miércoles, 22 de septiembre de 2010

ELECTROACÚSTICA Y VANGUARDIA

La electroacústica como vanguardia


Fabián Beltramino

[Resultado de la investigación "Axiología e ideario de la música por tecnología en la Argentina de fin del siglo pasado", co-dirigida por Susana Espinosa y el autor, radicada en el Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Lanús]


Este trabajo consiste en el segundo de los productos que surgen como resultado del análisis de las entrevistas efectuadas a un grupo de compositores de música electroacústica, realizadas en el marco de la investigación Axiología e ideario de la música por tecnología en la Argentina, radicada en el Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Lanús. Los compositores entrevistados fueron Eduardo Kusnir, Julio Viera, Luis María Serra y Francisco Kröpfl.
En este caso, el abordaje analítico apunta a la dimensión “vanguardista” que lo electroacústico pudo haber tenido en su origen, estableciendo, por un lado, una tensión entre el concepto mismo de vanguardia y el de experimentación y, por otro, una lectura crítica de la dimensión institucional que lo electroacústico tuvo y tiene como marco de contención de una “producción sin consumo” que iría en contra, en principio, de su carácter de manifestación de vanguardia.
Resulta de capital importancia, en primer lugar, preguntar acerca del “impacto real” que lo electroacústico pudo haber tenido sobre otros campos del arte y sobre lo cultural en general hacia fines de la década del ’60, momento de consolidación de su producción en tanto experimental. Este carácter, el de lo experimental, habla de una lógica de lenguaje, de una relación técnica con los lenguajes de la música hasta ese momento, y de una “actitud” frente a los lenguajes tradicionales del arte. Sin embargo, la noción de vanguardia, que sin duda incluye lo experimental, resulta mucho más abarcativa en sus implicancias. Vanguardia conlleva, por lo menos desde las experiencias de los movimientos surgidos durante las décadas del ’10 y del ’20 (expresionismo, futurismo, dadaísmo, surrealismo y otros), una clara intención estética (experimental, rupturista, provocadora) al tiempo que un claro objetivo extraestético (social, sociocultural y, por lo tanto, político).
Dicho esto, se impone señalar que no surge, ni en lo que los informantes no integrantes del campo musical electroacústico, ni en lo que los propios compositores señalan o se desprende de sus afirmaciones, un gran relieve en lo que hace a esa segunda intención, a ese segundo objetivo “trans-estético” esencial en cualquier movimiento vanguardista. Más que ruptura y planteos críticos lo que se observa, quizás debido a las modalidades de la propia lógica de producción del campo, es una actitud adaptativa, de sobrevivencia e inserción en un medio en el que las instituciones del arte, más que aparecer como enemigas y agentes de coerción y de coacción sobre la creación estética aparecen como elementos indispensables para su desarrollo. Es decir, en ningún sentido aparecen cuestionadas las lógicas tradicionales de operación dentro del campo: una cierta idea de obra, el concierto tradicional como instancia de difusión, los concursos y premios como instancias de legitimación a partir del reconocimiento de los pares, la lógica discípulo-maestro en la transmisión de los saberes técnicos, y otros elementos, se asumen como incuestionables dentro de la actividad.
Y es en este punto donde lo “institucional” aparece como una dimensión de central importancia. Cualquier lectura política de la música electroacústica como arte de fines de los sesenta no puede pasar por alto la cuestión de los soportes institucionales oficiales y privados que han impulsado y sostenido la actividad (y que incluso siguen haciéndolo en el presente). Ya Andrea Giunta, en su momento, señaló, con relación a las artes plásticas de esa misma época, el impulso “modernizador” que funcionó como motor de nuevas tendencias, evidente a través del caudal de recursos económicos públicos y privados aplicados al financiamiento de producciones artísticas, impulso no ajeno al contexto de las políticas desarrollistas surgidas de gobiernos tanto dictatoriales como pseudo-democráticos que operaron, con la proscripción del peronismo como presupuesto, en base al objetivo de superar lo que se concebía como el atraso y el conservadurismo derivados de éste. Como señalan tanto Francisco Kröpfl como Julio Viera, el financiamiento para la provisión de los costosos equipamientos necesarios para la producción de música electroacústica en aquel momento provenía tanto del Estado Nacional como de las fundaciones Di Tella y Rockefeller.
La pregunta que surge es, ¿puede ser institucional una vanguardia? Si bien está claro que el mandato anti-institucional característico de las “vanguardias históricas”, ampliamente desarrollado por Peter Bürger, constituye un elemento propio de dichos movimientos, justificado por su propio contexto y su propia dinámica interna, la pregunta apunta a develar si el “amparo” institucional no ha tenido la doble función de garantizar la “no contaminación” de las formas del arte –a partir de cualquier vínculo negativo que pudieran haber establecido con los circuitos y las lógicas de “lo comercial”-, por un lado, y la “no intervención” de los propios artistas en una coyuntura política y social por demás conflictiva, negando entonces, una institucionalidad así concebida, la dimensión extra-estética mencionada.
La hipótesis de lectura resignificada hacia la música electroacústica como arte de vanguardia sería: si bien se trata de una manifestación artística indudablemente “de avanzada” en lo que hace a lo técnico/tecnológico, en lo que tiene que ver con objetivos e ideales extra-estéticos está muy lejos de serlo. En base, fundamentalmente, a que, tanto por lo que surge del análisis del intra-campo como del extra-campo, la instancia de producción parece haber surgido, haberse desarrollado y seguir funcionando, de hecho, de un modo aislado, esto es, desentendiéndose respecto de cualquier lógica de circulación –como no sean las estrictamente necesarias y absolutamente controladas desde la “institucionalidad” del propio campo- y, por lo tanto, también de cualquier lógica de consumo.
Este “encierro institucional” cargaría con la responsabilidad de que la ruptura propuesta consista en una apariencia, en un gesto que no deviene en acto (en tanto intervención concreta en un proceso social), en lo que permanece voluntariamente en la esfera de lo ritual.
Ahora bien, con relación a esto no puede dejar de afirmarse, como ya lo hiciera Néstor García Canclini, que dicho carácter ritual no debe ni puede ser calificado en un sentido puramente negativo. Así, habría de todos modos una dimensión crítica de la ritualidad, opuesta a la de mera reproducción social. Este carácter tendría que ver con la construcción de escenarios “simbólicamente marginales” capaces de funcionar como espacios en los cuales se concretan transgresiones impracticables en forma real o permanente. En el caso de la música electroacústica, este nuevo orden propuesto pasaría por una “revolución perceptiva”, por la propuesta de un nuevo modo de concebir y de escuchar música, hasta por un nuevo concepto de música, si se quiere, aconteciendo en el marco de una producción, de una circulación y de un consumo altamente “controlados”.

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