miércoles, 13 de octubre de 2010

ARTE Y SOCIEDAD

ABORDAJES DE LA RELACIÓN ARTE/SOCIEDAD: ¿SOCIOLOGÍA DEL ARTE, ESTÉTICA SOCIOLÓGICA O QUÉ?

Fabián Beltramino


[Conferencia pronunciada en las III Jornadas Latinoamericanas de Artes Integradas, Universidad Nacional de Lanús, 8 de octubre de 2010]


Esta no es una conferencia sobre Artes Integradas. Tampoco sobre Arte. No voy a ocuparme de ningún hacer productivo específico, de ningún lenguaje o suma de lenguajes. Voy a ocuparme, y de manera alusiva, es decir, ni siquiera exhaustiva, de lo que pasa con los productos de esas actividades que denominamos artísticas en el polo receptivo. Me interesa, ahora y desde los inicios de mi actividad académica, observar qué es lo que eso que solemos denominar genéricamente el público hace con las obras de arte. Qué le pasa, qué efectos le producen, por qué las acepta o las rechaza, en base a qué tipo de predisposiciones de apreciación y valoración.

De esas preguntas surge el título de la conferencia. ¿Qué clase de mirada es esta? ¿De qué se trata? ¿Es estética, es sociología, qué es?

Las posibles adscripciones disciplinarias de los trabajos que se ocupan del la instancia de expectación del arte oscilan, a grandes rasgos, entre la “estética de la recepción”, eminentemente filosófica y la “sociología del arte”, en la que prima un componente pragmático. También las denominaciones que circulan son “estudio de las audiencias”, desde un punto de vista comunicacional o, más genéricamente, “estudios culturales”, asociables tanto a la propia sociología como a la ciencia política, según sea el sesgo del abordaje.

El objeto, entonces, puede ser tanto la recepción como el consumo, como así también la instancia que lleva a cabo el acto, esto es, la audiencia, el público.

En función de esta multiplicidad, en la que detrás de las compartimentaciones disciplinarias es posible advertir una complementariedad desperdiciada, ha surgido el proyecto de investigación que desarrollo desde este año en la UNLa, junto a un equipo de docentes-investigadores y auxiliares-alumnos, titulado “La experiencia del arte: ¿acción social o acto privado? Hacia una teoría estético-sociológica de la recepción”. A través de este trabajo intentamos tender un puente entre la estética filosófica de la recepción, expresada sobre todo en la obra de Hans Robert Jauss (1921-1997), por un lado, y la sociología de la cultura y el arte de Pierre Bourdieu (1930-2002), por otro.

Para llevar adelante esta tarea asumimos un supuesto fundamental: que la experiencia estética se ubica en un punto de intersección entre las esferas de lo individual y lo colectivo, es decir, que las elecciones y los juicios estéticos que se formulan a partir tanto de las aceptaciones como de los rechazos, no son sólo el resultado de la libre elección y el ejercicio del gusto de un actor individual, dado que hasta las dimensiones aparentemente más subjetivas dependen de dimensiones sociales e históricas.

A partir de esto, entendemos que una teoría de la experiencia estética no puede no ser sociológica sin por ello dejar de ser filosófica.

Los dos enfoques que me interesa confrontar, el de la estética de la recepción de Jauss y el de la sociología de la cultura de Bourdieu, producen sus textos fundamentales a partir de fines de la década del '60.

Jauss trabaja con la literatura como objeto y desarrolla un concepto particular de “experiencia estética”, en un sentido eminentemente historicista, en el que cada experiencia conlleva, de alguna manera, la historia de las experiencias, carga con las experiencias pasadas que contribuyen a configurar los códigos u “horizontes” que coinciden en el sentido de una obra: el del efecto implicado, inscripto en el objeto, y el del efecto real, que acontece en el público en tanto experiencia concreta. Y esto en función de las particularidades del concepto de recepción que maneja, a la vez hermenéutico y comunicacional. Así, toda recepción es apropiación pero también es intercambio, diálogo, con los lectores del pasado a través de la obra o con los lectores contemporáneos, con quienes se establece comunidad a través de la construcción de un horizonte compartido.

Para Jauss es muy claro el pasaje que se da desde la “experiencia estética” hacia la “acción comunicativa”, poniendo de esa manera en relación lo “subjetivo” con lo “intersubjetivo”. Es por ello que postula el carácter “trascendente” de la experiencia estética, destacando el rol activo del receptor en su tarea de otorgar sentido a las obras, de configurar una tradición y de contribuir a la definición de la función social del arte.

Sin embargo, cabe oponer algunas objeciones a semejante optimismo. En primer lugar, preguntando cómo está hecho y cómo aprende a hacer lo que hace ese receptor que comprende, interpreta, juzga y comparte su experiencia del arte. Es decir, indagar no acerca de las acciones sino de los condicionamientos que operan sobre ellas, condicio-namientos anteriores y simultáneos, que abren la posibilidad de la segunda pregunta: ¿todo se circunscribe al diálogo entre las voces del texto y sus receptores? ¿no hay otras voces implicadas, voces quizás implícitas pero igualmente autorizadas? ¿no interviene lo económico y lo político, por mencionar sólo algunas voces clave, en el “diálogo” estético que, entonces, no sería ya diálogo?

Esa es la grieta que en la estética de la recepción se abre, a mi entender, y permite conjugarla con una mirada sociocultural.

¿Pero de dónde surgen, en el contexto de la historia, de la estética y de la crítica de arte, los primeros abordajes que han intentado vincular lo estético y lo social?

Como afirma Natalie Heinich, el origen de la Sociología del Arte no está en la Sociología. Si bien los pioneros de la Ciencia Social abordaron a su manera el arte, su interés principal no era lo artístico propiamente dicho sino, en todo caso, el análisis del arte como “desplazamiento” de la religiosidad, en el caso de Èmile Durkheim, la descripción de la tecnificación de los sistemas musicales de afinación y armónico como ejemplo del proceso general de racionalización de la sociedad burguesa capitalista, en el caso de Max Weber, y la proposición de la música como una de las modalidades básicas de interacción y gestión de la comunicación social, en el caso de Georg Simmel.

Es desde lo que se denomina “historiografía cultural” que puede establecerse el inicio de un estudio que, tomando al arte como objeto, no intenta de manera prioritaria el abordaje de obras, artistas, escuelas, géneros o estilos, sino relacionar las producciones y los productores con su “contexto” de producción, es decir, con lo social. Aquí aparece como pionero el célebre texto de Jacob Burckhardt, de 1860, que habla no sobre el Renacimiento italiano sino sobre la cultura que lo hizo posible y de la cual este arte fue resultado casi inevitable.

Pero es en el siglo veinte cuando aparece, en Alemania, el primer corpus contundente de un campo que podría denominarse “estética sociológica” o “estética sociologizada”, a partir de los trabajos de la Escuela de Frankfurt, en la que tanto Theodor Adorno, como Walter Benjamin y Max Horkheimer se abocaron al estudio de los efectos del arte en un contexto de tecnificación y masificación galopantes.

Así, Adorno aparece analizando las posibilidades de acción social que le restan al arte tradicional en el contexto de la industria cultural, por un lado, y de la desintegración de las convenciones a partir de las experiencias de la vanguardia, por otro.

Adorno habla del arte “autónomo” sin dejar de considerar la oposición y el rechazo que éste genera en el público, identificando de manera temprana el progresivo aislamiento que lo llevará indefectiblemente a su muerte en tanto “efecto social” posible.

Benjamin, por otro lado, focaliza lo que advierte como un proceso de “estetización” generalizado, que abre cada vez más dudas acerca de la función social del arte, sumado esto al proceso de “reproductibilidad técnica” que describe en su célebre artículo de 1936. Aquí señala un dato clave con respecto a la experiencia contemporánea del arte: si bien gracias a los medios y sistemas de reproducción las obras pueden “ir al encuentro” del público en mayor medida y más velozmente que en ninguna otra época, el valor tanto de esas obras como de esa experiencia es puramente “exhibitivo”, es decir, inauténtico en el sentido de una pura degustación que comienza y termina en el acto de su realización y carece de cualquier vínculo con la historicidad de la obra, con su tradición (y repito: Benjamin escribe en 1936, bastante antes de la inveción de Internet, con sus bancos de imágenes y de sonidos, con sus recorridos y visitas “virtuales” a los principales museos del mundo, y demás prestaciones).

El segundo gran corpus de estudios sociales de lo estético aparece a mediados de la década del ’60 en Birmingham, Inglaterra, bajo el nombre de “estudios culturales”, denominación que intenta salir del abordaje de fenómenos exclusivamente vinculados con el arte tradicional para incluir prácticas no institucionalizadas, relacionables con procesos de resistencia social y de configuración identitaria.

En este marco, la obra de Raymond Williams resulta fundamental para resignificar ciertas dimensiones de la experiencia estética, sobre todo a partir del concepto ampliado, más antropológico que sociológico, de cultura.

Entendido lo cultural como una práctica tan productiva como el más material de los sistemas de producción, la experiencia estética aparece como la posibilidad de una práctica de resistencia social y configuración identitaria muy concreta.

Pero es sin duda la obra de Pierre Bourdieu, desarrollada en Francia también a partir de la segunda mitad de la década del ´60, la que aparece como habiendo obtenido los mejores resultados en el intento por llevar adelante un abordaje sociológico de la experiencia del arte. Y es la que mejor expresa los supuestos que guían la investigación en curso, basados en la idea de que la experiencia estética se ubica en un punto de intersección entre las esferas de lo individual y lo colectivo, lo cual implica aceptar que las elecciones estéticas y los juicios de gusto no son el resultado ni de la libre elección y determinación de un sujeto individual, ni de una estructura que se reproduce e impacta sobre los actores sociales.

Metodológicamente, es claro que Bourdieu incorpora una dimensión “historicista” al punto de vista “estructuralista”, identificando, además, lo real como un conjunto de “relaciones” y no de “sustancias” particulares. Esto implica pensar lo social como un conjunto de “relaciones objetivas” en un tiempo y un espacio determinados, lo cual nos ubica en un paradigma definible como “estructuralismo constructivista”. Así, las “condiciones sociales presentes” (estructurales y relacionales) son entendidas como producto de las “condiciones sociales pasadas” que tienden, fundamentalmente, a su reproducción.

La estructura social tiene, para Bourdieu, una doble dimensión de existencia: en lo externo, es decir, en las cosas, en los objetos y las formas creados, y en los cuerpos, en las prácticas internas e internalizadas. Y la reproducción de esta estructura se da, fundamentalmente, a través de dos canales: uno formal, la escuela, el otro no, o por lo menos no tanto, la familia o el ámbito de existencia cotidiana.

Dos también son las herramientas conceptuales fundamentales en la teoría de Bourdieu: las nociones de “campo” y de “habitus”.

La noción de “campo”, desarrollada a partir de la sociología de la religión de Max Weber, implica la puesta en relación de posiciones en un área de juego y de lucha, en la que se llevan a cabo las prácticas sociales.

Los campos sociales, cada uno de ellos relativamente autónomos, conllevan diferentes y múltiples instancias de “mediación” entre sus lógicas particulares y la lógica social general, gobernada por los campos político y económico.

Un campo es una estructura dinámica, de interrelación permanente entre un capital específico (lo que está en juego, esto es, un interés compartido más una “creencia” en el valor que dicho capital posee), unas instituciones específicas (que, en el campo del arte son todas aquellas instancias de consagración y legitimación), unas leyes de funcionamiento específicas como parte de la lógica de la lucha por el capital (que implican el desarrollo de determinadas estrategias) y unas posiciones específicas que oscilan entre ser legítimas, ortodoxas y conservadoras o heterodoxas, subversivas y heréticas.

La noción de “habitus” hace referencia a un sistema de disposiciones de acción, de pensamiento, de valoración y de percepción que cada actor social incorpora a lo largo de su trayectoria.

El habitus es, al mismo tiempo, el producto de la historia incorporado como segunda naturaleza y el condiciona-miento y la posibilidad, en tanto capital cultural individual, hacia el futuro.

Ambas nociones, en conjunto, permiten explicar la relación que, en la práctica social, se da entre lo individual y lo colectivo: se trata de la interacción entre unas determinaciones externas (posición en el campo) y otras determinaciones internas (disposiciones incorporadas en el habitus). Así, ambas aparecen como producto de la práctica social, lo cual implica, como derivación fundamental, que no existen lo social “y” lo individual sino lo social “en” lo individual y lo individual “en” lo social.

El “individuo”, para Bourdieu, no es un a priori ni un presupuesto de las prácticas ni, por lo tanto, un ente autónomo, sino un producto social.

Por otro lado, sostiene que las necesidades y elecciones culturales son producto de la enseñanza y la educación y, secundariamente, del origen social.

Esto permite plantear la correlación entre la jerarquía socialmente reconocida de las artes (y sus diversos géneros, escuelas y períodos) y los “títulos de nobleza” otorgados por el sistema educativo respecto de la jerarquía social de los consumidores.

El concepto de “nobleza cultural” surge, precisamente, para denominar a la cultura legítima, que no es otra cosa que una legitimidad reproducida a través del sistema educativo y correlativa de jerarquías sociales.

La importancia del sistema educativo tiene que ver con la distribución de las “competencias” necesarias para poder ser consumidores de determinadas formas de cultura y de arte, es decir, para poder descifrar los códigos que los lenguajes imponen.

Esto implica, sobre todo, una des-idealización y una des-naturalización del proceso y del modo de vinculación con lo artístico. Así, por ejemplo, la mirada es entendida como producto de la historia reproducida por la educación, y la cultura y el arte concebidos como instrumentos de distinción que operan con relación a una noción central: el concepto de gusto.

Gusto es, en estos términos, una elección que se lleva a cabo en función de tomar posición social, sea en el sentido de la “distinción”, como de la identificación, de la gestación de la pertenencia a un determinado grupo.

El gusto, para Bourdieu, no es innato, ahistórico ni trascendente, es decir, no depende de una subjetividad individual sino del lugar social y de la trayectoria social del individuo.

Y funciona como una especie de “sentido de la orientación social”, haciendo que los ocupantes de un determinado lugar en el espacio social tiendan a gustar de los bienes o prácticas que mejor convienen a los ocupantes de esa posición, en lo que constituye la realización empírica de eso que Bourdieu denomina “homología”.

El margen de maniobra individual aparece, de este modo, apenas como una “variante estructural del sistema de disposiciones de los otros”, y también depende de una determinada posición y trayectoria.

La noción de “competencia” aparece para señalar que la experiencia de la obra de arte no pertenece al orden de lo natural ni lo espontáneo sino que depende de condiciones de posibilidad que son sociales, culturales e históricas. La obra de arte es la puesta en práctica de un código cultural, afirma Bourdieu. Y la noción de código remite, sin dudas, al concepto “juego de lenguaje” de Wittgenstein, en el marco del cual nada tiene un sentido en sí mismo ni por fuera del “juego” en el que se inserta.

En este marco hasta o, mejor dicho, sobre todo el realismo es resultado de la operatoria de una convención de época, de un código cultural dominante.

Y la competencia, en tanto conocimiento erudito, no es más que la “conciencia” de las condiciones que permiten la percepción adecuada, que garantizan la “distinción” entre el “especialisa” y el “profano” o “ingenuo”.

A diferencia de los objetos estéticos, de acceso abierto y vinculados con la percepción cotidiana, los objetos artísticos aparecen como de acceso restringido a los consumidores competentes, en lo que constituiría una percepción propiamente estética.

Es por ello que Bourdieu vuelve a atacar los conceptos de lo bello en sí y el “gusto cultivado” kantiano, a través de los cuales se establecen o por lo menos se legitiman culturalmente diferencias de clase a partir de diferencias de competencia (sea por diferencias de origen, de formación o de trayectoria).

El código artístico funciona, desde esta óptica, como “institución social”, como “sistema institucional de clasificación”, y opera en tres niveles: es el código que exige la obra, es el código en tanto institución históricamente constituida y es el código en tanto competencia individual.

La función de la escuela, con relación a esto, no es otra que desarrollar las “disposiciones que caracterizan al hombre cultivado” (requisito para la adquisición de “competencias” específicas), con lo cual al mismo tiempo realiza el refuerzo de las “desigualdades” que provienen del origen (como condiciones sociales).

Ahora bien, está claro que la distinción no es la única finalidad que la experiencia del arte permite concretar.

El sujeto, aunque lo reconozcamos como devenido del proceso histórico y de la estructura social, algo hace con el arte, además de marcar su estatus. El arte impacta de un modo particular en su subjetividad, contribuyendo a su desarrollo y su conformación final.

La experiencia del arte es tácitamente colectiva, pero es al mismo tiempo explícitamente individual. Y es en este punto donde se impone recuperar e integrar al enfoque sociocultural la dimensiones planteadas por la estética de la recepción. Esa es la tarea que la investigación de la que este trabajo surge tiene por delante.



Bibliografía

Adorno, T.W. (1966): Filosofía de la nueva música, Buenos Aires: Sur

Benjamin, W. (1973): “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Discursos interrumpidos, Madrid: Taurus

Bourdieu, Pierre (1978): “Campo intelectual y proyecto creador”, en Problemas del estructuralismo, de J. Puillon et al., México: Siglo XXI, pp.135-182

-------------------- (1979): La reproducción, Barcelona: Laia

-------------------- (1988): La distinción. Criterios y bases sociales del gusto, Madrid: Taurus

--------------------- (1992): El sentido práctico, Madrid: Taurus

Burckhardt, Jacob (1985):. La cultura del Renacimiento en Italia, Madrid: Grupo Axel Springer

Durkheim, Èmile (1993): Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid: Alianza

Heinich, Natalie (2002): La sociología del arte, Buenos Aires: Nueva Visión

Jauss, Hans R. (1981): “Estética de la recepción y comunicación literaria”, en Punto de Vista nº12, pp,34-40

------------------ (1986): Experiencia estética y hermenéutica literaria, Madrid: Taurus

Bourdieu, Pierre (1988): La distinción. Criterios y bases sociales del gusto, Madrid: Taurus

Simmel, Georg (2005): Estudios psicológicos y etnológicos sobre música, Gorla

Weber, Max (1977): “Los fundamentos sociológicos y racionales de la música”, en Economía y Sociedad, México: FCE

Williams, Raymond (1997): Marxismo y literatura, Barcelona: Península

martes, 12 de octubre de 2010

ACERCA DE BOURDIEU

De cómo la sociología le disputa el estudio

de la experiencia del arte a la estética: el caso Bourdieu

Fabián Beltramino


[Ponencia presentada en el II Congreso Internacional Artes en Cruce (Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Departamento de Artes). Buenos Aires, 6 de Octubre de 2010, Centro Cultural General San Martín, Sala D]


Este trabajo surge del proyecto de investigación La experiencia del arte: ¿acción social o acto privado? Hacia una teoría estético-sociológica de la recepción, radicado en el Departamento de Humanidades y Artes de la UNLa, proyecto que dirijo y del que participan docentes y alumnos avanzados de Audiovisión, Música y Artes Combinadas.

El proyecto se enmarca en el debate que, con respecto a la experiencia del arte, se da entre estéticas filosóficas y abordajes sociológicos. Su objetivo inicial es efectuar una indagación de los presupuestos de ambos marcos interpretativos para, en segundo término, tratar de integrarlos en un enfoque unitario.

Es con relación al primero de los objetivos mencionados que surge este trabajo. De lo que se trata aquí es de efectuar una descripción de los principales planteos de la teoría sociológica de Pierre Bourdieu (1930-2002), con relación a la lógica cultural general y con relación a lo artístico, instancia en la cual se vuelve explícito el debate con la estética filosófica.

La obra de Bourdieu aparece como una de los mejores intentos por llevar adelante un abordaje sociológico de la experiencia del arte. Y es la que mejor expresa los supuestos que guían la investigación, basados en la idea de que la experiencia estética se ubica en un punto de intersección entre las esferas de lo individual y lo colectivo, lo cual implica aceptar que las elecciones estéticas y los juicios de gusto no son el resultado ni de la libre elección y determinación de un sujeto individual, ni de una estructura social que se reproduce e impacta sobre los actores sociales.

Si bien Bourdieu no resuelve la cuestión, queda en claro a partir de su obra que una nueva teoría de la experiencia estética no puede no ser sociológica ni tiene por qué dejar de ser filosófica.

En función de efectuar una descripción genérica, lo primero que cabe afirmar es que Bourdieu incorpora una dimensión “historicista” al punto de vista “estructuralista”, identificando lo real como un conjunto de “relaciones” y no de “sustancias” particulares. Esto implica pensar lo social como un conjunto de “relaciones objetivas” en un tiempo y un espacio determinados, lo cual nos ubica en un paradigma definible como “estructuralismo constructivista”. Así, las “condiciones sociales presentes” (estructurales y relacionales) son entendidas como producto de las “condiciones sociales pasadas” que tienden, fundamentalmente, a su reproducción.

La estructura social tiene, para Bourdieu, una doble dimensión de existencia: en lo externo, es decir, en las cosas, y en los cuerpos, en las prácticas internas e internalizadas.

Dos son las herramientas conceptuales fundamentales en la teoría de Bourdieu: las nociones de “campo” y de “habitus”.

La noción de “campo”, desarrollada alrededor de 1966 a partir de la sociología de la religión de Max Weber, implica la puesta en relación de posiciones en un área de juego y de lucha, en la que se llevan a cabo las prácticas sociales.

Los campos sociales, cada uno de ellos relativamente autónomos, conllevan diferentes y múltiples instancias de “mediación” entre sus lógicas particulares y la lógica social general, gobernada por los campos político y económico.

Un campo es una estructura dinámica, de interrelación permanente entre un capital específico (lo que está en juego, esto es, un interés compartido más una “creencia” en el valor que dicho capital posee), unas instituciones específicas (que, en el campo del arte son todas aquellas instancias de consagración y legitimación), unas leyes de funcionamiento específicas como parte de la lógica de la lucha por el capital (que implican el desarrollo de determinadas estrategias) y unas posiciones específicas que oscilan entre ser legítimas, ortodoxas y conservadoras o heterodoxas, subversivas y heréticas.

La noción de “habitus” aparece en 1968 y hace referencia a un sistema de disposiciones de acción, de pensamiento, de valoración y de percepción que cada actor social incorpora a lo largo de su trayectoria social.

El habitus es, al mismo tiempo, el producto de la historia incorporado como segunda naturaleza y el condicionamiento y la posibilidad, en tanto capital cultural individual, hacia el futuro.

Ambas nociones, en conjunto, permiten explicar la relación que, en la práctica social, se da entre lo individual y lo colectivo: se trata de la interacción entre unas determinaciones externas (posición en el campo) y otras determinaciones internas (disposiciones incorporadas en el habitus). Así, ambas aparecen como producto de la práctica social, lo cual implica, como derivación fundamental, que no existen lo social “y” lo individual sino lo social “en” lo individual y lo individual “en” lo social.

El “individuo”, para Bourdieu, no es un a priori ni un presupuesto de las prácticas ni, por lo tanto, un ente autónomo, sino un producto social.

Ingresando a una descripción más precisa de los trabajos en los que Bourdieu aborda el estudio de las experiencias culturales y artísticas, aparece como fundamental, en primer término, la investigación llevada a cabo en la década del ’60 y publicada en 1969 (1979 en español) bajo el título La distinción. Criterios y bases sociales del gusto.

Se trata de un trabajo realizado a partir de una enorme base empírica, compuesta por una pre-encuesta (conformada por entrevistas en profundidad y observación etnográfica) y más de mil ochocientas encuestas realizadas en 1963 (692 casos) y en 1967/68 (1217 casos), en París, Lille y una pequeña ciudad de provincias, además del recurso a una serie de importantes fuentes complementarias, como el Instituto Nacional de Estadística y de Estudios Económicos (del cual se obtuvieron datos sobre ingresos), y estudios y encuestas previos sobre cine, teatro, radio, televisión, lectura, festivales de teatro y música, decoración y mobiliario, consumos alimenticios y vestimenta, deporte, prensa, gastos de imagen, moral, etc.

Como conclusión de semejante trabajo, Bourdieu postula, como él mismo anuncia en la Introducción, una “teoría económica de los bienes culturales”, adoptando y ampliando, al mismo tiempo, la visión economicista de Marx.

Su hipótesis es que las necesidades y elecciones culturales son producto de la enseñanza y la educación y, secundariamente, del origen social.

Esto permite plantear la correlación entre la jerarquía socialmente reconocida de las artes (y sus diversos géneros, escuelas y períodos) y los “títulos de nobleza” otorgados por el sistema educativo respecto de la jerarquía social de los consumidores.

El concepto de “nobleza cultural” aparece, precisamente, para denominar a la cultura legítima, que no es otra cosa que una legitimidad reproducida a través del sistema educativo y correlativa de jerarquías sociales.

La importancia del sistema educativo tiene que ver con la distribución de las “competencias” necesarias para poder ser consumidores de determinadas formas de cultura y de arte, es decir, para poder descifrar los códigos que los lenguajes imponen.

Esto implica, sobre todo, una des-idealización y una des-naturalización del proceso y del modo de vinculación con lo artístico. Así, por ejemplo, la mirada es entendida como producto de la historia reproducida por la educación, y la cultura y el arte concebidos como instrumentos de distinción que operan con relación a una noción central: el concepto de gusto.

Gusto es, en estos términos, una elección que se lleva a cabo en función de distinguirse socialmente, y el gusto refinado, aristocrático, “superior”, no es otra cosa que la herramienta que vuelve “superiores” a quienes llevan a cabo tales elecciones.

El gusto, para Bourdieu, no es innato, ahistórico ni trascendente, es decir, no depende de una subjetividad individual sino del lugar social y de la trayectoria social del individuo.

Y funciona como una especie de “sentido de la orientación social”, haciendo que los ocupantes de un determinado lugar en el espacio social tiendan a gustar de los bienes o prácticas que mejor convienen a los ocupantes de esa posición, en lo que constituye la realización empírica de eso que Bourdieu denomina “homología”.

El margen de maniobra individual aparece, de este modo, apenas como una “variante estructural del sistema de disposiciones de los otros”, y también depende de una determinada posición y trayectoria.

Pero si de abordar la disputa del estudio de la experiencia del arte que enfrenta a la sociología y a la estética se trata, se impone recalar en el “post-scriptum” a La Distinción, texto en el que Bourdieu arremete directamente contra la estética filosófica burguesa, de corte idealista, surgida de los planteos de Kant.

El texto se titula “Elementos para una crítica ‘vulgar’ de las críticas ‘puras’”, y en él se manifiesta abiertamente el rechazo de la tradición de la estética filosófica para abordar objetos y problemas vinculados con el arte.

El foco de la crítica a Kant pasa por la crítica de la noción de gusto “puro”, esto es, racional, intelectual, opuesto absolutamente al gusto sensible (degradado y degradante, grosero, vulgar). Aquí la teoría del gusto kantiana aparece teniendo como base la oposición entre cultura y placer corporal, oposición que remite a pertenencias sociales (burguesía cultivada versus pueblo) y aparece legitimada en función de un proceso evolutivo de naturaleza (popular) a cultura (burguesa).

Si el placer puro deviene “símbolo de excelencia moral”, la obra de arte resulta una “prueba de superioridad ética”, y el hombre “verdaderamente humano” es solamente aquel capaz de “sublimar”.

Para Bourdieu, el placer artístico kantiano cumple una función de legitimación social (confirmación de la “superioridad” de determinados hombres con relación a otros), y los valores culturales burgueses implicados en el juicio estético (sentimiento, sinceridad, integridad moral), representan lo “profundo” en tanto opuesto a lo “superficial” y lo “vulgar”.

Así, la distinción estética aparece como justificación de la distinción (diferencia) social, como legitimación de relaciones sociales en función de principios éticos involucrados en el juicio estético.

Bourdieu lee el análisis kantiano del juicio de gusto como ahistórico y etnocéntrico, como un mecanismo de universalización de disposiciones particulares asociadas a determinadas condiciones sociales.

Para tomar un ejemplo de análisis voy a referirme a un artículo de 1978 (en español), El origen y la evolución de las especies de melómanos. Aquí Bourdieu problematiza el gusto musical, entendiendo su explicitación, esto es, el hablar sobre música, como una exhibición intelectual que consiste en la manifestación más radical de la cultura personal. El gusto musical aparece, así, y en sintonía con la teoría social implicada en los conceptos puestos en juego, como lo más clasificante, lo que más “enclasa” y “distingue”.

Aparente paradoja, una función social tan concreta surge precisamente de la música, la más, por lo menos desde la concepción romántico-idealista aún vigente, “espiritualista” de las artes.

Para cerrar, y con referencia a la experiencia artística propiamente dicha, voy a referirme a dos textos de Bourdieu: Elementos para una teoría sociológica de la percepción artística y Sociología de la percepción estética, de 1968 y 1969, respectivamente. Allí aparece, con relación a la percepción estética, un vínculo estrecho con la noción de desciframiento, lo cual lleva directamente a la noción de “competencia”. Así, la experiencia de la obra de arte no pertenece al orden de lo natural ni lo espontáneo sino que depende de condiciones de posibilidad que son sociales, culturales e históricas. La obra de arte es la puesta en práctica de un código cultural, afirma Bourdieu. Y la noción de código remite, sin dudas, al concepto “juego de lenguaje” de Wittgenstein, en el marco del cual nada tiene un sentido en sí mismo ni por fuera del “juego” en el que se inserta.

En este marco hasta o, mejor dicho, sobre todo el realismo es resultado de la operatoria de una convención de época, de un código cultural dominante.

Y la competencia, en tanto conocimiento erudito, no es más que la “conciencia” de las condiciones que permiten la percepción adecuada, que garantizan la “distinción” entre el “especialisa” y el “profano” o “ingenuo”.

A diferencia de los objetos estéticos, de acceso abierto y vinculados con la percepción cotidiana (y relacionables con el agrado sensible y el “gusto bárbaro” kantiano), los objetos artísticos aparecen como de acceso restringido a los consumidores competentes, en lo que constituiría una percepción propiamente estética.

Es por ello que Bourdieu vuelve a atacar los conceptos de lo bello en sí y el “gusto cultivado” kantiano, a través de los cuales se establecen o por lo menos se legitiman culturalmente diferencias de clase a partir de diferencias de competencia (sea por diferencias de origen, de formación o de trayectoria).

El código artístico funciona, desde esta óptica, como “institución social”, como “sistema institucional de clasificación”, y opera en tres niveles: es el código que exige la obra, es el código en tanto institución históricamente constituida y es el código en tanto competencia individual.

La función de la escuela, con relación a esto, no es otra que desarrollar las “disposiciones que caracterizan al hombre cultivado” (requisito para la adquisición de “competencias” específicas), con lo cual al mismo tiempo realiza el refuerzo de las “desigualdades” que provienen del origen social (como condiciones sociales).

Ahora bien, está claro que la distinción no es la única finalidad que la experiencia del arte permite concretar.

El sujeto, aunque lo reconozcamos como devenido del proceso histórico y de la estructura social, algo hace con el arte, además de marcar su estatus social. El arte impacta de un modo particular en su subjetividad, contribuyendo a su desarrollo y su conformación final.

La experiencia del arte es tácitamente colectiva, pero es al mismo tiempo explícitamente individual. Y es en este punto donde se impone recuperar e integrar al enfoque sociocultural una dimensión estética y filosófica vinculada con la hermenéutica y la semiótica (Gadamer, Ricoeur, Eco), la estética de la recepción (Jauss, Iser) y las filosofías dedicadas al estudio de la conjunción entre los lenguajes, la historia y los efectos del arte (Goodman, Gombrich, Danto). Esa es la tarea que la investigación de la que este trabajo surge tiene por delante.

Bibliografía básica (primaria y secundaria) de y sobre Pierre Bourdieu:

Bourdieu, P. (1967): “Campo intelectual y proyecto creador” en Problemas del estructuralismo, de J. Puillon et al., México: Siglo XXI, pp.135-182

---------------- (1980): El sentido práctico, Madrid: Taurus, 1991

---------------- (1985): ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios linguísticos, Madrid: Akal, 1999

---------------- (1987): Cosas dichas, Barcelona: Gedisa, 1996

---------------- (1988): La distinción. Criterios y bases sociales del gusto, Madrid: Taurus, 1979

---------------- (1990): Sociología y cultura, México: Grijalbo

---------------- (1992): Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Barcelona: Anagrama, 1995

---------------- (2003): Creencia artística y bienes simbólicos. Elementos para una sociología de la cultura, Córdoba/Buenos Aires: Aurelia Rivera

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miércoles, 22 de septiembre de 2010

ELECTROACÚSTICA Y VANGUARDIA

La electroacústica como vanguardia


Fabián Beltramino

[Resultado de la investigación "Axiología e ideario de la música por tecnología en la Argentina de fin del siglo pasado", co-dirigida por Susana Espinosa y el autor, radicada en el Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Lanús]


Este trabajo consiste en el segundo de los productos que surgen como resultado del análisis de las entrevistas efectuadas a un grupo de compositores de música electroacústica, realizadas en el marco de la investigación Axiología e ideario de la música por tecnología en la Argentina, radicada en el Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Lanús. Los compositores entrevistados fueron Eduardo Kusnir, Julio Viera, Luis María Serra y Francisco Kröpfl.
En este caso, el abordaje analítico apunta a la dimensión “vanguardista” que lo electroacústico pudo haber tenido en su origen, estableciendo, por un lado, una tensión entre el concepto mismo de vanguardia y el de experimentación y, por otro, una lectura crítica de la dimensión institucional que lo electroacústico tuvo y tiene como marco de contención de una “producción sin consumo” que iría en contra, en principio, de su carácter de manifestación de vanguardia.
Resulta de capital importancia, en primer lugar, preguntar acerca del “impacto real” que lo electroacústico pudo haber tenido sobre otros campos del arte y sobre lo cultural en general hacia fines de la década del ’60, momento de consolidación de su producción en tanto experimental. Este carácter, el de lo experimental, habla de una lógica de lenguaje, de una relación técnica con los lenguajes de la música hasta ese momento, y de una “actitud” frente a los lenguajes tradicionales del arte. Sin embargo, la noción de vanguardia, que sin duda incluye lo experimental, resulta mucho más abarcativa en sus implicancias. Vanguardia conlleva, por lo menos desde las experiencias de los movimientos surgidos durante las décadas del ’10 y del ’20 (expresionismo, futurismo, dadaísmo, surrealismo y otros), una clara intención estética (experimental, rupturista, provocadora) al tiempo que un claro objetivo extraestético (social, sociocultural y, por lo tanto, político).
Dicho esto, se impone señalar que no surge, ni en lo que los informantes no integrantes del campo musical electroacústico, ni en lo que los propios compositores señalan o se desprende de sus afirmaciones, un gran relieve en lo que hace a esa segunda intención, a ese segundo objetivo “trans-estético” esencial en cualquier movimiento vanguardista. Más que ruptura y planteos críticos lo que se observa, quizás debido a las modalidades de la propia lógica de producción del campo, es una actitud adaptativa, de sobrevivencia e inserción en un medio en el que las instituciones del arte, más que aparecer como enemigas y agentes de coerción y de coacción sobre la creación estética aparecen como elementos indispensables para su desarrollo. Es decir, en ningún sentido aparecen cuestionadas las lógicas tradicionales de operación dentro del campo: una cierta idea de obra, el concierto tradicional como instancia de difusión, los concursos y premios como instancias de legitimación a partir del reconocimiento de los pares, la lógica discípulo-maestro en la transmisión de los saberes técnicos, y otros elementos, se asumen como incuestionables dentro de la actividad.
Y es en este punto donde lo “institucional” aparece como una dimensión de central importancia. Cualquier lectura política de la música electroacústica como arte de fines de los sesenta no puede pasar por alto la cuestión de los soportes institucionales oficiales y privados que han impulsado y sostenido la actividad (y que incluso siguen haciéndolo en el presente). Ya Andrea Giunta, en su momento, señaló, con relación a las artes plásticas de esa misma época, el impulso “modernizador” que funcionó como motor de nuevas tendencias, evidente a través del caudal de recursos económicos públicos y privados aplicados al financiamiento de producciones artísticas, impulso no ajeno al contexto de las políticas desarrollistas surgidas de gobiernos tanto dictatoriales como pseudo-democráticos que operaron, con la proscripción del peronismo como presupuesto, en base al objetivo de superar lo que se concebía como el atraso y el conservadurismo derivados de éste. Como señalan tanto Francisco Kröpfl como Julio Viera, el financiamiento para la provisión de los costosos equipamientos necesarios para la producción de música electroacústica en aquel momento provenía tanto del Estado Nacional como de las fundaciones Di Tella y Rockefeller.
La pregunta que surge es, ¿puede ser institucional una vanguardia? Si bien está claro que el mandato anti-institucional característico de las “vanguardias históricas”, ampliamente desarrollado por Peter Bürger, constituye un elemento propio de dichos movimientos, justificado por su propio contexto y su propia dinámica interna, la pregunta apunta a develar si el “amparo” institucional no ha tenido la doble función de garantizar la “no contaminación” de las formas del arte –a partir de cualquier vínculo negativo que pudieran haber establecido con los circuitos y las lógicas de “lo comercial”-, por un lado, y la “no intervención” de los propios artistas en una coyuntura política y social por demás conflictiva, negando entonces, una institucionalidad así concebida, la dimensión extra-estética mencionada.
La hipótesis de lectura resignificada hacia la música electroacústica como arte de vanguardia sería: si bien se trata de una manifestación artística indudablemente “de avanzada” en lo que hace a lo técnico/tecnológico, en lo que tiene que ver con objetivos e ideales extra-estéticos está muy lejos de serlo. En base, fundamentalmente, a que, tanto por lo que surge del análisis del intra-campo como del extra-campo, la instancia de producción parece haber surgido, haberse desarrollado y seguir funcionando, de hecho, de un modo aislado, esto es, desentendiéndose respecto de cualquier lógica de circulación –como no sean las estrictamente necesarias y absolutamente controladas desde la “institucionalidad” del propio campo- y, por lo tanto, también de cualquier lógica de consumo.
Este “encierro institucional” cargaría con la responsabilidad de que la ruptura propuesta consista en una apariencia, en un gesto que no deviene en acto (en tanto intervención concreta en un proceso social), en lo que permanece voluntariamente en la esfera de lo ritual.
Ahora bien, con relación a esto no puede dejar de afirmarse, como ya lo hiciera Néstor García Canclini, que dicho carácter ritual no debe ni puede ser calificado en un sentido puramente negativo. Así, habría de todos modos una dimensión crítica de la ritualidad, opuesta a la de mera reproducción social. Este carácter tendría que ver con la construcción de escenarios “simbólicamente marginales” capaces de funcionar como espacios en los cuales se concretan transgresiones impracticables en forma real o permanente. En el caso de la música electroacústica, este nuevo orden propuesto pasaría por una “revolución perceptiva”, por la propuesta de un nuevo modo de concebir y de escuchar música, hasta por un nuevo concepto de música, si se quiere, aconteciendo en el marco de una producción, de una circulación y de un consumo altamente “controlados”.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

ELECTROACÚSTICA ¿MÚSICA?

Electroacústica: ¿más allá o más acá de la música?


Fabián Beltramino


[Resultado de la investigación "Axiología e ideario de la música por tecnología en la Argentina de fin del siglo pasado", co-dirigida por Susana Espinosa y el autor, radicada en el Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Lanús]


Este trabajo surge como resultado del análisis de las entrevistas efectuadas a un grupo de compositores de música electroacústica, realizadas en el marco de la investigación Axiología e ideario de la música por tecnología en la Argentina, radicada en el Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Lanús. Los entrevistados fueron cuatro de los cinco más mencionados en la primera etapa de la investigación, en la que se efectuó un relevamiento de los conocimientos y del tipo de relación estético-afectiva con dicha música, como así también del grado de recordación de obras y de compositores argentinos, entre una serie de referentes del campo cultural-musical no electroacústico (músicos y compositores con medios tradicionales, educadores, difusores, gestores culturales, críticos, etc.). Los compositores entrevistados fueron, en orden cronológico, Eduardo Kusnir, Julio Viera, Luis María Serra y Francisco Kröpfl, quedando aun pendiente el encuentro con Enrique Belloc.

De entre todos los tópicos abordados por los entrevistados, sea a través de las preguntas que formaron parte de la guía de entrevistas o surgidos de manera espontánea en el desarrollo de las respuestas, hay uno en particular que resulta de alta relevancia: el problema de la especificidad de la música electroacústica. Puede señalarse, para empezar, una coincidencia de base en el imaginario de los compositores: la tecnología es un medio para producir música, un medio más, a la manera de cualquier instrumento o dispositivo instrumental tradicional. De lo que se trata, ante todo, es de componer música, y en lo que hace al quehacer compositivo propiamente dicho no hay ni debería haber diferencias a la hora de trabajar sobre la dimensión formal de la obra como así tampoco a la hora de pensar en la relación comunicativa a establecer con el oyente, a quien se debe intentar “llegar” o “seducir” de la misma forma que si se trabajara componiendo para, por ejemplo, un conjunto de voces o de cuerdas.

Así planteada, la cuestión parece bastante transparente y, entonces, quedaría claro que la opción por los medios tecnológicos es una opción de tal índole, de medios, que no afectaría ni la lógica de producción –componer música- ni debería, por lo tanto, afectar la lógica de recepción –escuchar música-. Sabemos, sin embargo, tanto a través del trabajo realizado sobre recepción de música electroacústica [1] como a partir de la primera etapa de la presente investigación, en la que incluso para quienes podrían considerarse oyentes calificados aparecían con claridad, con relación a esta música, una serie de problemas no menores [2], que el panorama no es tan sencillo.

Con relación a los problemas de recepción, pueden recuperarse como fundamentales las cuestiones referidas, en primer término, a la “audibilidad dificultosa” de la música electroacústica a partir de su carencia de una instancia de interpretación en vivo tanto en un sentido puramente musical como en cuanto a la carencia de una instancia visual y gestual que acompañe lo sonoro. En segundo término, cabe recuperar la recurrente aparición de los calificativos “monótona” y “previsible” aplicados a esta música a partir de lo que se percibe como una intención de variación permanente y simultánea de todos los niveles, sumada a cierta sensación de “incompletud” como resultado de una perpetua remisión de lo sonoro a imágenes o realidades no musicales.

Con relación a los problemas señalados por aquellos oyentes o referentes “calificados” puede señalarse, en primer lugar, la relación inversamente proporcional que se advierte entre disponibilidad amplia de medios de producción (“democratización” de la instancia compositiva) y calidad de los productos (dominio tecnológico no necesariamente vinculado con capacidad “musical”). En segundo término, merece destacarse lo que se advierte como la índole “cerrada” del campo, que aparece como voluntariamente restringido a los propios compositores o a aquellos que se encuentran en proceso de formación y aspiran a serlo, lo cual redunda en la percepción de que lo electroacústico es un fenómeno altamente especializado y complejo hecho por especialistas de lo complejo para oyentes especializados en la apreciación de la complejidad.

Retomando el eje del presente trabajo, la pregunta a plantear sería: si, tal como lo presentan los compositores entrevistados, de lo que se trata es de componer música más allá de los medios utilizados, ¿cuál es la especificidad de la música electroacústica? Y yendo aun más lejos, la especificidad de lo electroacústico, entonces, ¿deja de tener que ver con lo musical, consistiendo en una especificidad de otra índole, digamos, de una índole puramente “sonora” que podría pensarse como anterior o posterior a eso que habitualmente se considera música?

Si uno repasa lo que los estudios efectuados hasta este momento señalan, se encuentra con que a la hora de definir lo más propio y esencial de la música compuesta con medios electrónicos apuntan al hecho de llevar a cabo una “revolución” en lo que tiene que ver con la dimensión tímbrica de la música. Si bien se concibe que las obras electroacústicas poseen una forma dada por su extensión en el tiempo, y que explotan como cualquier otra música el ritmo, el tempo y la intensidad sonora, el valor más reconocido resulta, tanto con relación a la tradición concreta (francesa) como con relación a la tradición puramente electrónica (alemana), su posibilidad no sólo de hacer música con un determinado material sino la de dar forma, la de crear, concebir, diseñar y definir en su máximo detalle la materia sonora misma, en cuyas cualidades pueden viajar prefijadas a la manera de una predestinación inevitable, ciertas características del resto de las dimensiones que conformen la obra.

También se señala, sobre todo con el desarrollo tecnológico de las últimas décadas, que un aspecto esencial tiene que ver no solo con la configuración sonora propiamente dicha sino con su espacialización, su “puesta” física concreta en un espacio sonoro concreto.

Ambos aspectos, la esencialidad de lo tímbrico y la importancia de la espacialización, parecen ser desmentidos por lo que surge de las apreciaciones de por lo menos tres de los cuatro entrevistados (Kusnir, Serra y Viera). Si esto fuera así, entonces, se igualaría, tal como ha sido señalado, el hacer música electroacústica a cualquier otro hacer compositivo-musical. Y entonces cabe aquí retomar la pregunta que guía este trabajo: si lo tímbrico no resulta una “dimensión diferencial”, si, junto con la espacialización y la concepción “acusmática” del fenómeno musical no resultan aspectos “subversivos” de lo electroacústico respecto del discurso musical tradicional, ¿por qué entonces abandonar los timbres habituales, los medios y las maneras tradicionales de llevar a cabo una “puesta” musical, sometiendo al oyente no calificado a una experiencia que le impone una “dificultad” perceptiva adicional (la de reconocer las características del elemento sonoro mismo –en primer término- para reconocer, a partir de ese primer paso, la forma musical general)?

Así concebida, “naturalizada”, se podría decir, esta música electroacústica demanda un oyente “hiper-calificado” (no es casual que este perfil surja de la apreciación de compositores de primer nivel, que quizás prefiguran como oyente ideal a un par), capaz de efectuar con agilidad el proceso de abstracción auditiva respecto de lo tímbrico/sonoro mismo para pasar a efectuar una escucha formal/musical. De este modo, lo que se está haciendo es “minimizar”, justamente, la diferencia radical, el valor, el “plus” que lo electroacústico posee por definición respecto de los medios tradicionales. Lo cual lleva, directamente, a problematizar la cuestión de lo musical en sí mismo. Decir “electroacústica” y proponer, entonces, “des-naturalizar” su relación inmediata con lo musical. ¿Cabe, en tales términos, seguir intentando interpretar el fenómeno electroacústico como fenómeno musical o debería abrirse otro carril reflexivo que apunte, quizás, como sostiene Francisco Kröpfl, a distinguir una “poética de lo sonoro” de la música propiamente dicha, vinculada esta última con medios y procedimientos de corte tradicional?

Dentro de las “poéticas sonoras”, según Kröpfl, podría afirmarse la existencia de la más “vieja” de ellas, la música, con sus géneros, estilos y formas altamente codificados, y la existencia de “nuevas poéticas”, entre las cuales vendría a figurar la electroacústica que, pese a sus más de cincuenta años de historia, sigue funcionando como un terreno experimental, en el que cada obra parece representar no un estilo ni un género determinado sino al rubro en su totalidad, generando en la mayor parte de los oyentes la sensación de que si una obra determinada no gusta, lo que se rechaza es lo electroacústico en su totalidad.

Respecto del carácter “experimental” de la electroacústica, lo dicho más arriba permitiría afinar el concepto, habitualmente discutido y resistido por los propios compositores, circunscribiéndolo al universo de recepción. Para el oyente medio, incluso para el oyente de música académica medianamente formado, lo electroacústico es, en la mayoría de los casos, algo que se “experimenta” por primera vez.

En conclusión, puede afirmarse que ni la producción ni la recepción de música electroacústica presentan la “naturalidad” ni la afinidad con el quehacer musical tradicional que la mayor parte de los propios compositores pretenden ver en tales fenómenos. En tal sentido, no reconocer ni asumir la diferencia radical de lo electroacústico respecto de lo musical tradicional por parte de los compositores considerados referentes del campo no sólo no contribuye a superar sino que refuerza las dificultades que, con respecto a la música electroacústica, manifiestan oyentes calificados y no calificados.

Para una percepción no habituada, los aspectos formales –y la dimensión “comunicativa” tanto como los “efectos de sentido” a ellos vinculados– de una obra electroacústica son prácticamente inaccesibles frente a la sorpresa, el extrañamiento y, por qué no, la fascinación que suscitan tanto lo tímbrico-sonoro como los efectos de espacialización, sin que esto signifique que tales dimensiones puedan, asimismo, registrarse como una aspectos estructurales del fenómeno.

Se hace evidente, así, una especie de paradoja: lo que para los compositores es fundamental no llega ni siquiera a ser advertido por el público, “rezagado” en la dificultad que le imponen dimensiones para la percepción de las cuales no está suficientemente preparado y que no aparecen como los lugares en los que deba buscar el “sentido” de las obras. Es decir, para el oyente lo que escucha no tiene sentido porque por parte del compositor el sentido no está puesto, precisamente, en lo que el oyente escucha en primera instancia sino en una dimensión que en este caso, a diferencia de lo que ocurre con la música para medios tradicionales, es de segundo grado, propia de un oyente con una calificación auditiva y perceptiva bastante cercana a la del propio compositor, es decir, prácticamente un oyente ninguno.

Resulta, entonces, que el calificativo “experimental”, discutido en un sentido historicista en cuanto atribuido a un género que cuenta con más de cincuenta años de existencia, sigue resultando apropiado para dar cuenta de lo que la música electroacústica significa hoy en el campo del arte musical tanto como en el del arte en general. Parafraseando el famoso tango, cabe afirmar que “cincuenta años no es nada” y que por lo menos en lo que hace a ganar presencia, legitimidad y relevancia cultural, la música electroacústica tiene, todavía, todo por hacer.



[1] Beltramino, Fabián (2003): “La relación del público con la música electroacústica”, Buenos Aires: Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Documentos de Jóvenes Investigadores nº3, ISBN 987-43-5907-2


[2] Beltramino, Fabián (2008): “Problemas de la música electroacústica para los que (no) la escuchan desde afuera. Análisis cualitativo de entrevistas a referentes del campo cultural-musical no-electroacústico”, Informe de Avance investigación Axiología e ideario de la música por tecnología en la Argentina, Departamento de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Lanús

jueves, 2 de septiembre de 2010

MÚSICA ELECTROACÚSTICA PARA NO-MÚSICOS ELECTROACÚSTICOS

Problemas de la música electroacústica para los que (no) la escuchan desde afuera. Análisis cualitativo de entrevistas a referentes del campo cultural-musical no-electroacústico

Fabián Beltramino *

* Una versión preliminar de este trabajo fue escrita en colaboración con Raúl Minsburg

[Resultado de la investigación "Axiología e ideario de la música por tecnología en la Argentina de fin del siglo pasado", co-dirigida por Susana Espinosa y el autor, radicada en el Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Lanús]


El presente trabajo surge como resultado de las entrevistas efectuadas a personalidades relevantes del campo cultural general y del campo musical no electroacústico, en el marco de la investigación a través de la cual se intentan reconstruir tanto los valores como los ideales puestos en juego por parte de los compositores de música electroacústica en la Argentina. El objetivo de estas entrevistas fue, en primer término, obtener una imagen de las características y de la situación de la música electroacústica según lo que se observa desde afuera del campo, es decir, desde el punto de vista de quienes no forman parte del universo de la producción pero que mantienen con él relaciones de relativa cercanía, o pueden establecer respecto de él algún tipo de reflexión interesante. En segundo término, una vez realizada esta caracterización, el objetivo fue poder establecer cuáles son los compositores más importantes, prestigiosos o relevantes, según el mismo punto de vista, y cuáles de sus obras aparecen mejor referenciadas.
Se han elegido como informantes para esta primera etapa a intérpretes, críticos musicales, periodistas, difusores culturales, pedagogos y docentes de música, y también a personas dedicadas a actividades eminentemente técnicas, como por ejemplo sonidistas. Se llevaron a cabo, en total, veinte entrevistas.
La entrevista consistió, básicamente, en una serie de preguntas que intentaban establecer cuál era el grado de contacto del entrevistado con la música electroacústica y si ésta era o no de su agrado y por qué. A partir de ahí, se intentó determinar si el entrevistado recordaba el nombre de algún compositor argentino y por qué. Esto es, si el recuerdo de ese nombre tenía que ver con sus propios gustos o con el hecho de que la persona referida fuera considerada de cierto prestigio, entre otras posibles razones. El objetivo último fue que los entrevistados pudieran mencionar alguna obra en particular y, de ser posible, también dar cuenta del motivo de esa mención.

Cabe señalar, antes de continuar con la exposición de los resultados, que hemos observado que la mayoría de los entrevistados tiene un enorme desconocimiento del desarrollo histórico, tanto tecnológico como estético, de la música electroacústica no sólo a nivel local sino también internacional. Por lo general apenas recuerdan nombres de compositores, casi nunca obras y, en los casos en que las recuerdan, la referencia suele consistir en algo “que escucharon hace mucho”, por lo general en los comienzos, para luego admitir no haber frecuentado ni seguido esta actividad de manera constante.
Surgen entonces los siguientes cuestionamientos, producto de esta última observación: si el objetivo de estas entrevistas fue el de obtener una imagen de las características y de la situación de la música electroacústica en la Argentina, así como poder establecer tanto sus compositores más importantes como sus obras más representativas, ¿en qué medida podemos darle validez a la información obtenida de entrevistados que han demostrado tener semejante desconocimiento sobre el tema? ¿Correspondería ampliar la cantidad de informantes para determinar si de esta forma cambiaría la calidad de la información obtenida? La decisión fue asumir la índole de estas respuestas como indicativas de la realidad de la música electroacústica en la Argentina. Es decir, creemos que ese desconocimiento es parte de un determinado contexto y que esta situación no cambiaría a través de una mera acumulación cuantitativa.
Más allá de los datos precisos que se obtuvieron en función de los objetivos mencionados (compositores y obras referidos), los cuales se presentan en un trabajo paralelo a éste y de índole cuantitativista, creemos que resulta de utilidad llevar a cabo una lectura crítica del resto de la información obtenida, a través de lo cual es posible rastrear la emergencia de una serie de problemas que la música electroacústica presenta a este que podría calificarse como “público no especialista, aunque calificado”.
A continuación se desarrolla brevemente la serie de tópicos o problemas que surgen del corpus analizado. Los mismos funcionarán como insumos y presupuestos a la hora de elaborar y encarar la segunda etapa de la investigación, consistente en la toma de contacto con los cinco compositores identificados como los más relevantes, y en el análisis de la obra que, de cada uno de ellos, surge como la más representativa.

 El problema del acceso masivo a la tecnología:
Si la dificultad de acceso a la tecnología era todavía en la década del ‘80 un problema para los compositores, la masiva accesibilidad posibilitada por los medios actuales aparece como problema para los oyentes, en tanto lo tecnológico se vuelve máscara capaz de ocultar pobreza musical, es decir, una herramienta que permite hacer música electroacústica sin ser buen músico.
Lo que en un momento parecía ser la expresión de la elite que tenía el privilegio de acceder a los medios necesarios para la producción (altamente complejos, costosos y casi exclusivamente gestionados por instituciones públicas o privadas), se ha vuelto -a partir de la facilidad en el acceso al hardware y al software de sonido, que permiten realizar una gran cantidad de transformaciones y procesamientos con sólo hacer un “click”-, en el imaginario de quienes no forman parte del campo, la posibilidad expresiva de quienes cuentan con capacidad técnico-tecnológica sin contar, necesariamente, con igual capacidad musical.

 El problema de una difusión casi exclusivamente limitada al intra-campo:
Aparece muy fuertemente instalada, en el fuera de campo, la idea de que la mayor parte de quienes constituyen el público de la música electroacústica son los propios compositores, o los estudiantes que pretenden llegar a serlo. Esto pondría en evidencia, en principio, dos actitudes de desinterés: la de los responsables de la difusión de las actividades de música electroacústica, por un lado, y la de varios de los propios entrevistados, por otro, que confiesan no estar demasiado interesados en tomar contacto con el fenómeno.
El efecto de cierre del campo de producción sobre sí mismo es indudable, y ha surgido de manera contundente en investigaciones anteriores. En el estudio efectuado sobre el público de la música electroacústica durante los años 2001 y 2002, afirmábamos: “Se trata, básicamente, de un público de expertos, en algunos casos de un público “de culto”, casi siempre vinculado de manera directa a la producción” (Beltramino, 2003: 18). En cuanto a las posibles explicaciones de dicho fenómeno, en el mismo trabajo arriesgábamos la hipótesis de que estuviera vinculado con la conservación de posiciones de poder dentro del campo, por una parte, y con la falta de instancias regulares de difusión, por otro, lo cual favorecería el acercamiento casi exclusivo de aquellas personas directamente vinculadas con los productores a través de instituciones de formación y capacitación.

 El problema del intérprete:
Son múltiples las referencias que apuntan a la cuestión de lo que la música electroacústica pierde o gana al perder o recuperar una dimensión de ejecución humana. Se valoriza, en este sentido, la duda, la imperfección de lo humano versus la supuesta perfección aséptica de la música totalmente pre-producida. Se alude a una “variación posible” que se opondría a lo que se concibe como invariable, como una “estructura pura” que estaría negando la posibilidad de una expresividad subjetiva. En este sentido también se impone la referencia a la investigación mencionada, en la que afirmábamos que
“lo que la música electroacústica realiza al eliminar la mediación del intérprete no es la eliminación de la participación humana sino su desplazamiento respecto del lugar que ocupa en el proceso que va de la producción a la recepción. Lo traslada desde un lugar de ejecución directa (música vocal) o mediada por instrumentos hacia el momento inicial del proceso, el de la composición, el cual […] consiste ya en una primera ejecución. El hombre, al igual que el sonido, pierde toda visibilidad, ejecuta más acá del escenario, y da a oír una ejecución en gran medida o en su totalidad “ya ejecutada”, lo que puede pensarse como factor de desilusión o de irritación -por lo que entraña de prescindencia- en un público habituado a una modalidad tradicional en la cual la obra se “re-crea” cada vez frente a él” (Ib.: 38)

 El problema de la forma:
En este caso la cuestión pasa por el establecimiento, por parte de los entrevistados, de una clara diferencia entre hacer sonidos y hacer obras electroacústicas, valorizando en este último caso la dimensión formal y hasta podría decirse cognoscitiva del fenómeno en cuanto a brindar al oyente la posibilidad de establecer con claridad si la obra está en su punto culminante o si está por terminar, por ejemplo. Es notable la relación directa que con respecto a este punto se establece entre la emoción que una obra puede provocar y la comprensión de su devenir formal, de su estructura.

 El problema de los límites:

Esta cuestión se vincula directamente con la anterior, como el problema de la forma y de la estructura. La música electroacústica, con relación a sus posibilidades técnicas, aparece como el territorio de lo ilimitado. Esto, en algún sentido, parece jugar en su contra, en tanto “ablandamiento”, resquebrajamiento de cualquier estructuración posible no sujeta a límites precisos, aunque no esté claro cuales podrían ser esos límites. Una técnica o un código previamente establecidos aparecen como garantía de un conjunto de posibilidades múltiples aunque no infinitas que cada obra puede llevar del estado de virtualidad o potencialidad al de efectividad real. En el caso de los medios electrónicos, gestores de sus propios códigos y marcos, la situación se presenta casi como si se tratara de una especie de “ilegitmidad” basada en el hecho de que cada actor y cada hecho pueden darse su propia ley.

 El problema de la escritura.
Aquí se impone la revisión de ciertas conclusiones de la investigación ya varias veces mencionada.
En dicho trabajo sosteníamos que
“la música electroacústica es una música absolutamente escrita: todos y cada uno de los eventos son susceptibles y al mismo tiempo exigen una medición, una cuantificación precisa, más allá de que exista la posibilidad de que el compositor decida “liberar” o dejar librada al azar alguna de las múltiples dimensiones de lo sonoro. Lo particular es que se trata de una escritura que ya no es “indicación” sino “realización”, lo que determina, al mismo tiempo, una fusión entre las figuras del compositor y del ejecutante al convertirse el acto de escritura en acto de realización. En concreto, la escritura no es más que un pre-texto, un texto preliminar, una especie de guión que se disuelve en el acto de composición que es, a la vez, presentificación, realización efectiva. Es por eso que ciertos autores hablan de un “retorno a la cultura oral”, dado que la obra existe sólo como sonido (la “partitura” no es más que una serie de fórmulas y órdenes de computación) y sólo en el presente de cada ejecución, la primera de las cuales es el acto de composición mismo. Dicho en otros términos, la música electroacústica posee sólo una existencia preformativa […] y esto se debe, fundamentalmente, a la inexistencia de una unidad mínima, elemental, a la manera de la “nota” en el sistema musical tradicional”. (Ib.37)

A la luz de las entrevistas analizadas es posibe afirmar que la música electroacústica no aparece como el punto de llegada de la tradición escrita que cruza hacia la oralidad en tanto se realiza en la performance sino como un caso límite, ubicado y detenido, para su pesar, entre los dos universos: ni tradición escrita ni oralidad, escritura total y performance pura al mismo tiempo, escritura sin escritura (sin margen de variabilidad) y performance sin ejecución (en tanto, por mencionar uno sólo de sus aspectos, ejecución puramente sonora, sin visualidad, sin dramatismo, sin teatralidad).
En la música electroacústica el compositor parece haberse “liberado” del intérprete, pero aparece como prisionero de su libertad: se liberó, efectivamente, del ejecutante pero también de la ejecución, de la situación de ejecución, de los testigos de la ejecución. El compositor parece haberse liberado en exceso, quedando aislado en su propia territorialidad.

 El problema de la pura audibilidad:
Es recurrente y coincidente la opinión de que la música electroacústica prefigura un oyente, un buen oyente, y nada más que un oyente. No le ofrece una sola alternativa a quien asiste a un concierto en términos de estímulos que apunten a alguno de los restantes canales perceptivos, sobre todo el visual.

 El (falso) problema de la racionalidad:
Frente al cúmulo de posibles puntos críticos expuestos, se observa también coincidencia en lo que puede ser una salvedad, una mirada positiva sobre el fenómeno de lo electroacústico. La hiper-racionalización de la que la música electroacústica parece surgir no la desvaloriza sino todo lo contrario, al punto de que la hace entroncar con las mejores tradiciones artísticas occidentales, en las que el pensamiento, el cálculo y la medida han sido consustanciales a la expresividad y a los sentimientos volcados en las obras.

La tecnología como problema:
Pese a lo señalado en el punto anterior, sí aparece como problema la tecnología en sí misma, a partir de la total dependencia que la música electroacústica presenta respecto de ella. En este caso la situación planteada no deja de ser llamativa, ya que la historia de la música, podría decirse, está hecha a partir de ese vínculo. La gran diferencia es que la tecnología de hoy es electrónica, a diferencia de la de siglos anteriores. Pero justamente esto implica que la tecnología que se usa en la actualidad para la música electroacústica es acorde con la época, al igual que lo que sucedió en cada una de las épocas anteriores.



Conclusión preliminar:
La crítica a la música electroacústica o una ventana abierta al ejercicio del conservadurismo estético

Más allá de la señalización de lo que para los entrevistados son “problemas” de la música electroacústica que, más tarde o más temprano, justificarían de alguna manera el aislamiento de esta manifestación musical y el desinterés manifestado, creemos que sigue siendo evidente el poder que la música electroacústica tiene como catalizador, como disparador de actitudes estéticamente conservadoras, aun en personas consideradas progresistas tanto en sus ideas como en sus modos de acción en el mundo.
Esto se debe, entre otras cosas, a que en la música electroacústica persiste un núcleo duro de resistencia a lo que podría calificarse un consumo cultural estándar. Hay, en la música electroacústica, una exigencia, un nivel de provocación a las expectativas habituales y un desafío a la capacidad perceptiva de los oyentes que hace que siga siendo, todavía hoy, a más de sesenta años de sus primeras manifestaciones, considerada un arte experimental y de vanguardia.
Volvemos, para terminar, a referir lo ya dicho algunos años atrás:
“Quien escucha música no lo hace en tanto individuo único y singular en un tiempo y un espacio descontextualizados. Quien escucha música es un actor social ubicado en un punto preciso de coordenadas históricas y personales; desarrolla dicha actividad a partir de modelos perceptivos integrantes de un orden social entendido como totalidad. Pensar en el nuevo orden perceptivo que la música electroacústica a la vez exige y contribuye a crear sin pensar en los cambios que un cambio semejante puede provocar en las demás esferas de la vida cultural es poco menos que una ingenuidad. Y es en este punto donde una propuesta semejante entronca con las propuestas de vanguardia. Aquella intención de “integración entre el arte y la vida” no hablaba sólo de una desaparición de las fronteras del campo autónomo del arte sino de una simbiosis, de una interpenetración, de una modificación recíproca. El arte radical capaz de integrarse a la vida es aquél arte capaz de alterar definitivamente los órdenes sociales, las dominantes perceptivas, imaginarias y expresivas que definen el perfil cultural de cualquier sociedad. Si algo aparece con contundencia a partir de esta investigación es la comprobación de que en la música electroacústica –a partir de las dificultades, las iras y los extrañamientos que es capaz de provocar–, hay algo que resiste la estandarización voraz, la industrialización cultural dominante. Hay en ella un resto, hay aún un “enigma” por revelar –diría Adorno–, que permite pensar que se trata de una música capaz de estar a la altura de esa sociedad nueva que, pese a lo lejana que pueda aparecer –sobre todo en función de las circunstancias que se viven por estos lares–, no puede (y no debe) dejar de ser imaginada ni sentida como necesidad imperiosa, como objetivo impostergable a la vez que irrenunciable” (Ib.: 49).


Referencia bibliográfica:


Beltramino, Fabián (2003). La relación del público con la música electroacústica. Buenos Aires: Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (Documentos de Jóvenes Investigadores, Nº 3)