viernes, 31 de octubre de 2008

ORFEO

Música y mitología: el caso Orfeo (2002)
Fabián Beltramino
[Conferencia pronunciada en el marco del ciclo "Encuentros con la música. La música y...", en el Conservatorio Silvestri de la Ciudad de Buenos Aires, el 7 de septiembre de 2002]

La relación que une a la música con la mitología podría ser, más que tema para un artículo, tema de investigación para toda una vida. Se trata de una relación profunda, compleja y de larga data, de un vínculo que puede rastrearse desde la Grecia antigua, incluso desde esa Grecia arcaica tan anterior al clasicismo de los siglos cuarto y quinto antes de Cristo, cuyas tragedias consisten ya en reelaboraciones y estilizaciones sumamente sofisticadas de lo mitológico. Me refiero a aquél momento arcaico en el cual el mito separaba la civilización en ciernes de la pura barbarie, cuando el mito servía para organizar la incipiente vida en sociedad. Me refiero al mito como constructor de comunidad. Pienso en grupos de personas organizándose en comunidad alrededor de ciertos relatos útiles, a su vez, para regular, reglar las actividades más diversas de la vida social. Hablo de relatos fundacionales. Y al hablar de los relatos no puedo soslayar la importancia de lo musical con relación a ellos. Existen sobradas evidencias de tipo arqueológico, básicamente iconográficas, que hablan de la relación que la mayoría de las recreaciones o evocaciones de personajes mitológicos tenían con la música, evidencias que se remontan en algunos casos a once o doce siglos antes de Cristo. Por otra parte, en los relatos mismos gran cantidad de personajes tienen algún tipo de actividad directa o vínculo con lo musical. El ejemplo más claro es quizás el de Apolo, de quien se predica un notable virtuosismo en la ejecución de la lira, así como también el de su oponente, Dioniso, quien si bien no desarrolla una actividad musical de manera directa tiene entre su séquito a Marsias, un virtuoso de la flauta de doble tubo, quien lo representa en la contienda musical contra el primero, en la que es derrotado. Sólo esa oposición, fundante de las dos principales tradiciones estéticas de la Antigüedad, permite ver con claridad el rol central de la música en la dinámica de los conflictos desplegados por el mito.
Otro ejemplo notable de imbricación entre las dimensiones en cuestión es el de las Musas, protectoras de cada una de las principales zonas del campo cultural, quienes son a un mismo tiempo diosas de la poesía y de la música.
Pero no es aquella época remota ni aquél contacto inicial entre mito y música el que intentaré abordar en este trabajo. Lo dicho anteriormente no sirve más que para mostrar que se trata de un tema que obliga por definición a establecer recortes, a delimitar y definir con precisión territorios acotados de anclaje. En tal sentido, mi intención es abordar la relación entre mito y música en dos momentos precisos de la historia, ubicados ambos no en la Antigüedad sino en la Modernidad europea, más precisamente en los siglos diecisiete y dieciocho. Mi objetivo es observar qué funciones específicas cumple, en cada uno de esos momentos, la asociación de la música con el relato mitológico, funciones que nunca son las mismas ya que, si hay algo que el mito no es, es algo cerrado, cristalizado, cosificado de una vez y para siempre. El relato mitológico es un relato maleable, y es precisamente esa “maleabilidad” la que ha permitido que a lo largo de la historia fuera sucesivamente retomado y reformulado en función de intenciones de lo más diversas.
Los dos ejemplos que voy a abordar tienen que ver con la ópera, una manifestación que, por lo menos en sus (fallidos) objetivos iniciales trató de vincularse explícitamente con la tragedia griega. Voy a abordar por un lado un momento inicial, a través de Orfeo de Claudio Monteverdi (1567-1643), y por otro lado el primer gesto reformador de importancia respecto de ese momento, a través de Orfeo y Eurídice de Christoph W. Gluck (1714-1787). Como se ve, el trabajo se asienta sobre un mismo relato de base, lo cual aporta mayor claridad en cuanto a la visualización de los diversos usos y funciones de los cuales éste puede ser objeto. El relato de base “parece” ser el mismo. En concreto, nunca lo es. Orfeo no es exactamente el mismo en el barroco que en el clasicismo. Voy a tratar de mostrar, además de sus diferencias, cómo se justifica la manera en la que se recurre a él en cada uno de los casos.
La historia de base, el relato del mito de Orfeo, si bien es bastante conocido, merece ser recordado brevemente. Claro que relatar un mito pone en evidencia la faceta antes mencionada: su versatilidad e intangibilidad. Relatarlo, aún en su mínima expresión, implica reformularlo, y toda reformulación conlleva, indefectiblemente, un cambio de sentido.
Para empezar, ni siquiera el origen de este semidiós está claro. Según las versiones aparece como hijo de Agro y Calíope o de Apolo y Clío. Y con respecto a sus actividades, la más famosa, sin duda, debido a las sucesivas reelaboraciones que la historia ha sufrido, es su actividad musical. Se lo conoce como músico y poeta muy talentoso, un virtuoso en la ejecución de la lira. Esta fama ha oscurecido, a lo largo del tiempo, su importancia como teólogo. Orfeo tiene, en la mitología griega, un importante papel como reformador de distintos cultos antiguamente vigentes, como los dedicados a Dioniso y a Deméter entre otros, llegando a conformar un culto propio, conocido con el nombre de “orfismo”.
Esto significa que se trata de un personaje sumamente rico en facetas, ideal para ser, como lo fue, abordado y reelaborado tantas veces a lo largo de la historia del arte de occidente.
Es claro que el foco de atención sobre este personaje ha estado casi siempre puesto sobre la historia de amor que lo involucra, su famosísimo romance con Eurídice, objeto privilegiado de la mayoría de las reelaboraciones.
Simplificando al extremo, la historia se sustenta en el amor profundo que Orfeo siente por Eurídice, cuya muerte provoca el inicio del periplo de Orfeo a través de los infiernos en pos de su recuperación, con su habilidad musical como única arma y llave de acceso. Mediante este recurso Orfeo logra su objetivo, recupera a su amada, pero le es impuesta una condición como contrapartida: no dirigirle la mirada hasta abandonar los territorios infernales. Orfeo no puede cumplir con esa imposición y pierde a Eurídice definitivamente. El final de Orfeo es trágico: su rechazo del amor de cualquier otra mujer provoca la furia de aquellas que lo pretendían, quienes lo despedazan al disputárselo.
Lo anterior podría funcionar como esquema argumental básico del mito de Orfeo. Ahora vamos a ver qué pasa en la primera de las reelaboraciones mencionadas.
Para eso hay que empezar a hablar de Claudio Monteverdi y ubicarse imaginariamente en el período barroco. Y digo “período” con una intencionalidad precisa. El barroco no es un estilo, es una época en la que conviven numerosos estilos emparentados. Así definido, la musicología histórica fija para él, arbitrariamente, dos fechas simbólicas de inicio y finalización. La primera es el año 1600, año del cual data la primera ópera conservada completa que es, no casualmente –y vamos a ver por qué–, la Euridice de Jacopo Peri y Giulio Caccini. La fecha de finalización es 1750, año de la muerte de Johann S. Bach.
Si bien los estilos que conviven en el barroco son bastante diversos, hay algo que los une y es la presencia y predominancia del gusto italiano por sobre cualquier otro perfil nacional. Hacia el final del período puede hablarse, incluso, de la consolidación de un “estilo internacional” de base italiana.
En cuanto al contexto político, hay que decir que es una época de gobiernos absolutistas, lo cual implica que el patrocinio de la actividad cultural y artística es eminentemente aristocrático. La actividad fundamental se desarrolla en las cortes, lo que tiene crucial importancia para lo que estoy tratando de desarrollar, esto es, las maneras en las que el mito de Orfeo reingresa en los circuitos de actividad cultural.
El momento que voy a focalizar en primer término, la época de Monteverdi, está ubicado al comienzo del período, en la primera mitad del siglo XVII. La característica fundamental de este momento es que se trata de una época de experimentación continua de estilos diversos, cuya base es la convivencia de dos grandes “maneras” de hacer música –que el propio Monteverdi sistematiza–: aquella que tiene que ver con lo antiguo, con la modalidad renacentista, un estilo predominantemente vocal y polifónico, y aquella que tiene que ver con la “nueva práctica”, cuyo rasgo principal, asociado al surgimiento de la ópera, se conoce como stilo recitativo, esto es, ya no un diseño polifónico y vocal (varias voces desarrollándose en paralelo), sino una textura caracterizada por un bajo firme (generalmente instrumental) y una voz aguda, melódicamente muy desarrollada, complementados ambos por instrumentos de “relleno” (denominados continuo). De ahí la denominación para el barroco musical como la era del “bajo continuo”.
Podría decirse, además, que el rasgo esencial del pensamiento musical del barroco es la expresión de “afectos”, de sentimientos entendidos como “grandes sentimientos”, casi como ideales. Se apunta a la expresión de aspectos trascendentales de la personalidad humana: la ira, la felicidad, el odio, la pasión. Es decir, grandes valores respecto de los cuales toda individualidad aparece como subsidiaria. Este rasgo, unido al hecho de que la actividad cultural se desarrollaba en las cortes, permite pensar en una función eminentemente didáctica o educativa de lo estético dirigida hacia sus propios integrantes, con una intención cohesiva e integradora.
Y esa, precisamente, es mi clave de lectura del Orfeo de Monteverdi: me interesa enfatizar su rol didáctico, educador, ideológico en el doble sentido cultural e ideológico del término. Y voy a intentar demostrar dicho aspecto a través de marcas presentes en el texto mismo.
Para empezar, basta sólo con detenerse en el título que Monteverdi elige para su obra: La fábula de Orfeo. La noción de fábula permite, en primer lugar, ser pensada en función de lo ya mencionado: la consolidación tanto de un modo de ver y actuar en el mundo como de las posiciones de poder vigentes en ese mundo. Es posible, así, pensar en una clase dominante obligada a inventar su propia genealogía, su ascendencia, su nobleza y su antigüedad, remontándose para ello al nutrido repertorio de dioses, semidioses y héroes de la mitología griega. Es decir que se trata de la legitimación de posiciones de poder a partir de la configuración de un linaje que arranca en los propios dioses. Por otro lado, la fábula permite ser leída, en función de la dominante estilística de la época, como condena de la iniciativa individual en favor de la sumisión a los grandes valores e ideales colectivos.
Fábula y mito se relacionan, además, etimológicamente. El mito es, en su acepción más tradicional, una narración anónima más o menos fabulosa, con contenido religioso, de algo acontecido en un tiempo remoto, generalmente hazañas de dioses y héroes. Pero el mito también es la ilustración, en forma de relato, de una idea o doctrina. Y es precisamente este segundo significado el que mejor se relaciona con el de fábula, entendida como aquella composición literaria en la que mediante una ficción alegórica, consistente en la representación de personas o en la personificación de animales, se da una enseñanza moral.
Para describir sintéticamente el Orfeo de Monteverdi hay que decir que fue estrenado en Mantua en 1607. Mantua fue, después de Florencia, la segunda corte en cuanto a centros de producción de importancia en el a esa altura incipiente camino de la ópera se refiere. A Mantua siguieron, en orden cronológico, Venecia, Roma y Nápoles. Esto significa que la dominante estilística de la ópera barroca fue desplazándose de norte a sur a través de la península itálica.
El texto sobre el que trabaja Monteverdi pertenece a Alessandro Striggio, el cual se basa en la versión del mito de Orfeo que aparece en las Metamorfosis de Ovidio. La estructura dramática, vinculada con la ingenua intención restauradora que impulsa a la ópera del momento, intenta reproducir la de la tragedia griega del período clásico, es decir, un prólogo y cinco actos. El Prólogo está a cargo no de un personaje sino de una entidad que presenta o cuenta los aspectos principales de la historia, en este caso La Música. Más allá de la división mencionada, la estructura es tripartita: comienza en un estado ideal, alcanza un punto de tensión máxima al momento de plenitud del conflicto y resuelve en un final feliz. Esta organización responde al modelo de la “pastoral”, género dramático muy vigente en los momentos finales del estilo renacentista. En este caso los personajes mitológicos reemplazan a los pastores y duendes involucrados en toda clase de conflictos que siempre se resuelven de la mejor manera. Es decir que el final feliz es una convención de género que perdura largamente. Sin embargo, esa resolución no era la que proponía el texto de Striggio, en el cual Orfeo quedaba en definitiva soledad. Fue Monteverdi, gran conocedor de los requerimientos y valores circulantes en la corte, vinculados con las estrategias didácticas antes mencionadas, quien introdujo las modificaciones necesarias para la consecución de la felicidad final.
En cuanto a lo musical específico, decíamos antes que el rasgo dominante para esta época del período barroco era la variedad estilística. Y ese rasgo, precisamente, es uno de los más sobresalientes en el Orfeo de Monteverdi. Se trata de una yuxtaposición de números de las más variadas formas y estilos, vinculados tanto con lo antiguo como con lo moderno, unidos por “ritornellos”, especie de estribillos orquestales que proporcionan la cohesión de la forma de toda la obra. A lo largo de los cinco actos se presentan distintos estribillos que van “hilando” la forma, compuesta, básicamente, variados números individuales. Además, este mecanismo de cohesión mediante estribillos orquestales se ve reforzado por el hecho de que tanto en el primer acto como en el quinto se presenta el mismo, con lo cual la conexión de toda la obra se refuerza notablemente.
Uno de los números en los que Monteverdi retoma sin problemas el estilo “antiguo”, evocando además una canción tradicional, es aquel en el que acontece la canción Vi ricorda un boschi umbrosi, basada en una frottola del siglo XVI.
Por otro lado, cabe mencionar como otra de las características importantes del barroco la intención que la música tiene de “pintar” el texto, es decir, expresar lo más fielmente posible el sentido de la palabra. La música pasa a estar, a diferencia de lo que venía ocurriendo hacia el final del Renacimiento –donde si bien se trabajaba sobre textos de grandes poetas la complejidad de la estructura polifónica hacía que la palabra se desdibujara–, plenamente al servicio del texto. Para tal fin se fue consolidando poco a poco una especie de retórica musical que permitía asociar ciertos giros o acontecimientos puramente sonoros con determinados sentidos u objetos concretos, por ejemplo el cielo y la tierra con ascensos y descensos melódicos, y la muerte con un silencio abrupto, entre otros. Claro ejemplo de esto es el número conocido como “lamento” de Orfeo ante la muerte de Eurídice, Tu se morta.
Por último, hay que decir que la orquestación de Monteverdi en los pasajes instrumentales está especificada con precisión, desde la misma Tocata inicial, una breve fanfarria para quinteto de vientos con repetición, cuya función, especificada en la propia partitura, consistía en acompañar la subida del telón.
Concretamente en lo que hace a las marcas que dan cuenta de la función moral y educativa de esta revisita al mito, es posible afirmar que se hacen evidentes desde el Prólogo, a cargo de esa figura simbólica denominada La Música, quien en uno de sus primeros parlamentos afirma: “desde mi Parnaso amado vengo a vosotros, ilustres héroes, famosos descendientes de reyes de los que la Fama relata imperfectamente sus méritos, pues son sublimes”. Esta frase hace explícita esa intención de legitimación de una clase mediante la evocación de un linaje noble y ancestral.
Otra instancia clave en el mismo sentido es el final del cuarto acto, momento en el que se hace explícita la moraleja de la fábula, presentada, esta sí, a la manera de la tragedia griega, es decir, en boca del coro el cual, en general, ejerce el rol del comentador y sancionador con relación al devenir de la historia. En ese momento el coro afirma: “Orfeo venció al Infierno y fue vencido por su pasión. Sólo será digno de una Gloria eterna aquél que consiga la victoria sobre sí mismo”. Esto es, evidentemente, una crítica abierta a la acción y a la pasión individual en pos de la defensa de esos valores ideales, abstractos y colectivos dominantes del pensamiento de la época.
El mismo final del cuarto acto establece un punto de inflexión. El relato podría terminar ahí. De hecho en el libreto original sólo figura una especie de cierre, un lamento final por parte de Orfeo, condenado a la perpetua ausencia de Eurídice. Pero el gusto de época exigía otra cosa, un final feliz, el cual el propio Monteverdi se ocupó de proporcionar efectuando un agregado al texto de Striggio.
Por lo general, a esta resolución se llegaba a partir de la irrupción en escena de Apolo o Cupido quienes, descendiendo desde las alturas –mediante un complejo dispositivo técnico de correas y poleas que dio lugar a la concepción del Deus ex machina– , proporcionaban la satisfacción y la felicidad necesarias. En el caso particular de la obra de Monteverdi, no se trata de un descenso sino de un ascenso, tanto de Apolo como de Orfeo mismo, quienes se dirigen hacia ese paraíso donde el reencuentro de éste último con Eurídice será tan definitivo como la felicidad conseguida.
En cuanto a lo musical específico, este momento constituye el primer dúo conservado en la historia de la ópera.
Para sintetizar lo expuesto hasta aquí con respecto al caso de Monteverdi y su relación con el espíritu de época o la mentalidad del barroco, cabe afirmar que la maleabilidad que caracteriza al relato mitológico permite abiertamente su utilización como instrumento de instrucción moral para con ese público de la corte, a la vez que como instrumento ideológico por cuanto tiene que ver con la consolidación de un determinado lugar de poder en el contexto de la estructura socio-política del momento.

Voy a focalizar ahora el análisis en la segunda de las reelaboraciones que me interesa tomar en cuenta aquí, manteniendo la hipótesis de lectura, es decir, a partir del supuesto de que el relato mitológico se manipula y se configura según los intereses y gustos dominantes de cada época, lo cual implica que de ninguna manera se trata de algo cristalizado y consolidado más allá del tiempo.
Hablar de Gluck significa pensar en otra época y en otro estilo musical, el estilo clásico. A Monteverdi y a Gluck los separan algo menos de ciento cincuenta años, pero el contexto cultural de cada uno de ellos es radicalmente distinto. En la época de Gluck el pensamiento ilustrado y el humanismo circulan ya como un flujo de ideas que van a cristalizar hacia mediados del siglo XVIII en la obra de Rousseau, entre otros. Los contenidos del pensamiento de la época apuntan hacia lo laico, al escepticismo, al pragmatismo; se enfatizan las cualidades y posibilidades del individuo humano frente a los condicionamientos de la estructura social, colectiva. En lo político se trata de un pensamiento liberal que, hacia fines del mismo siglo, llegará al poder por vía de la Revolución Francesa.
La dinámica de este caudal de ideas puede esquematizarse en dos etapas: una primera de carácter negativo, cuyo objetivo es desacreditar el viejo pensamiento para poder desprenderse de él, y la que se da hacia mitad del siglo XVIII, época en la que la mayor parte de la actividad de Gluck tiene lugar, en la cual se enfatiza el contacto y la comunión del hombre, en tanto individuo, con la naturaleza, en clave francamente russoniana.
Confrontando este último aspecto con lo dicho para la época de Monteverdi, es evidente el giro de ideas que lleva desde la crítica hasta la exaltación de la dimensión individual.
El contacto entre el hombre y la naturaleza propuesto por el pensamiento humanista tiene en cuenta, como una de las vías privilegiadas para su realización, el camino del arte. Esto significa que se trata de una época en la cual lo artístico es visto como algo muy favorable para la realización de los ideales en boga.
En cuanto al contexto cultural de realización efectiva, la diferencia entre los dos momentos también es abismal. El lugar en el que la actividad artística tiene lugar, por lo menos en el caso de la ópera, ya no es la corte –pese a que la aristocracia noble sigue actuando como mecenas del arte, aunque en decadencia–, sino el teatro, el teatro burgués destinado a ese incipiente público de clase media en ascenso. Se trata de un público cada vez más numeroso, con un poder adquisitivo creciente, pero con una tradición y una competencia culturales sensiblemente menor respecto del reducido público de las antiguas cortes. Es la época de los primeros conciertos públicos, que si bien ya habían tenido lugar en Inglaterra en 1672, ocurrieron en Alemania en 1722 y en Francia en 1725. De hecho, el Orfeo de Gluck fue compuesto para el Burgtheather (Teatro del burgo) de Viena, en el cual se estrenó el 5 de octubre de 1762. Esto habla de una modalidad de recepción de la ópera muy diferente respecto de la del barroco. Este nuevo público significa, entre otras cosas, nuevas exigencias para compositores y libretistas. Fundamentalmente, una exigencia de entretenimiento basado en nuevos recursos destinados a “dinamizar” el espectáculo de la ópera en todas sus dimensiones: el texto, la música, la puesta en escena, etcétera. Y es justamente como consecuencia de esto que el relato mitológico pasa a cumplir otro papel. Su función pasa a ser eminentemente utilitaria y pragmática: se trata de una historia que en sus acontecimientos principales el público mayormente conoce, lo cual permite la concentración de su atención en otros aspectos. Así, la estructura del relato mitológico pasa a ser mero soporte prefabricado y por eso mismo familiar, de la estructura dramática que permite vehiculizar los contenidos musicales.
Para decirlo sintéticamente, se impone ya desde esta época la idea de espectáculo, de entretenimiento satisfactorio en el que se combinan lo novedoso y lo ya conocido en dosis capaces de garantizar el éxito.
Yendo específicamente a la reelaboración del mito de Orfeo por parte de Gluck, hay que decir que el autor del libreto fue Rainiero Calzabigi, un poeta que vivió entre 1714 y 1795, quien se acercó y se asoció con el compositor en pos de la intención de ambos de revitalizar y reformar el, a su juicio, decadente espectáculo de la ópera del momento, crítica que se basaba sobre todo en los anquilosamientos, amaneramientos, vicios que el género había adquirido y que debían ser eliminados. Entre los aspectos a ser reformados, el principal era, sin dudas, el exceso de virtuosismo, debido al progresivo terreno que en la ópera barroca habían ganado los castrati, cantantes masculinos con registro de soprano o mezzo, cuyo avance había provocado incluso la modificación de libretos y partituras en función de su lucimiento. La crítica al virtuosismo evidenciaba, además, la sintonía con ese incipiente pensamiento humanista en circulación, el cual proponía una vuelta a la naturaleza, la recuperación por parte del hombre de la simpleza perdida a causa de la sofisticación extrema a la que la sociedad lo había obligado.
Si bien las intenciones reformadoras de Gluck y Calzabigi eran muy fuertes, por lo menos en el caso del Orfeo es evidente que hubo ciertas convenciones de las cuales no pudieron desprenderse, entre ellas el hecho de que el papel de Orfeo estuviera a cargo de un castrato –cosa que pueden modificar recién en una segunda versión estrenada en París unos años después–, y que el final fuera un “final felíz”, resuelto de manera bastante similar a la de Monteverdi –con las diferencias de que en lugar de Apolo es Cupido quien irrumpe para permitirle a Orfeo acceder definitivamente a Eurídice, y que este favor se le otorga en función de su amor hacia ella, del énfasis y la entrega a su propia pasión, algo impensable para la mentalidad barroca–.
Los objetivos formales de Gluck están explicitados en el prólogo del libreto. Estos son claridad, sencillez, racionalidad, fidelidad a la naturaleza, atracción universal y placer auditivo. Con Gluck se consolida eso que después va a denominarse el estilo “cosmopolita”, en el cual las diferencias estilísticas nacionales son reducidas al mínimo, y él mismo, con su propio periplo de residencia y trabajo internacional, encarna el típico personaje de época.
Hacia fines del siglo XVII la ópera había sido sistematizada por Pietro Metastasio, y es precisamente contra tal sistematización que Gluck dirige sus intenciones reformadoras. La estructura había pasado del prólogo y los cinco actos iniciales, a la manera de la tragedia griega, a sólo tres actos –división más acorde con la estructura dramática barroca cuya sucesión era situación idílica inicial - conflicto - resolución satisfactoria y recuperación del estado inicial– en los cuales el discurso se organizaba fundamentalmente a partir de la oposición entre recitativo y aria, con la atención y el despliegue de los mayores recursos virtuosísticos en esta última. Además, eran raros los conjuntos mayores a dúos, los coros cada vez más sencillos, el papel de la orquesta cada vez más marginal y de puro acompañamiento. En fin, está claro que hacia fines del XVII casi todo en la ópera estaba dispuesto en función de las arias a cargo de los solistas, la mayoría castrati.
Gluck y Calzabigi respetan la forma tripartita en cuanto a la división en actos, pero manejan una estructura dramática bipartita. La acción se inicia con la muerte de Eurídice, es decir, con la crisis, con el propio conflicto, el cual deriva hacia su resolución en un segundo momento.
Gluck intenta, entre otras cosas, moderar ese contraste tan explícito entre recitativo y aria, además de jerarquizar el papel de la orquesta integrando, por ejemplo, en un mismo movimiento la obertura y el comienzo de la acción dramática. Por otro lado, más allá de la simplicidad melódica, armónica y el equilibrio formal que explota, no deja de perder de vista en ningún momento esa exigencia de espectacularidad por parte del público nuevo, en pos de cuya satisfacción recurre a los números corales y de conjunto, además de introducir pasajes de danza en el devenir de la representación, cuyo número aumenta aún más cuando la obra pasa de Viena a París. En cuanto al entramado general de la composición, el trabajo no se presenta, como en el caso anterior, bajo la forma de números individuales unidos por pasajes instrumentales sino como un conjunto integrado y continuo, sin cierres demasiado categóricos, salvo el del final de cada acto.
Claro ejemplo de esto último es la primer escena del segundo acto, momento en el cual Orfeo desciende a los infiernos y enfrenta a Las Furias que impiden su paso hacia las profundidades. El trabajo del compositor determina, en este caso, varios niveles simultáneos. Por un lado el Coro de Las Furias, con su instrumentación particular, alternando con Orfeo, quien también cuenta con su propia instrumentación, alternancia que va dando cuenta, al mismo tiempo, del sentido del texto, ya que la respuesta de Las Furias se va suavizando progresivamente hasta aceptar y permitir el paso de Orfeo. Tenemos entonces, por un lado, un número de conjunto en alternancia con el solista, números de danza intercalados y una activa participación orquestal integrados en un único movimiento que se desarrolla de principio a fin de la escena.
Otra de las convenciones contra la que Gluck arremete, pero que sin embargo no puede eliminar del todo, es la del aria da capo, el aria virtuosística compuesta de dos partes, la primera muy luminosa y florida y la segunda un poco más oscura, con repetición obligada de la primera, lo que resultaba en una forma a-b-a que para los cantantes resultaba ideal, pues les brindaba la posibilidad de abrir y cerrar con la parte más brillante, pero que en cuanto al devenir de la estructura dramática significaba una total incoherencia. En el Orfeo hay una única aria da capo, que se llama ¿Qué hago sin Eurídice?, una especie de lamento que pone en evidencia la astucia de Gluck a la hora de tener que recurrir a la convención, ya que elige como el pasaje destinado a repetición aquél que funciona con carácter de preguntas que Orfeo se hace a sí mismo, cuya persistencia y retorno no aparecen tan injustificados. Además, la forma resultante es la del rondó, dado que la primera parte se escucha tres veces con dos oposiciones intercaladas: a-b-a-c-a.

En síntesis, y para terminar, voy a insistir con lo ya dicho: el abordaje de la relación entre música y mitología a través de la historia de Orfeo permite demostrar que tal relación es particular, y obliga a ser analizada y definida en sus sentidos y significaciones a partir de los contextos y los intereses de cada momento específico. Esto significa que el recurso al relato mitológico no persigue las mismas intenciones ni cumple las mismas funciones en cada uno de los momentos histórico-sociales en los que tiene lugar a lo largo de la historia del arte occidental.

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