendental.
En sintonía con su propia teoría de los campos relativamente autónomos de actividad y del habitus como mecanismo de internalización de determinaciones objetivas –a su vez determinante de futuras determinaciones a partir de una práctica concreta–, es claro que Bourdieu antepone a cualquier consideración inmanente o formalista la “dimensión institucional” de los fenómenos que aborda como objeto de análisis. De lo cual se deriva una atención dirigida menos hacia los productos que hacia las condiciones y los condicionamientos que regulan tanto su producción como su consumo, es decir, hacia las reglas del juego y las creencias vigentes en el campo del arte en un determinado momento histórico, responsables tanto de la definición taxativa de lo que es arte y lo que no lo es, como de la determinación de quiénes merecen o no ser reconocidos como artistas.
La creencia imprescindible para que el campo artístico pueda existir como tal, para que el juego pueda ser jugado aparece, a la vez que como producto del juego mismo, como su condición de posibilidad, y es, en todos los casos, el producto de una actividad colectiva que llevan a cabo todos los interesados en su existencia. En el caso del arte, la creencia fundamental que Bourdieu señala apunta al “valor del producto”, es decir, se trata de la que permite investir a cualquier objeto de cualidades estéticas, mecanismo que las primeras vanguardias del siglo veinte, sobre todo los ready-made de Marcel Duchamp, desnudaron con total crueldad. En un segundo momento, la creencia en el valor del producto se desplaza hacia la creencia en las cualidades proféticas, demiúrgicas, casi mágicas del autor / productor, a través de la cual se intenta ocultar cualquier evidencia de un trabajo material explicable en términos de determinaciones socioculturales, competencias específicas, trayectorias y lugares autorizados para ejercer una determinada función “creadora” específica.
Es decir que detrás de las luchas por los lugares de consagración de tal o cual obra, artista, conjunto de obras, estilo o escuela en particular, lo que no se ve, por definición y como regla de oro que asegura la pervivencia del campo artístico en tanto tal, es la creencia en el valor de algo llamado obra de arte como producto de la actividad desinteresada y genial de alguien denominado y reverenciado como artista.
Así, el arte aparece a la vez como objeto y como producto de un acto de fe, de creencia, y se emparienta con la religión en cuanto a la importancia otorgada al establecimiento de una clara frontera entre los territorios de lo sagrado y de lo profano, de lo ortodoxo y de lo heterodoxo, de lo consagrado y de lo herético. En este punto, la influencia de los estudios de la religión de Weber sobre los trabajos de Bourdieu es más que obvia.
El campo artístico es para Bourdieu un “microcosmos social” relativamente autónomo respecto de los demás universos, sobre todo del económico, respecto del cual aparece como lo absolutamente otro, como el reino del desinterés y del respeto de los valores más sublimes, aquellos tan despreciados y bastardeados por la lógica económica. El gran esfuerzo de Bourdieu –fuente de gran parte de las antipatías que su trabajo ha provocado y aún provoca– pasa, precisamente, por demostrar que el funcionamiento básico de todos los campos es homogéneo, que existe una lógica de base, una lógica basada en la disputa de lugares de privilegio, de poder, de dominación, que es común a todos los campos, que subyace –incluso o sobre todo– al campo cultural o artístico, al que por ello prefiere denominar “mercado de bienes simbólicos”, cuya función principal no es otra que legitimar diferencias sociales a través de diferencias culturales que se realizan en el acceso tanto a la producción como al consumo de los bienes en él circulantes.
Si bien, como señala Néstor García Canclini (1), la permanente relación que Bourdieu establece entre el campo artístico y el campo del poder impide ver “la problemática intrínseca de las diversas prácticas”, o, como en igual sentido señala Beatriz Sarlo (2), su enfoque impide ver qué pasa con “las resistencias propiamente estéticas”, con la “densidad semántica y formal del arte”, con la “objetividad de los valores estéticos”, la elección de Bourdieu es clara en cuanto a privilegiar y anteponer lo relacional a lo intrínseco, la compleja red de determinaciones dialécticas en la que se conjuga la producción y la recepción de una obra a sus valores absolutos.
Contra cualquier platonismo que apunte a sostener la existencia de una esencia eterna de lo bello, contra –también– cualquier kantismo que proponga la creencia en la existencia de una facultad universal de juzgar estéticamente, es decir, contra cualquier trascendentalismo o universalismo, Bourdieu propone la mediación permanente de lo social, en las estructuras externas en las que cada campo de actividad se organiza y en la internalización de dichas estructuras a partir de los habitus individuales, estructuras a la vez objetivas e históricas, esto es, dinámicas y cambiantes, que determinan tanto los gustos como las concepciones y valoraciones de lo artístico a través del tiempo.
Su crítica hacia las que denomina estéticas “puras” es explícita y apunta, sobre todo, a su falta de consideración de las condiciones sociales e históricas que hacen posible tanto la producción como la recepción de esos objetos denominados obras de arte. Bourdieu ataca, fundamentalmente, las concepciones naturalistas y universalistas de gusto, afirmando –en oposición–, la índole histórica de tal noción, al mismo tiempo que su capacidad operativa y funcional para establecer diferencias, distinciones culturales y, por ende, sociales, disfrazadas del más puro y absoluto desinterés. Adscribe así la noción de gusto a la de competencia, a la capacidad para llevar a cabo reconocimientos y establecer diferencias entre productos, lo que desnuda, al mismo tiempo, que su punto de vista es eminentemente comunicacional. Gustar y consumir arte implica, para Bourdieu, siempre y en todos los casos alguna clase de desciframiento, la aprehensión de algún contenido o sentido vehiculizado por las obras, en función de lo cual el desarrollo de las capacidades perceptivas y apreciativas resulta determinante para abrir o restringir la pertenencia al universo de referencia. La obra de arte es, así entendida, legible y, por lo tanto, sólo realmente accesible para quienes cuentan con el dominio del código.
Entre las numerosas críticas que la teoría de Bourdieu ha recibido en los últimos años, merece mencionarse la de Scott Lash (3), quien se basa en la supuesta disolución de las fronteras entre los campos en el contexto de las clases medias postindustrializadas. Ese “nuevo conjunto de actores sociales”, junto con un proceso de progresiva “estetización” de todos los campos estaría llevando, según Lash, al “colapso parcial de algunos campos en otros” o a la ampliación del “campo restringido de la producción cultural”, caracterizado por la heterodoxia y las producciones artísticas de vanguardia al público masivo, afirmaciones todas que merecerían ser contrastadas con estudios empíricos sobre diferentes manifestaciones artísticas, ya que no es imaginable que pueda darse el mismo fenómeno con relación a las artes plásticas o al cine que, por ejemplo, con respecto a la música de vanguardia.
Lo que es dable pensar, sobre todo con relación a sociedades latinoamericanas es, más que la disolución de las fronteras entre los campos, la cuestión de la existencia real y efectiva de un dominio de lo cultural o artístico relativamente autónomo respecto del campo económico, a la manera del que Bourdieu identifica en las sociedades europeas. En este sentido, es Néstor García Canclini (4) quien encara, en el ámbito local, una de las críticas más serias a la teoría bourdieana a partir de un conocimiento profundo de la historia y la dinámica cultural latinoamericana. Su hipótesis básica ubica en una relación conflictiva los procesos de modernización económico-política y el modernismo cultural en la región, lo que le permite explicar, al mismo tiempo, el origen y el fracaso de los proyectos vanguardistas de la década del ’60, la instancia histórica más cercana a la constitución de una autonomía real del campo. Su teoría se basa en la hipótesis del “desencuentro” entre la estética modernista, con su tendencia renovadora y experimental de la producción simbólica, y la dinámica socioeconómica modernizadora, manejada por las elites locales, básicamente conservadoras y reaccionarias respecto de cualquier posible cambio o modificación de la estructura de relación entre clases.
García Canclini ve lo estético bajo la dominación de lo extraestético no tanto a causa de una supuesta disolución de su autonomía, como plantea Lash, sino porque “no hay un mercado con suficiente desarrollo como para que exista un campo cultural autónomo” (5). La notable excepción la constituyen, en su óptica, los años ’60, dominados por el surgimiento de numerosos proyectos experimentales de perfil vanguardista posibilitados por el “acuerdo entre el proyecto cultural y el económico político de la dirigencia del momento” (6). En el mismo sentido, y con relación al caso argentino, Andrea Giunta (7) señala que el proyecto de la vanguardia artística de los años sesenta debe entenderse en el marco del “intenso proceso de modernización cultural” que caracterizó el “momento desarrollista” inmediatamente posterior al peronismo “oscurantista”. Así, mediante un programa de “patronazgo cultural” se habría llevado a cabo, desde fines de los ’50, un proyecto que colmó al mismo tiempo las necesidades ideológicas de la burguesía modernizadora y las necesidades de sustento material del arte moderno, cuya concreción emblemática es, sin duda, el Instituto Torcuato Di Tella, institución a través de la cual el problema de la autonomía y sus particularidades locales se evidencia con claridad, dado que demuestra el rol que las fundaciones e instituciones culturales habrían representado, esto es, a un mismo tiempo las condiciones de posibilidad más favorables y la imposibilidad absoluta de autonomía del campo, a partir del desplazamiento de la lógica de funcionamiento desde lo artístico hacia lo espectacular, hacia objetivos indisimulablemente mercantiles.
Esto permite retomar la crítica de Lash en un sentido crítico, retornado para ello a Bourdieu, donde el acceso cada vez más masivo del público a las manifestaciones más radicales del arte vuelve a instalar el problema que se plantea entre acceso material, adquisición, fruición, consumo y apropiación simbólica en sentido profundo, es decir, respecto del acceso a los significados vehiculizados por el arte. En tal sentido, la pregunta de Bourdieu acerca de los mecanismos de distinción y discriminación social que operan a través de la distinción y la discriminación cultural mantiene su vigencia, sobre todo en la medida en que se acepte el hecho de que, y esto dicho en sus propios términos, “la distribución desigual del capital cultural (en el cual el capital artístico es una especie particular) [...] hace que todos los agentes sociales no estén igualmente inclinados y aptos para producir y para consumir obras de arte” (8).
1. García Canclini, N.: “La sociología de la cultura de Pierre Bourdieu” en Pierre Bourdieu: Sociología y Cultura, México: Grijalbo, 1990, p.20
2. Sarlo, B.: Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina, Buenos Aires: Ariel, 1994, p.156
3. Lash, S.: Sociología del posmodernismo, Buenos Aires: Amorrortu, 1997, pp. 309-310
4. García Canclini, N.: Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, nueva edición, Buenos Aires: Paidós, 2001, p. 52
5. Ib. p.87
6. Ib. p.100
7. Giunta, A.: Vanguardia, internacionalismo y política. Arte argentino en los años sesenta, Buenos Aires: Paidós, 2001, pp. 37-39
8. Bourdieu, P.: Op. cit., p.31
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