lunes, 3 de noviembre de 2008

CULTURA Y SOCIEDAD

La cultura en la sociedad: ¿autónoma o instrumental? (2003)

Fabián Beltramino

[Ponencia presentada en el I CONGRESO INTERNACIONAL LA CULTURA DE LA CULTURA EN EL MERCOSUR, Secretaría de Cultura, Salta, Argentina, 6 al 10 de mayo de 2003; publicada en Actas del I Congreso Internacional “La cultura de la cultura en el Mercosur”, Sergio Mariano Bravo y Rosanna Caramella de Gamarra (coordinadores), Salta: Ministerio de Educación. Secretaría de Cultura. Consejo Federal de Inversiones, ISBN: 987-99601-6-5, V.I, pp.17-29]

Introducción

En este trabajo me propongo poner en relación tres interpretaciones referidas al lugar que la dimensión cultural / artística ocupa en el todo social.

A partir del abordaje del clásico planteo de Theodor Adorno y Max Horkheimer, en el que el análisis se centra en la descripción de la operatoria de una industria cultural dominante con vocación totalitaria, siguiendo con la teoría de los campos relativamente autónomos propuesta por Pierre Bourdieu, y terminando con la perspectiva a la vez más actual y más local, es decir, integradora de la problemática en cuestión a un contexto específicamente latinoamericano y contemporáneo, de Néstor García Canclini, intento delinear mínimamente las zonas de convergencia / divergencia entre los tres planteos.

En el caso de Adorno y Horkheimer, después de una breve contextualización e historización imprescindible de un texto de casi sesenta años, el foco de atención estará puesto en el modo en el que los autores caracterizan lo que entienden como una relación férrea entre cultura y manipulación social, con las consecuencias que ella implica tanto para el sistema de producción y circulación de bienes culturales como para la conciencia crítica y subjetiva de los receptores.

Con respecto a Bourdieu, el interés hacia su teoría de los campos tiene que ver con la recuperación y reafirmación que efectúa de la noción de autonomía que, si bien opuesta a aquella autonomía negativa, crítica y dialéctica cuya pérdida lamenta Adorno, mantiene para lo cultural / intelectual / artístico un ámbito de incumbencia y autoridad específica que impide el avasallamiento, por lo menos inmediato y absoluto, de la industria cultural.

El planteo de García Canclini, por último, si bien en gran medida heredero de Bourdieu, resulta de interés dado que se ocupa de relativizar la autonomía real que el campo cultural es capaz de detentar hoy en día, sobre todo en sociedades no primermundistas, a la luz de los procesos no sólo industrialistas sino también globalizadores de la producción simbólica. Para ejemplicar tal dinámica, el eje de su análisis pasa por la fallida relación que en Latinoamérica tuvo lugar entre modernización económico-política y modernidad estética, sobre todo en la segunda mitad del siglo veinte, momento de auge y decadencia de la mayoría de los proyectos vanguardistas en la región.

Adorno: la cultura al servicio de la dominación

Si de caracterizar la dinámica y la función de lo cultural / artístico desde el punto de vista adorniano se trata, es inevitable referirse al ya clásico trabajo en colaboración con Max Horkheimer (Adorno y Horkheimer, 1944).

Si bien se trata de un diagnóstico de la realidad cultural de su tiempo, en el que los autores enfatizan el avance de los procesos de uniformización y estandarización como consecuencia de ese complejo sistema organizado alrededor de la producción y el consumo de bienes culturales de llegada masiva (cine, radio, revistas, televisión, etc.) al que denominan “industria cultural”, es posible afirmar que muchos de los aspectos señalados poseen una vigencia suficiente como para sustentar interpretaciones de tipo “apocalíptico” acerca del papel del arte y lo cultural en nuestra sociedad. Lo cual no evita la necesidad de una mínima historización y contextualización del texto.

Como señala Eugene Lunn, Adorno y Horkeimer censuraban a la industria de la cultura por su ayuda a las direcciones totalitarias de la sociedad capitalista moderna (Lunn, 1982: 185). Su aprehensión hacia ella se fundaba, básicamente, en el hecho de que no advertían diferencias sustanciales en cuanto a su despliegue en un contexto liberal democrático (los Estados Unidos de América) respecto del que alcanzaba en el de los regímenes fascistas europeo-occidentales. Como el mismo Lunn señala, a sus ojos “la industria de la cultura norteamericana se asemejaba a la Volksgemeinschaft del fascismo alemán” (Ib.: 186), concebían las formas del conformismo impuesto en la sociedad norteamericana como más suaves, pero no menos eficaces que las de la Alemania nazi, veían ante sí desplegarse un capitalismo total (Ib.: 240-242). Se trataba, en síntesis, de la otra cara del proceso laboral mecanizado y racionalizado, con características verdaderamente represivas ocultas detrás de las fachadas democráticas del arte para todos (Ib.: 181).

Susan Buck-Morss también se encarga de señalar, en el mismo sentido, que para los autores la industria cultural era el paralelo estético del fascismo (Buck-Morss, 1978: 296-297), y agrega que podían incluirse en tal categoría, además de los ejemplos europeo-occidentales, las sociedades revolucionarias de la Rusia soviética y de la Europa oriental (Ib.: 11).

Desde una perspectiva comunicativa, autores más actuales como Diego Lizarazo Arias, coinciden en que para Adorno y Horkheimer la industria cultural representaba el fin mismo de la cultura (Lizarazo Arias, 1998: 26), entendida en el sentido iluminista ilustrado, un puro consumo cultural que efectuaba la subordinación del consumidor al producto (Ib.: 27).

La base del sistema era, para Adorno y Horkheimer, la relación circular que se establecía entre manipulación y necesidad. La estandarización se justificaba, así, por su capacidad para satisfacer las necesidades del consumo, las cuales se encargaba, al mismo tiempo, de generar. El público y sus deseos eran construidos por el sistema, que al mismo tiempo los utilizaba para justificarse. Es decir que detrás de la racionalidad técnica del sistema operaba una racionalidad de dominio. La razón última de todo el mecanismo era el poder económico, al servicio de cuyos intereses se desplegaba todo el poder de la técnica. Así, la funcionalidad económica de la técnica no hacía más que operar una igualación entre la “lógica de la obra” y la “lógica del sistema social”, orientando ambas hacia la obtención del máximo beneficio material.

Es el componente manipulador del sistema lo que lleva a los autores a radicalizar hasta su propia denominación, rechazando –como Lunn señala–, el término “cultura masiva” y aún más el de “cultura popular” en favor del de “industria de la cultura” o “industria cultural” con la intención de atacar el supuesto de la espontaneidad y la libre elección implícito en los primeros (Lunn, op.cit.: 245).

Para Adorno y Horkheimer, la principal operación que la industria cultural ejerce sobre el sujeto es su “pasivización”, el sometimiento de su conciencia individual y de su potencial activo, al convertirlo en mero espectador / oyente. La libertad del sujeto dentro del sistema pasa a ser la de elegir entre uno u otro bien cultural funcionalmente idénticos. La “diversificación de la oferta”, aparente “democratización cultural”, no es vista más que como una clasificación según categorías y niveles socioeconómicos, una organización y manipulación de los sujetos devenidos consumidores y considerados en su mera entidad estadística, cuantitativa. Con relación a esto último, la industria cultural es vista como estereotipadora al convertir al “hombre”, en tanto individuo y sujeto, en “ser genérico” o “ejemplar” de una determinada clase, sustituible por cualquier otro integrante de la misma.

Adorno y Horkheimer establecen una importante distinción entre “diversidad” y “diferenciación objetiva”, es decir, de significado, entre los productos que la industria ofrece, entre los cuales no advierten más que una “velada identidad” (Adorno y Horkheimer, Op.cit.: 168-169).

En síntesis, todo el trabajo puede ser leído como denuncia y voz de alarma frente a lo que advierten como tendencia social de la época, esto es, el sometimiento de la intención subjetiva a los intereses de los sectores económicamente poderosos, respecto de los cuales la industria cultural es subsidiaria.

El problema de la disolución de la subjetividad es, precisamente, la clave que permite desentrañar la concepción adorniana de la dinámica de funcionamiento del campo cultural / artístico.

Es claro que Adorno, frente al avance de la industria cultural e incluso frente a las propuestas más radicales de las primeras vanguardias del siglo veinte, defiende a ultranza un campo del arte autónomo y desinteresado, cuyas posibilidades de crítica dependen de su permanencia como dominio estético separado de lo social, como afirma Scott Lash (Lash, 1990: 202). Este mismo autor señala, con relación al choque entre su posición y la de las vanguardias que, para estas últimas, “la separación entre las instituciones del arte y la sociedad neutralizaba el impulso crítico del modernismo” (Ib.: 204), razón por la cual encaraban el ataque radical a la estética de la autonomía y el aura (Ib.: 205). Es por esto que Adorno y Horkheimer ven a la industria cultural encarnando e incluso realizando satisfactoriamente las aspiraciones de las vanguardias en contra de la autonomía del arte y sus instituciones.

Sin embargo, para Adorno autonomía del arte no significa simple autonomía, como la de cualquier otro campo social. A través de este concepto plantea la diferencia entre un carácter afirmativo, propio de un campo autónomo entendido como una pieza más en el engranaje de la maquinaria social, y otro negativo, radicalmente antitético respecto de la sociedad (Adorno, 1970: 16-18).

Precisamente por eso es que una de las consecuencias más graves de la disolución de la especificidad del arte autónomo que Adorno y Horkheimer señalan es el acercamiento entre diversión y arte, integrados en una totalidad caracterizada por la perpetua repetición de contenidos estereotipados representados, en el caso de la música, por la ópera y el jazz. La fuerza de la industria cultural surge de su unidad con la necesidad de diversión, determinada a su vez por los métodos de trabajo mecanizado. Trabajo y diversión aparecen como procesos encargados de extraer hasta agotar totalmente las capacidades / energías (laborales y perceptivas) del sujeto, garantizando con ello su no-desvío hacia actividades consideradas “peligrosas” por el sistema.

La diversión pura aparece como antítesis y realización extrema del arte “serio”, el cual exige esfuerzo y trabajo para su comprensión. La fusión entre cultura y entretenimiento produce, por un lado, una “depravación” de la cultura y, por otro, una “espiritualización forzada” de la diversión que termina por banalizar los “valores” más elevados al utilizarlos mentirosamente, es decir, industrialmente.

Esto abre la discusión sobre el problema del placer estético. Para Christoph Menke, “la crítica de Adorno contra el placer estético concebido como alivio compensador se justifica [...] en la medida en la que denuncia la insuficiente separación que se da entre el placer estético y el placer de los sentidos” (Menke, 1991: 31). Así, para este autor, su crítica de la industria cultural denuncia la “diversión prescrita”, la transposición del arte a la esfera del consumo, lo que determina que el placer estético quede reducido a simple placer sensible (Ib.: 32), en contra del cual, cabe señalar, Adorno mantendrá una posición férrea hasta el final de su vida, como puede observarse en uno de sus últimos escritos, en el cual afirma que “la experiencia artística sólo es autónoma cuando rechaza el paladeo y el goce” (Adorno, 1970: 24). Adorno reivindica el contenido moral del placer estético, su poder liberador. En tal sentido, el mismo Menke aclara que “el placer estético no nace de la confrontación directa con un objeto cuyas cualidades, juzgadas por la razón o experimentadas por los sentidos, suscitan nuestro placer, sino del retorno reflexivo al proceso mismo de percepción del objeto” (Menke, Op.cit.: 34). La noción de proceso funciona aquí como clave interpretativa. El placer no es visto como una reacción sino como una experiencia, de ahí su índole procesual. Lo que lo estético proporciona, en última instancia, no es otra cosa que la posibilidad de “vivir un destino estéticamente”, como afirma Menke (Ib.:35). Interpretaciones similares, en las que se destaca la índole procesual de la experiencia estética, permiten establecer una conexión entre el pensamiento de Adorno y el de Henri Bergson.

Volviendo al tema de la subjetividad, cabe agregar que Adorno veía a la industria cultural como un “avasallamiento” de la esfera privada individual, la cual entendía debía, como señala Buck-Morss permanecer libre de las incursiones de la sociedad (Buck-Morss, Op.cit.: 42 nota 97) dado que, en su concepción –según la misma autora–, la experiencia estética era “la forma más adecuada de conocimiento, porque en ella sujeto y objeto [...] estaban interrelacionados sin que ninguno de los polos predominara” (Ib.: 250). Esto significa que su paradigma estético se basaba en una relación sujeto-objeto en sí misma dialéctica (Ib.: 268), lo cual no implica necesariamente que Adorno entendiera que arte y ciencia eran la misma cosa. Así, aclara Buck-Morss que “en tanto experiencias subjetivas del objeto, arte, ciencia y filosofía tenían una estructura dialéctica similar. Sin embargo, en tanto procesos cognitivos, cada uno era distinto” (Ib.: 269-270).

Liquidación del individuo y liquidación del arte aparecen en relación directa en el pensamiento adorniano (Ib.: 308).

Si en su trabajo en colaboración con Horkheimer Adorno arremete contra el sistema, más adelante en el tiempo, su pensamiento y, por lo tanto, sus críticas se dirigen también hacia la actitud conformista de los receptores de los productos que la industria ofrece. Es interesante observar que cuando afirma que el arte vehiculizado por la industria cultural “ha sido modificado cualitativamente por ella con vistas a su integración social”, lo cual en su visión es literalmente “testimonio del fracaso de la cultura” (Adorno, 1970: 30), intenta significar que la inclusión del arte en la sociedad de consumo, más allá de la responsabilidad que le cabe al mecanismo de manipulación, posee una “base subjetiva” que se advierte en el borramiento de la distancia entre obra de arte y observador (Ib.: 30-31), proceso que entronca con el de la fetichización de la mercancía y no deja de ser, en el fondo, un movimiento autocompasivo y autocomplaciente dado que conviene en mucho a los que denomina “clientes de la cultura”, quienes se aprovechan de la pérdida de autonomía de la obra de arte, autonomía que “la convierte en algo mejor de lo que ellos creen que es” (Ib.: 31). Así, el arte aparece como “algo que es cercano al hombre, como algo que le obedece, ese arte que antes le era extraño” (Ib.: 31-32).

Como se ve, si bien los términos arte y cultura persisten, para Adorno se trata de significantes vacíos, entendido su significado como aquél vinculado con las ideas del iluminismo ilustrado, humanista e idealista. El arte no es visto más que como un “ejercicio cultural” y la cultura más que como un mecanismo de “captación, catalogación y clasificación” con fines meramente administrativos (Adorno y Horkheimer, op.cit.: 175-176). En su Teoría Estética afirma Adorno que el arte se ha convertido en medida amplísima en un negocio orientado al lucro económico que seguirá adelante mientras sea rentable, apoyado en hecho de que la perfección que ha alcanzado impedirá darse cuenta de que ya “está muerto” (Adorno, 1970: 32). Esta idea de “muerte del arte” se debe sobre todo, al hecho de que el arte se entregue “a la racionalidad de objetivos de la producción en masa” (Ib.: 285), lo cual no significa que la obra de arte autónoma, es decir “auténtica” y “viva”, no tenga objetivos sino que éstos tienen lugar “en ella misma, no fuera” (Ib.). El problema de las obras artísticas en la era de la industria artística es que ellas mismas “se convierten en fines” (Ib.).

Bourdieu: la cultura como espacio relativamente autónomo

A diferencia de Adorno, Bourdieu entiende que la actividad cultural, intelectual y artística tiene lugar en el contexto de un conjunto de “relaciones que se establecen entre los agentes del sistema de producción” (Bourdieu, 1967: 141), al que denomina “campo”, el cual es “producto de un proceso histórico de autonomización y de diferenciación interna” (Ib.: 144).

El campo no es visto por Bourdieu como un agregado de agentes aislados ni como simple adición de elementos yuxtapuestos. Se trata, más bien, de un sistema de líneas de fuerza entre agentes o sistemas de agentes determinados, a su vez, por su pertenecia a él. Como se ve, se trata de un sistema de determinaciones cruzadas pero circunscriptas a los límites estrictos de la esfera de cada actividad.

Dentro del campo, cada agente ocupa una determinada posición, siempre relativa, nunca intrínseca, que implica un determinado grado de participación, un determinado peso funcional traducible en una cuota mayor o menor de poder o autoridad respecto del resto de los agentes.

La condición básica, el requisito inexorable para que tal dinámica tenga lugar, es que cada campo, como si se tratara de una especie de totalidad, cuente con una “autonomía relativa” respecto del resto de los campos que, según Bourdieu, componen el todo social. Principalmente, en el caso de la cultura, respecto de la economía, la política y la religión, es decir, cualquier instancia con pretensiones legislativas en términos culturales sin detentar, para ello, una autoridad específicamente cultural.

Según Bourdieu, cada campo vinculado con actividades de tipo intelectual, cultural o artístico cuenta con instancias específicas de selección y consagración que le son propias, instancias que regulan la competencia por la legitimidad cultural. Esto significa que el sistema, además de independiente respecto de cualquier influencia externa, se basa en la existencia, al interior de cada campo, de una lógica específica que regula las relaciones entre los agentes. Lo cual no implica que quede negada la posibilidad de que se establezcan relaciones entre agentes o instituciones pertenecientes a distintos campos. Lo importante es que los vínculos entre lo interno y lo externo se establecen siempre en un segundo nivel, siempre mediatizados por la clase de relaciones que se dan al interior del campo.

Bourdieu tiene poco en cuenta en su planteo la actividad de la industria cultural puesta tan en evidencia por Adorno y Horkheimer. Esto no es tanto una omisión como una marca de énfasis en su propia propuesta. Bourdieu sabe que existen un mercado cultural, un mercado intelectual y un mercado artístico. Pero prefiere hablar de otra cosa. Piensa en la posibilidad de que, a pesar de la mercantilización y la masificación, cada campo de actividad específica pueda sostener tanto su autonomía como su autoridad en primera instancia. Por eso afirma que la competencia por la legitimidad cultural nunca se identifica completamente con la competencia por el éxito en el mercado (Ib.: 142). Se trata, en el fondo, de la afirmación de la autonomía de la intención creadora como así también de la pureza de intención del artista, dadas ambas absolutamente por muertas por Adorno en vista del avance de la lógica de base económica por sobre cualquier pretensión de autonomía. Esto no significa que Bourdieu no contemple las consecuencias socioeconómicas que implica la conformación de un campo cultural autónomo como el que propone. Es a partir de una acabada conciencia de ello que desarrolla el concepto de “capital cultural”. Es claro que es una clase, y no cualquier clase sino la burguesía, la que detenta la propiedad del conjunto de los signos y tradiciones que circulan en el campo cultural y artístico. Es decir que el aislamiento que la producción intelectual parece mantener respecto de su “base económica” es, además de ilusorio, ideológico, en el sentido de que funciona, como señala Néstor García Canclini, como un modo de eufemizar y legitimar (García Canclini, 1990: 33), la posición dominante de una clase o grupo social por sobre otro. Es así como es posible entender que el objeto final de Bourdieu, su interés real, no son las relaciones culturales sino las relaciones de poder, en función de las cuales el ejercicio del dominio de cada campo específico de la actividad social se vuelve imprescindible.

Es posible así entender, además, que la dinámica autónoma propuesta por Bourdieu cumple un rol metodológico-explicativo. En última instancia, así como Adorno hablaba de la dominación cultural en función de la dominación a secas, Bourdieu piensa en una legitimación relativamente autónoma y “desinteresada” en función de otras legitimidades, bastante más “interesadas” por los lugares de poder de una determinada clase. Así, en lo profundo, la sociología de la cultura de Bourdieu no se opone ni choca con el análisis adorniano sino que se despliega, en todo caso, con mayor complejidad interna, contemplando no sólo dimensiones macro sino microscópicas vinculadas a los márgenes de operación y decisión de los agentes que integran el campo, tanto de aquellos ubicados en instancias de producción como de quienes ocupan el polo receptivo. Bourdieu mantiene su concepción de “autonomía relativa” aún cuando habla de los receptores, de los consumidores de cultura y de arte, lo que convierte sus análisis en algo bastante más complejo que aquella imagen de un individuo absolutamente dominado y neutralizado en sus facultades de crítica que se desprende de los escritos de Adorno.

Bourdieu dedica especial atención a las estrategias de distinción que los consumidores-receptores de los productos culturales despliegan más allá de la voluntad –implícita en las reglas de funcionamiento del sistema mismo– de quienes detentan las posiciones de poder, de las estrategias de los medios, y mucho más allá de la voluntad de los propios productores. En el campo de lo simbólico (cultural/intelectual) se juega, para Bourdieu, a un mismo nivel que en los más explícitos campos económico, político y religioso, la lucha entre los que detentan el poder y los que no, desplegándose de idéntica manera –en uno y en otros–, las más variadas estrategias de legitimación y conservación de posiciones. Así, paradójicamente, hablar de campos relativamente autónomos le permite escapar de esquematismos y determinismos tajantes entre una materialidad supuestamente estructurante y una cultura de entidad puramente simbólica determinada por aquella. Como señala García Canclini, la noción de campo es una noción mediadora entre los clásicos conceptos de estructura y superestructura, entre lo social y lo individual (Ib.: 17). Así, explica el mismo autor, la sociedad aparece como el “resultado de la manera en que se articulan y combinan las luchas por la legitimidad y el poder en cada uno de los campos” (Ib.: 19).

Además de todo lo anterior, a diferencia de Adorno –quien al hablar de industria cultural la vinculaba no sólo con el arte y los productos más claramente dirigidos a un público masivo sino al ámbito de la “alta cultura”, del “arte serio” entendido como el espacio de despliegue del “arte verdadero”–, Bourdieu la enuncia sólo con relación a la estética de los sectores medios, imaginando para la que denomina “estética burguesa” la perduración de las condiciones de autonomía del campo, claro que siempre a partir de la idea básica de relatividad, de parcialidad.

En cuanto a las determinaciones sobre la esfera individual, antes que en la operatoria de cualquier mecanismo manipulador –capaz de imponer el consumo de los objetos culturales que en él circulan a unos sujetos cuasi-pasivos liquidados en sus posibilidades de juicio crítico y libre decisión–, Bourdieu focaliza su análisis en la instancia de configuración del gusto, dimensión privilegiada para el despliegue del dominio de lo social sobre lo individual.

Además de entender que el gusto no es innato, ahistórico ni trascendente, Bourdieu afirma que no se trata de una dimensión que tenga que ver con la subjetividad individual sino con el lugar social y con la trayectoria cultural en la que el individuo se inserta. Así, el gusto funciona como una especie de “sentido de la orientación social”, direccionando a los ocupantes de un determinado lugar en el espacio social hacia las prácticas o bienes que más se ajustan o mejor convienen a los ocupantes de esa posición (Bourdieu, 1979: 478). Y es con relación a tales determinaciones que aparece en su teoría la noción clave de habitus o principio que, socialmente determinado, rige la actividad estructurante (configuradora de gustos) que los agentes sociales llevan a cabo (Ib.: 54). Se trata de “esquemas incorporados” que, configurados en el curso de la historia social, colectiva, son “adquiridos” en el curso de la historia individual por cada uno de los agentes. Así, los agentes sociales devienen, en la práctica social cotidiana, sujetos de actos de construcción del mundo social determinados por estructuras sociales incorporadas, determinaciones que pueden apreciarse, por ejemplo, a través de ciertos esquemas perceptivos, ciertos automatismos corporales o ciertos juicios de gusto que los miembros de una determinada formación social, como dice Bourdieu, “comparten sin saberlo” (Bourdieu, 1990: 88). En cuanto al margen de maniobra individual, aquello que Bourdieu denomina “variante estructural del sistema de disposiciones de los otros”, es decir, la expresión de la singularidad, está dada por una posición determinada y concreta en un grupo social, a la vez que por la trayectoria cultural particular de cada uno de los agentes (Bourdieu, 1980: 104). Esto significa que, sobre una determinante social básica, radicada en esquemas y modalidades perceptivas y apreciativas, el sujeto posee un margen de maniobra vinculado con particularidades de su historia individual que le permiten introducir variantes más o menos significativas respecto de aquella base.

En definitiva, es claro que Adorno y Bourdieu no sólo describen una operatoria cultural sino un individuo diferente. Adorno todavía parece creer en un sujeto autónomo e individual cuya capacidad crítica y apreciativa es avasallada sin piedad por la industria cultural. Bourdieu no sólo piensa en un funcionamiento más complejo o, por lo menos, menos lineal y monolítico de lo cultural al hablar de campos de actividad relativamente autónomos, sino en un individuo ya socializado, es decir, mediado y en gran medida determinado por lo social desde el inicio mismo de su existencia. El individuo en el que Bourdieu piensa no es de ninguna manera, o por lo menos no lo es en primer término, un individuo singular.

García Canclini: la autonomía cultural imposible en el contexto latinoamericano

Frente a los dos planteos descritos y confrontados hasta aquí, ambos surgidos de y dedicados a sociedades europeas o a dinámicas europeo-norteamericanas, la posición de Néstor García Canclini aparece como la inserción de la problemática en cuestión en un contexto eminentemente local, lo cual implica casi por definición la relativización y particularización de cada uno de los enfoques previos, sobre todo el de Bourdieu. García Canclini encara una crítica a su teoría de los campos relativamente autónomos, pero no únicamente a partir del convencimiento acerca de la primacía y la omnipresencia de la industria cultural sino en función de la historia y la dinámica cultural latinoamericana. A partir de ella, y de la relación que ésta mantiene y mantuvo con las dimensiones política y económica, sostiene no la disolución sino la inexistencia real de cualquier autonomía. Su hipótesis básica pone en relación conflictiva los procesos de modernización económico-política y el modernismo cultural de la región, lo que le permite explicar a partir de ello el fracaso de los proyectos vanguardistas de la década del ‘60, quizás la instancia histórica más cercana a una autonomía cultural / artística latinoamericana.

García Canclini no sólo entiende que la operatoria de la industria cultural es insoslayable, lo que provoca que el orden simbólico sea redefinido por la lógica del mercado (García Canclini, 2001: 39), sino que dicho proceso se combina, potenciándose, con los procesos globalizadores, lo que conlleva, además de la imposición de ciertos productos, la redefinición de la dinámica de funcionamiento de aquello que se basaba en criterios de “autosuficiencia” y “libertad de expresión”. Así, las obras pasan a ser “construcciones culturales multicondicionadas por actores que trascienden lo artístico o simbólico” (Ib.).

Es claro que en el análisis de García Canclini perdura el esquema centro-periferia a la hora de intentar explicar el rol de lo local en el contexto mundial. Más allá de esto, lo interesante de su interpretación radica en el planteo de una fundamental divergencia entre los procesos de modernización (política, económica y tecnológica) y modernismo estético que, si bien “importados” ambos, experimentaron en el contexto local desarrollos bastante particulares. Su hipótesis del “desencuentro” entre la estética modernista, con su tendencia renovadora y experimental de la producción simbólica, y la dinámica socioeconómica modernizadora, manejada por las elites locales, básicamente conservadoras y reaccionarias respecto de cualquier posible cambio o modificación de la estructura de relación entre clases, aparece como central en su análisis (Ib.: 52).

Por otra parte, lo estético es visto bajo la dominación de lo extraestético, no tanto a causa de una supuesta disolución de su autonomía sino porque lo estético en Latinoamérica tiene lugar, según García Canclini, en “sociedades donde no hay un mercado con suficiente desarrollo como para que exista un campo cultural autónomo” (Ib.: 87). Esto significa que la autonomía no se perdió. Nunca existió. Con la notable excepción de ese momento histórico que García Canclini define como el más cercano a semejante estatuto: los años ’60, dominados en gran parte por el surgimiento de numerosos proyectos experimentales de perfil vanguardista posibilitados “por el acuerdo entre el proyecto cultural y el económico-político de la dirigencia del momento” (Ib.: 100). Con relación a esto último, y en particular sobre el caso argentino, la especialista Andrea Giunta parece acordar con esta hipótesis al afirmar que el proyecto de la vanguardia artística de los años sesenta debe entenderse en el marco del “intenso proceso de modernización cultural” que caracterizó el “momento desarrollista” (Giunta, 2001: 37-38), momento inmediatamente posterior al peronismo, entendido éste como un período “oscurantista” durante el cual las energías modernizadoras se habrían visto aplastadas. Así, desde fines de los años ’50, señala la misma autora, se llevó adelante en la Argentina un programa de “patronazgo cultural” que colmó a la vez las necesidades ideológicas de la burguesía modernizadora y las necesidades de sustento material del arte moderno, programa que se concretó, de manera paradigmática, en la creación y la actividad del Instituto Torcuato Di Tella (Ib.: 38-39).

Y es precisamente a través del ejemplo del Di Tella donde el problema de la autonomía y sus particularidades locales se evidencian con claridad. El hecho de que el Di Tella haya sido, como señala Enrique Oteiza, una institución creada con autonomía y recursos propios, siguiendo el ejemplo de las fundaciones culturales de los países anglosajones (Oteiza, 1997: 83), no impide soslayar el hecho de pensar lo que una actividad cultural o artística sostenida mediante un sistema de mecenazgo implica: paradójicamente o no tanto, la pérdida o la imposibilidad de autonomía a partir de la aceptación de que, como señala García Canclini, un sistema semejante socava el principio fundamental de autonomía del campo artístico: el de interacción exclusiva entre los agentes del propio campo (García Canclini, 2001: 101-102). Así, las fundaciones e instituciones culturales habrían representado, a un mismo tiempo, las condiciones de posibilidad más favorables y la imposibilidad absoluta de autonomía del campo. Esto último a partir del progresivo desplazamiento de su lógica de funcionamiento desde lo artístico hacia lo espectacular, es decir, con fines indisimulablemente mercantiles (Ib.:104). Lo cual obliga, además, a tomar en cuenta la clase de consecuencias que implica el acceso de un público masivo a las manifestaciones más radicales del arte. García Canclini propone centrar el análisis en cómo se reconvierte ese conjunto de tradiciones simbólicas, procedimientos formales y mecanismos de distinción cuando interactúa con las mayorías bajo las reglas de la industria cultural (Ib.: 112). En tal sentido concluye, recuperando en esto sí ideas básicas de Bourdieu, que una mayor divulgación de obras sin una equivalente distribución de los recursos que permitan su apropiación simbólica, es decir, que permitan ir más allá de la mera apropiación material o su pura fruición en el acto mismo del consumo, no elimina el funcionamiento de los mecanismos de distinción que reproducen la hegemonía de quienes sí disponen de dichos recursos (Ib.: 153).

Conclusiones

A partir de la puesta en relación de las interpretaciones abordadas, y en función del objetivo de efectuar un mínimo aporte a la dilucidación del papel de lo cultural / artístico en el mundo social contemporáneo, la noción de autonomía (perdida) aparece como el eje de lectura fundamental.

Es claro que en Adorno y Bourdieu el término adquiere significaciones opuestas. Se ha visto que el segundo sostiene, como condición de posibilidad y a la vez como efecto de la propia actividad, el establecimiento de límites capaces de marcar con claridad un adentro y un afuera, de señalizar la pertenencia o no pertenencia al campo, segregación que garantiza tanto la vigencia de leyes de funcionamiento como la autoridad de mecanismos de legitimación y consagración regulados con relativa soberanía por los propios individuos o agentes que forman parte del mismo. Así entendida, la autonomía no es más que una condición de nivel 1, subsumida en un nivel 2 que implica su integración al conjunto de campos particulares que conforman el todo social. Lo cultural no constituye, desde este punto de vista, ninguna amenaza, no encarna ninguna subversión particular del orden social general, sino que es entendido como un rubro más dentro del conjunto. Para Adorno, en cambio, autonomía significa distanciamiento crítico, oposición, negación, relación dialéctica, en fin, respecto del todo social. El arte no es concebido como autónomo para que de tal forma pueda salvaguardar sus instituciones y su modalidad de funcionamiento frente al avance de otros campos sino, precisamente, porque sólo a partir de su separación del resto de las esferas es capaz de conservar su potencial crítico, potencialmente antisocial y disruptivo.

Más allá de estas oposición, es claro que frente al avance de la industria cultural y los procesos globalizadores la noción pierde casi de manera completa su razón de ser.

Adorno, en su absoluto pesimismo, es quien más claramente puede ver y describir tal fenómeno. Bourdieu, apoyado en una sectorización sociodemográfica más precisa, circunscribe –erróneamente– el peso y la importancia de la industria cultural a la actividad de los sectores medios.

García Canclini, por otro lado, aporta una mirada novedosa centrada en el ámbito latinoamericano, mirada que apunta a señalar no la pérdida sino la inexistencia de un campo autónomo. Su análisis repasa los esfuerzos y tentativas que, en un ambiente a la vez que tradicional y tradicionalista multicultural, ciertos sectores llevaron a cabo en pos de su consecución. Paradójicamente, podría concluirse a partir de su trabajo, fue un arte de perfil vanguardista, crítico y rupturista a la Adorno aquél que en la región más cerca estuvo de lograr una dinámica de funcionamiento a la Bourdieu. Paradoja que explica ella misma el fracaso de tales tentativas, a partir de la tensión insostenible planteada entre lo institucional y lo anti-institucional, entre la necesidad de un mercado y una postura antisocial.

Así, pese a las diferencias de matiz, el final del recorrido propuesto nos deja ante la omnipresencia de una lógica industrial y mercantilista aún en los ámbitos supuestamente más “puros”, “desinteresados” y “auténticos” de eso que todavía seguimos llamando, por tradición o por costumbre, el arte. Queda por verse cómo y de qué manera ese arte sigue siendo capaz de mantener su importancia significativa si no en lo colectivo, en la vida y los sentimientos de cada individuo particular. He ahí donde radica el límite de cualquier sociología de la cultura y empieza la tarea de la hermenéutica y la estética de la recepción.

Bibliografía

Adorno, T. W. (1970): Teoría estética, Barcelona: Orbis, 1983

Adorno, T. W. y Horkheimer, M. (1944): “La industria cultural. Ilustración como engaño de masas” en Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, Madrid: Trotta, 1994, pp. 165-212

Bourdieu, P. (1967): “Campo intelectual y proyecto creador” en Problemas del estructuralismo, Jean Pouillon y otros, México: Siglo XXI, pp.135-182

--------------- (1979): La distinción. Criterios y bases sociales del gusto, Madrid: Taurus, 1988

--------------- (1980): El sentido práctico, Madrid: Taurus, 1991

--------------- (1990): Sociología y cultura, México: Grijalbo

Buck-Morss, S. (1978): Origen de la dialéctica negativa, México: Siglo XXI, 1981

García Canclini, N. (1990): “La sociología de la cultura de Pierre Bourdieu” en Sociología y Cultura de Pierre Bourdieu, México: Grijalbo, pp.9-50

----------------------- (2001): Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, Nueva edición, Buenos Aires: Paidós

Giunta, A. (2001): Vanguardia, internacionalismo y política. Arte argentino en los años sesenta, Buenos Aires: Paidós

Lash, S. (1990): Sociología del posmodernismo, Buenos Aires, Amorrortu, 1997

Lizarazo Arias, D. (1998): La reconstrucción del significado. Ensayos sobre la recepción social de los “mass-media”, México: Pearson/Addison Wesley/Longman

Lunn, E. (1982): Marxismo y modernismo, México: FCE, 1986

Menke, Ch. (1991): La soberanía del arte. La experiencia estética según Adorno y Derrida, Madrid: Visor, 1997

Oteiza, E. (1997): “El cierre de los centros de arte del Instituto Torcuato Di Tella” en Cultura y política en los años ’60, Grupo “Arte, cultura y política en los años ‘60” (eds.), Buenos Aires: CBC-UBA, pp.77-108

No hay comentarios: