viernes, 31 de octubre de 2008

ORFEO

Música y mitología: el caso Orfeo (2002)
Fabián Beltramino
[Conferencia pronunciada en el marco del ciclo "Encuentros con la música. La música y...", en el Conservatorio Silvestri de la Ciudad de Buenos Aires, el 7 de septiembre de 2002]

La relación que une a la música con la mitología podría ser, más que tema para un artículo, tema de investigación para toda una vida. Se trata de una relación profunda, compleja y de larga data, de un vínculo que puede rastrearse desde la Grecia antigua, incluso desde esa Grecia arcaica tan anterior al clasicismo de los siglos cuarto y quinto antes de Cristo, cuyas tragedias consisten ya en reelaboraciones y estilizaciones sumamente sofisticadas de lo mitológico. Me refiero a aquél momento arcaico en el cual el mito separaba la civilización en ciernes de la pura barbarie, cuando el mito servía para organizar la incipiente vida en sociedad. Me refiero al mito como constructor de comunidad. Pienso en grupos de personas organizándose en comunidad alrededor de ciertos relatos útiles, a su vez, para regular, reglar las actividades más diversas de la vida social. Hablo de relatos fundacionales. Y al hablar de los relatos no puedo soslayar la importancia de lo musical con relación a ellos. Existen sobradas evidencias de tipo arqueológico, básicamente iconográficas, que hablan de la relación que la mayoría de las recreaciones o evocaciones de personajes mitológicos tenían con la música, evidencias que se remontan en algunos casos a once o doce siglos antes de Cristo. Por otra parte, en los relatos mismos gran cantidad de personajes tienen algún tipo de actividad directa o vínculo con lo musical. El ejemplo más claro es quizás el de Apolo, de quien se predica un notable virtuosismo en la ejecución de la lira, así como también el de su oponente, Dioniso, quien si bien no desarrolla una actividad musical de manera directa tiene entre su séquito a Marsias, un virtuoso de la flauta de doble tubo, quien lo representa en la contienda musical contra el primero, en la que es derrotado. Sólo esa oposición, fundante de las dos principales tradiciones estéticas de la Antigüedad, permite ver con claridad el rol central de la música en la dinámica de los conflictos desplegados por el mito.
Otro ejemplo notable de imbricación entre las dimensiones en cuestión es el de las Musas, protectoras de cada una de las principales zonas del campo cultural, quienes son a un mismo tiempo diosas de la poesía y de la música.
Pero no es aquella época remota ni aquél contacto inicial entre mito y música el que intentaré abordar en este trabajo. Lo dicho anteriormente no sirve más que para mostrar que se trata de un tema que obliga por definición a establecer recortes, a delimitar y definir con precisión territorios acotados de anclaje. En tal sentido, mi intención es abordar la relación entre mito y música en dos momentos precisos de la historia, ubicados ambos no en la Antigüedad sino en la Modernidad europea, más precisamente en los siglos diecisiete y dieciocho. Mi objetivo es observar qué funciones específicas cumple, en cada uno de esos momentos, la asociación de la música con el relato mitológico, funciones que nunca son las mismas ya que, si hay algo que el mito no es, es algo cerrado, cristalizado, cosificado de una vez y para siempre. El relato mitológico es un relato maleable, y es precisamente esa “maleabilidad” la que ha permitido que a lo largo de la historia fuera sucesivamente retomado y reformulado en función de intenciones de lo más diversas.
Los dos ejemplos que voy a abordar tienen que ver con la ópera, una manifestación que, por lo menos en sus (fallidos) objetivos iniciales trató de vincularse explícitamente con la tragedia griega. Voy a abordar por un lado un momento inicial, a través de Orfeo de Claudio Monteverdi (1567-1643), y por otro lado el primer gesto reformador de importancia respecto de ese momento, a través de Orfeo y Eurídice de Christoph W. Gluck (1714-1787). Como se ve, el trabajo se asienta sobre un mismo relato de base, lo cual aporta mayor claridad en cuanto a la visualización de los diversos usos y funciones de los cuales éste puede ser objeto. El relato de base “parece” ser el mismo. En concreto, nunca lo es. Orfeo no es exactamente el mismo en el barroco que en el clasicismo. Voy a tratar de mostrar, además de sus diferencias, cómo se justifica la manera en la que se recurre a él en cada uno de los casos.
La historia de base, el relato del mito de Orfeo, si bien es bastante conocido, merece ser recordado brevemente. Claro que relatar un mito pone en evidencia la faceta antes mencionada: su versatilidad e intangibilidad. Relatarlo, aún en su mínima expresión, implica reformularlo, y toda reformulación conlleva, indefectiblemente, un cambio de sentido.
Para empezar, ni siquiera el origen de este semidiós está claro. Según las versiones aparece como hijo de Agro y Calíope o de Apolo y Clío. Y con respecto a sus actividades, la más famosa, sin duda, debido a las sucesivas reelaboraciones que la historia ha sufrido, es su actividad musical. Se lo conoce como músico y poeta muy talentoso, un virtuoso en la ejecución de la lira. Esta fama ha oscurecido, a lo largo del tiempo, su importancia como teólogo. Orfeo tiene, en la mitología griega, un importante papel como reformador de distintos cultos antiguamente vigentes, como los dedicados a Dioniso y a Deméter entre otros, llegando a conformar un culto propio, conocido con el nombre de “orfismo”.
Esto significa que se trata de un personaje sumamente rico en facetas, ideal para ser, como lo fue, abordado y reelaborado tantas veces a lo largo de la historia del arte de occidente.
Es claro que el foco de atención sobre este personaje ha estado casi siempre puesto sobre la historia de amor que lo involucra, su famosísimo romance con Eurídice, objeto privilegiado de la mayoría de las reelaboraciones.
Simplificando al extremo, la historia se sustenta en el amor profundo que Orfeo siente por Eurídice, cuya muerte provoca el inicio del periplo de Orfeo a través de los infiernos en pos de su recuperación, con su habilidad musical como única arma y llave de acceso. Mediante este recurso Orfeo logra su objetivo, recupera a su amada, pero le es impuesta una condición como contrapartida: no dirigirle la mirada hasta abandonar los territorios infernales. Orfeo no puede cumplir con esa imposición y pierde a Eurídice definitivamente. El final de Orfeo es trágico: su rechazo del amor de cualquier otra mujer provoca la furia de aquellas que lo pretendían, quienes lo despedazan al disputárselo.
Lo anterior podría funcionar como esquema argumental básico del mito de Orfeo. Ahora vamos a ver qué pasa en la primera de las reelaboraciones mencionadas.
Para eso hay que empezar a hablar de Claudio Monteverdi y ubicarse imaginariamente en el período barroco. Y digo “período” con una intencionalidad precisa. El barroco no es un estilo, es una época en la que conviven numerosos estilos emparentados. Así definido, la musicología histórica fija para él, arbitrariamente, dos fechas simbólicas de inicio y finalización. La primera es el año 1600, año del cual data la primera ópera conservada completa que es, no casualmente –y vamos a ver por qué–, la Euridice de Jacopo Peri y Giulio Caccini. La fecha de finalización es 1750, año de la muerte de Johann S. Bach.
Si bien los estilos que conviven en el barroco son bastante diversos, hay algo que los une y es la presencia y predominancia del gusto italiano por sobre cualquier otro perfil nacional. Hacia el final del período puede hablarse, incluso, de la consolidación de un “estilo internacional” de base italiana.
En cuanto al contexto político, hay que decir que es una época de gobiernos absolutistas, lo cual implica que el patrocinio de la actividad cultural y artística es eminentemente aristocrático. La actividad fundamental se desarrolla en las cortes, lo que tiene crucial importancia para lo que estoy tratando de desarrollar, esto es, las maneras en las que el mito de Orfeo reingresa en los circuitos de actividad cultural.
El momento que voy a focalizar en primer término, la época de Monteverdi, está ubicado al comienzo del período, en la primera mitad del siglo XVII. La característica fundamental de este momento es que se trata de una época de experimentación continua de estilos diversos, cuya base es la convivencia de dos grandes “maneras” de hacer música –que el propio Monteverdi sistematiza–: aquella que tiene que ver con lo antiguo, con la modalidad renacentista, un estilo predominantemente vocal y polifónico, y aquella que tiene que ver con la “nueva práctica”, cuyo rasgo principal, asociado al surgimiento de la ópera, se conoce como stilo recitativo, esto es, ya no un diseño polifónico y vocal (varias voces desarrollándose en paralelo), sino una textura caracterizada por un bajo firme (generalmente instrumental) y una voz aguda, melódicamente muy desarrollada, complementados ambos por instrumentos de “relleno” (denominados continuo). De ahí la denominación para el barroco musical como la era del “bajo continuo”.
Podría decirse, además, que el rasgo esencial del pensamiento musical del barroco es la expresión de “afectos”, de sentimientos entendidos como “grandes sentimientos”, casi como ideales. Se apunta a la expresión de aspectos trascendentales de la personalidad humana: la ira, la felicidad, el odio, la pasión. Es decir, grandes valores respecto de los cuales toda individualidad aparece como subsidiaria. Este rasgo, unido al hecho de que la actividad cultural se desarrollaba en las cortes, permite pensar en una función eminentemente didáctica o educativa de lo estético dirigida hacia sus propios integrantes, con una intención cohesiva e integradora.
Y esa, precisamente, es mi clave de lectura del Orfeo de Monteverdi: me interesa enfatizar su rol didáctico, educador, ideológico en el doble sentido cultural e ideológico del término. Y voy a intentar demostrar dicho aspecto a través de marcas presentes en el texto mismo.
Para empezar, basta sólo con detenerse en el título que Monteverdi elige para su obra: La fábula de Orfeo. La noción de fábula permite, en primer lugar, ser pensada en función de lo ya mencionado: la consolidación tanto de un modo de ver y actuar en el mundo como de las posiciones de poder vigentes en ese mundo. Es posible, así, pensar en una clase dominante obligada a inventar su propia genealogía, su ascendencia, su nobleza y su antigüedad, remontándose para ello al nutrido repertorio de dioses, semidioses y héroes de la mitología griega. Es decir que se trata de la legitimación de posiciones de poder a partir de la configuración de un linaje que arranca en los propios dioses. Por otro lado, la fábula permite ser leída, en función de la dominante estilística de la época, como condena de la iniciativa individual en favor de la sumisión a los grandes valores e ideales colectivos.
Fábula y mito se relacionan, además, etimológicamente. El mito es, en su acepción más tradicional, una narración anónima más o menos fabulosa, con contenido religioso, de algo acontecido en un tiempo remoto, generalmente hazañas de dioses y héroes. Pero el mito también es la ilustración, en forma de relato, de una idea o doctrina. Y es precisamente este segundo significado el que mejor se relaciona con el de fábula, entendida como aquella composición literaria en la que mediante una ficción alegórica, consistente en la representación de personas o en la personificación de animales, se da una enseñanza moral.
Para describir sintéticamente el Orfeo de Monteverdi hay que decir que fue estrenado en Mantua en 1607. Mantua fue, después de Florencia, la segunda corte en cuanto a centros de producción de importancia en el a esa altura incipiente camino de la ópera se refiere. A Mantua siguieron, en orden cronológico, Venecia, Roma y Nápoles. Esto significa que la dominante estilística de la ópera barroca fue desplazándose de norte a sur a través de la península itálica.
El texto sobre el que trabaja Monteverdi pertenece a Alessandro Striggio, el cual se basa en la versión del mito de Orfeo que aparece en las Metamorfosis de Ovidio. La estructura dramática, vinculada con la ingenua intención restauradora que impulsa a la ópera del momento, intenta reproducir la de la tragedia griega del período clásico, es decir, un prólogo y cinco actos. El Prólogo está a cargo no de un personaje sino de una entidad que presenta o cuenta los aspectos principales de la historia, en este caso La Música. Más allá de la división mencionada, la estructura es tripartita: comienza en un estado ideal, alcanza un punto de tensión máxima al momento de plenitud del conflicto y resuelve en un final feliz. Esta organización responde al modelo de la “pastoral”, género dramático muy vigente en los momentos finales del estilo renacentista. En este caso los personajes mitológicos reemplazan a los pastores y duendes involucrados en toda clase de conflictos que siempre se resuelven de la mejor manera. Es decir que el final feliz es una convención de género que perdura largamente. Sin embargo, esa resolución no era la que proponía el texto de Striggio, en el cual Orfeo quedaba en definitiva soledad. Fue Monteverdi, gran conocedor de los requerimientos y valores circulantes en la corte, vinculados con las estrategias didácticas antes mencionadas, quien introdujo las modificaciones necesarias para la consecución de la felicidad final.
En cuanto a lo musical específico, decíamos antes que el rasgo dominante para esta época del período barroco era la variedad estilística. Y ese rasgo, precisamente, es uno de los más sobresalientes en el Orfeo de Monteverdi. Se trata de una yuxtaposición de números de las más variadas formas y estilos, vinculados tanto con lo antiguo como con lo moderno, unidos por “ritornellos”, especie de estribillos orquestales que proporcionan la cohesión de la forma de toda la obra. A lo largo de los cinco actos se presentan distintos estribillos que van “hilando” la forma, compuesta, básicamente, variados números individuales. Además, este mecanismo de cohesión mediante estribillos orquestales se ve reforzado por el hecho de que tanto en el primer acto como en el quinto se presenta el mismo, con lo cual la conexión de toda la obra se refuerza notablemente.
Uno de los números en los que Monteverdi retoma sin problemas el estilo “antiguo”, evocando además una canción tradicional, es aquel en el que acontece la canción Vi ricorda un boschi umbrosi, basada en una frottola del siglo XVI.
Por otro lado, cabe mencionar como otra de las características importantes del barroco la intención que la música tiene de “pintar” el texto, es decir, expresar lo más fielmente posible el sentido de la palabra. La música pasa a estar, a diferencia de lo que venía ocurriendo hacia el final del Renacimiento –donde si bien se trabajaba sobre textos de grandes poetas la complejidad de la estructura polifónica hacía que la palabra se desdibujara–, plenamente al servicio del texto. Para tal fin se fue consolidando poco a poco una especie de retórica musical que permitía asociar ciertos giros o acontecimientos puramente sonoros con determinados sentidos u objetos concretos, por ejemplo el cielo y la tierra con ascensos y descensos melódicos, y la muerte con un silencio abrupto, entre otros. Claro ejemplo de esto es el número conocido como “lamento” de Orfeo ante la muerte de Eurídice, Tu se morta.
Por último, hay que decir que la orquestación de Monteverdi en los pasajes instrumentales está especificada con precisión, desde la misma Tocata inicial, una breve fanfarria para quinteto de vientos con repetición, cuya función, especificada en la propia partitura, consistía en acompañar la subida del telón.
Concretamente en lo que hace a las marcas que dan cuenta de la función moral y educativa de esta revisita al mito, es posible afirmar que se hacen evidentes desde el Prólogo, a cargo de esa figura simbólica denominada La Música, quien en uno de sus primeros parlamentos afirma: “desde mi Parnaso amado vengo a vosotros, ilustres héroes, famosos descendientes de reyes de los que la Fama relata imperfectamente sus méritos, pues son sublimes”. Esta frase hace explícita esa intención de legitimación de una clase mediante la evocación de un linaje noble y ancestral.
Otra instancia clave en el mismo sentido es el final del cuarto acto, momento en el que se hace explícita la moraleja de la fábula, presentada, esta sí, a la manera de la tragedia griega, es decir, en boca del coro el cual, en general, ejerce el rol del comentador y sancionador con relación al devenir de la historia. En ese momento el coro afirma: “Orfeo venció al Infierno y fue vencido por su pasión. Sólo será digno de una Gloria eterna aquél que consiga la victoria sobre sí mismo”. Esto es, evidentemente, una crítica abierta a la acción y a la pasión individual en pos de la defensa de esos valores ideales, abstractos y colectivos dominantes del pensamiento de la época.
El mismo final del cuarto acto establece un punto de inflexión. El relato podría terminar ahí. De hecho en el libreto original sólo figura una especie de cierre, un lamento final por parte de Orfeo, condenado a la perpetua ausencia de Eurídice. Pero el gusto de época exigía otra cosa, un final feliz, el cual el propio Monteverdi se ocupó de proporcionar efectuando un agregado al texto de Striggio.
Por lo general, a esta resolución se llegaba a partir de la irrupción en escena de Apolo o Cupido quienes, descendiendo desde las alturas –mediante un complejo dispositivo técnico de correas y poleas que dio lugar a la concepción del Deus ex machina– , proporcionaban la satisfacción y la felicidad necesarias. En el caso particular de la obra de Monteverdi, no se trata de un descenso sino de un ascenso, tanto de Apolo como de Orfeo mismo, quienes se dirigen hacia ese paraíso donde el reencuentro de éste último con Eurídice será tan definitivo como la felicidad conseguida.
En cuanto a lo musical específico, este momento constituye el primer dúo conservado en la historia de la ópera.
Para sintetizar lo expuesto hasta aquí con respecto al caso de Monteverdi y su relación con el espíritu de época o la mentalidad del barroco, cabe afirmar que la maleabilidad que caracteriza al relato mitológico permite abiertamente su utilización como instrumento de instrucción moral para con ese público de la corte, a la vez que como instrumento ideológico por cuanto tiene que ver con la consolidación de un determinado lugar de poder en el contexto de la estructura socio-política del momento.

Voy a focalizar ahora el análisis en la segunda de las reelaboraciones que me interesa tomar en cuenta aquí, manteniendo la hipótesis de lectura, es decir, a partir del supuesto de que el relato mitológico se manipula y se configura según los intereses y gustos dominantes de cada época, lo cual implica que de ninguna manera se trata de algo cristalizado y consolidado más allá del tiempo.
Hablar de Gluck significa pensar en otra época y en otro estilo musical, el estilo clásico. A Monteverdi y a Gluck los separan algo menos de ciento cincuenta años, pero el contexto cultural de cada uno de ellos es radicalmente distinto. En la época de Gluck el pensamiento ilustrado y el humanismo circulan ya como un flujo de ideas que van a cristalizar hacia mediados del siglo XVIII en la obra de Rousseau, entre otros. Los contenidos del pensamiento de la época apuntan hacia lo laico, al escepticismo, al pragmatismo; se enfatizan las cualidades y posibilidades del individuo humano frente a los condicionamientos de la estructura social, colectiva. En lo político se trata de un pensamiento liberal que, hacia fines del mismo siglo, llegará al poder por vía de la Revolución Francesa.
La dinámica de este caudal de ideas puede esquematizarse en dos etapas: una primera de carácter negativo, cuyo objetivo es desacreditar el viejo pensamiento para poder desprenderse de él, y la que se da hacia mitad del siglo XVIII, época en la que la mayor parte de la actividad de Gluck tiene lugar, en la cual se enfatiza el contacto y la comunión del hombre, en tanto individuo, con la naturaleza, en clave francamente russoniana.
Confrontando este último aspecto con lo dicho para la época de Monteverdi, es evidente el giro de ideas que lleva desde la crítica hasta la exaltación de la dimensión individual.
El contacto entre el hombre y la naturaleza propuesto por el pensamiento humanista tiene en cuenta, como una de las vías privilegiadas para su realización, el camino del arte. Esto significa que se trata de una época en la cual lo artístico es visto como algo muy favorable para la realización de los ideales en boga.
En cuanto al contexto cultural de realización efectiva, la diferencia entre los dos momentos también es abismal. El lugar en el que la actividad artística tiene lugar, por lo menos en el caso de la ópera, ya no es la corte –pese a que la aristocracia noble sigue actuando como mecenas del arte, aunque en decadencia–, sino el teatro, el teatro burgués destinado a ese incipiente público de clase media en ascenso. Se trata de un público cada vez más numeroso, con un poder adquisitivo creciente, pero con una tradición y una competencia culturales sensiblemente menor respecto del reducido público de las antiguas cortes. Es la época de los primeros conciertos públicos, que si bien ya habían tenido lugar en Inglaterra en 1672, ocurrieron en Alemania en 1722 y en Francia en 1725. De hecho, el Orfeo de Gluck fue compuesto para el Burgtheather (Teatro del burgo) de Viena, en el cual se estrenó el 5 de octubre de 1762. Esto habla de una modalidad de recepción de la ópera muy diferente respecto de la del barroco. Este nuevo público significa, entre otras cosas, nuevas exigencias para compositores y libretistas. Fundamentalmente, una exigencia de entretenimiento basado en nuevos recursos destinados a “dinamizar” el espectáculo de la ópera en todas sus dimensiones: el texto, la música, la puesta en escena, etcétera. Y es justamente como consecuencia de esto que el relato mitológico pasa a cumplir otro papel. Su función pasa a ser eminentemente utilitaria y pragmática: se trata de una historia que en sus acontecimientos principales el público mayormente conoce, lo cual permite la concentración de su atención en otros aspectos. Así, la estructura del relato mitológico pasa a ser mero soporte prefabricado y por eso mismo familiar, de la estructura dramática que permite vehiculizar los contenidos musicales.
Para decirlo sintéticamente, se impone ya desde esta época la idea de espectáculo, de entretenimiento satisfactorio en el que se combinan lo novedoso y lo ya conocido en dosis capaces de garantizar el éxito.
Yendo específicamente a la reelaboración del mito de Orfeo por parte de Gluck, hay que decir que el autor del libreto fue Rainiero Calzabigi, un poeta que vivió entre 1714 y 1795, quien se acercó y se asoció con el compositor en pos de la intención de ambos de revitalizar y reformar el, a su juicio, decadente espectáculo de la ópera del momento, crítica que se basaba sobre todo en los anquilosamientos, amaneramientos, vicios que el género había adquirido y que debían ser eliminados. Entre los aspectos a ser reformados, el principal era, sin dudas, el exceso de virtuosismo, debido al progresivo terreno que en la ópera barroca habían ganado los castrati, cantantes masculinos con registro de soprano o mezzo, cuyo avance había provocado incluso la modificación de libretos y partituras en función de su lucimiento. La crítica al virtuosismo evidenciaba, además, la sintonía con ese incipiente pensamiento humanista en circulación, el cual proponía una vuelta a la naturaleza, la recuperación por parte del hombre de la simpleza perdida a causa de la sofisticación extrema a la que la sociedad lo había obligado.
Si bien las intenciones reformadoras de Gluck y Calzabigi eran muy fuertes, por lo menos en el caso del Orfeo es evidente que hubo ciertas convenciones de las cuales no pudieron desprenderse, entre ellas el hecho de que el papel de Orfeo estuviera a cargo de un castrato –cosa que pueden modificar recién en una segunda versión estrenada en París unos años después–, y que el final fuera un “final felíz”, resuelto de manera bastante similar a la de Monteverdi –con las diferencias de que en lugar de Apolo es Cupido quien irrumpe para permitirle a Orfeo acceder definitivamente a Eurídice, y que este favor se le otorga en función de su amor hacia ella, del énfasis y la entrega a su propia pasión, algo impensable para la mentalidad barroca–.
Los objetivos formales de Gluck están explicitados en el prólogo del libreto. Estos son claridad, sencillez, racionalidad, fidelidad a la naturaleza, atracción universal y placer auditivo. Con Gluck se consolida eso que después va a denominarse el estilo “cosmopolita”, en el cual las diferencias estilísticas nacionales son reducidas al mínimo, y él mismo, con su propio periplo de residencia y trabajo internacional, encarna el típico personaje de época.
Hacia fines del siglo XVII la ópera había sido sistematizada por Pietro Metastasio, y es precisamente contra tal sistematización que Gluck dirige sus intenciones reformadoras. La estructura había pasado del prólogo y los cinco actos iniciales, a la manera de la tragedia griega, a sólo tres actos –división más acorde con la estructura dramática barroca cuya sucesión era situación idílica inicial - conflicto - resolución satisfactoria y recuperación del estado inicial– en los cuales el discurso se organizaba fundamentalmente a partir de la oposición entre recitativo y aria, con la atención y el despliegue de los mayores recursos virtuosísticos en esta última. Además, eran raros los conjuntos mayores a dúos, los coros cada vez más sencillos, el papel de la orquesta cada vez más marginal y de puro acompañamiento. En fin, está claro que hacia fines del XVII casi todo en la ópera estaba dispuesto en función de las arias a cargo de los solistas, la mayoría castrati.
Gluck y Calzabigi respetan la forma tripartita en cuanto a la división en actos, pero manejan una estructura dramática bipartita. La acción se inicia con la muerte de Eurídice, es decir, con la crisis, con el propio conflicto, el cual deriva hacia su resolución en un segundo momento.
Gluck intenta, entre otras cosas, moderar ese contraste tan explícito entre recitativo y aria, además de jerarquizar el papel de la orquesta integrando, por ejemplo, en un mismo movimiento la obertura y el comienzo de la acción dramática. Por otro lado, más allá de la simplicidad melódica, armónica y el equilibrio formal que explota, no deja de perder de vista en ningún momento esa exigencia de espectacularidad por parte del público nuevo, en pos de cuya satisfacción recurre a los números corales y de conjunto, además de introducir pasajes de danza en el devenir de la representación, cuyo número aumenta aún más cuando la obra pasa de Viena a París. En cuanto al entramado general de la composición, el trabajo no se presenta, como en el caso anterior, bajo la forma de números individuales unidos por pasajes instrumentales sino como un conjunto integrado y continuo, sin cierres demasiado categóricos, salvo el del final de cada acto.
Claro ejemplo de esto último es la primer escena del segundo acto, momento en el cual Orfeo desciende a los infiernos y enfrenta a Las Furias que impiden su paso hacia las profundidades. El trabajo del compositor determina, en este caso, varios niveles simultáneos. Por un lado el Coro de Las Furias, con su instrumentación particular, alternando con Orfeo, quien también cuenta con su propia instrumentación, alternancia que va dando cuenta, al mismo tiempo, del sentido del texto, ya que la respuesta de Las Furias se va suavizando progresivamente hasta aceptar y permitir el paso de Orfeo. Tenemos entonces, por un lado, un número de conjunto en alternancia con el solista, números de danza intercalados y una activa participación orquestal integrados en un único movimiento que se desarrolla de principio a fin de la escena.
Otra de las convenciones contra la que Gluck arremete, pero que sin embargo no puede eliminar del todo, es la del aria da capo, el aria virtuosística compuesta de dos partes, la primera muy luminosa y florida y la segunda un poco más oscura, con repetición obligada de la primera, lo que resultaba en una forma a-b-a que para los cantantes resultaba ideal, pues les brindaba la posibilidad de abrir y cerrar con la parte más brillante, pero que en cuanto al devenir de la estructura dramática significaba una total incoherencia. En el Orfeo hay una única aria da capo, que se llama ¿Qué hago sin Eurídice?, una especie de lamento que pone en evidencia la astucia de Gluck a la hora de tener que recurrir a la convención, ya que elige como el pasaje destinado a repetición aquél que funciona con carácter de preguntas que Orfeo se hace a sí mismo, cuya persistencia y retorno no aparecen tan injustificados. Además, la forma resultante es la del rondó, dado que la primera parte se escucha tres veces con dos oposiciones intercaladas: a-b-a-c-a.

En síntesis, y para terminar, voy a insistir con lo ya dicho: el abordaje de la relación entre música y mitología a través de la historia de Orfeo permite demostrar que tal relación es particular, y obliga a ser analizada y definida en sus sentidos y significaciones a partir de los contextos y los intereses de cada momento específico. Esto significa que el recurso al relato mitológico no persigue las mismas intenciones ni cumple las mismas funciones en cada uno de los momentos histórico-sociales en los que tiene lugar a lo largo de la historia del arte occidental.

miércoles, 22 de octubre de 2008

LA RELACIÓN DEL PÚBLICO CON LA MÚSICA ELECTROACÚSTICA

La relación del público con la música electroacústica (2003)

Fabián Beltramino

[Publicado como: La relación del público con la música electroacústica. Buenos Aires: Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, 2003 (Documentos de Jóvenes Investigadores, Nº 3).

ISBN 987-43-5907-2

Texto completo disponible en:

http://www.iigg.fsoc.uba.ar/docs/ji/ji3.pdf]

Introducción

El presente trabajo surge como resultado de la investigación llevada a cabo durante dos años (2000-2002) mediante una Beca de Formación de Posgrado de Conicet. El proyecto, radicado en el área de Estudios Culturales del Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, fue co-dirigido por Nicolás Casullo y Ana Lía Kornblit.

El objetivo principal de la investigación ha sido proponer hipótesis explicativas para aquello concebido como problema: la distancia que separa al público de la música producida por medios electroacústicos.

Se entiende por música electroacústica, en sentido amplio, toda composición musical en la que se utilicen “procedimientos electrónicos de generación o de modificación de sonidos, y/o que manipulen grabaciones de sonidos (generados electrónicamente o bien grabados en un medio natural acústico por medio de un micrófono)” (Aharonián, 1992: 53). Sin embargo, y dado que el foco de interés está puesto en el campo de la música llamada “culta” o “académica” –según la perspectiva-, se impone restringir la definición anterior a “aquellos productos artísticos que satisfagan determinadas necesidades estéticas y que se apropien del sonido como su principal medio” (Berenguer, 1996: 301). Tal restricción tiene su razón de ser en el hecho de que es posible observar en el campo popular una aplicación generalizada de los medios electrónicos a diversos estilos denominados “música electrónica”, género cuyas intereses estéticos aparecen como radicalmente distintos de los del campo académico y cuyos

resultados, en términos de recepción, son notablemente más positivos.

La pregunta inicial, el punto de partida de la investigación, ha sido por qué el público no frecuenta esta música, y ha surgido de la comprobación reiterada de una “ausencia de público” en los conciertos, entendida como ausencia de un público abierto, no acotado a grupos relacionados de manera personal o profesional con quienes producen las obras. De esta experiencia inicial también ha surgido el supuesto básico que ha guiado la investigación: el público en el mejor de los casos ignora y en el peor experimenta un rechazo profundo hacia este tipo de música.

Planteada en esos términos, la cuestión permite poner en juego un problema más amplio, la discusión acerca de la vigencia y el impacto social de las manifestaciones artísticas de vanguardia, en tanto la música electroacústica encarna, por definición, lo que podría denominarse, en términos adornianos, el estadio más avanzado del material composicional, dada la importancia que en ella tiene la dimensión técnica, tecnológica, del hacer musical.

En lo que respecta a la dimensión teórica, se ha intentado poner en tensión tres polos susceptibles de funcionar como marcos explicativos.

En primer lugar, la teoría estética adorniana, desde la cual es posible explicar el problema vinculándolo con el lenguaje de las obras. El lenguaje de la música compuesta desde comienzos del siglo veinte, en general, y el de la música electroacústica en particular, aparecen, desde esta óptica, radical y definitivamente divorciados del oído del público por dos razones: por la lógica interna del propio lenguaje, caracterizable como un proceso de

abstracción progresiva que va desde el campo de las alturas2 y el ritmo al de la materialidad sonora; y, al mismo tiempo, por el accionar de la maquinaria industrial cultural, responsable de aquello que el mismo Adorno denominó la “regresión del oír” (1966: 147)3.

En segundo término, la sociología de la cultura y la teoría de los campos de Pierre Bourdieu, desde donde es posible explicar el problema en términos de determinaciones socioculturales, competencias específicas y habitus, nociones todas dirigidas a resignificar el concepto tradicional de gusto. Así,

el problema de la relación de las manifestaciones más avanzadas del arte con el público radicaría en el hecho de que se trata de la producción de bienes, de objetos culturales que preceden al gusto del público. En tal sentido, sólo cabría esperar que en función de la “rareza relativa”, del “valor distintivo” que ofrecen o del desarrollo de las competencias específicas necesarias para su degustación a partir de un consumo progresivo, el público fuera llegando poco a poco a los productos artísticos más radicales4.

Finalmente, desde la estética de la recepción de Hans Robert Jauss, donde las consideraciones apuntan a revalorizar el carácter comunicativo del arte y el papel activo del público a la hora de consolidar tradiciones mediante operaciones de aceptación o rechazo. En tal sentido, aquí las hipótesis explicativas se vincularían con la dimensión de placer que la música electroacústica es capaz de abrir o no en la experiencia estética de los oyentes5.

NOTAS

1 Traducción propia

2 La altura es la dimensión que, determinada por la frecuencia (número de

oscilaciones por segundo) de las partículas involucradas en el proceso de

producción y propagación del sonido (cuerpos sólidos, aire, agua, etc.), permite

distinguir lo grave de lo agudo.

3 De Adorno ver, además, 1948, 1970, 2000 y, de Adorno-Horkheimer, 1947

4 Ver Bourdieu 1966, 1979 y 1984

5 Ver Jauss 1977 y 1979

viernes, 17 de octubre de 2008

ACERCA DE LA CRÍTICA

Acerca de la crítica (2002)

Fabián Beltramino

[publicado en la revista virtual Otro campo. Estudios sobre cine, nº7]


Entre los múltiples significados que pueden asociarse al término crítica, además de aquellos que apuntan a una definición de campo (la crítica como el conjunto de los críticos) o al consabido arte de juzgar, de emitir juicios u opiniones acerca de la belleza o verdad de las cosas (pertenezcan éstas tanto al mundo del arte como al universo de la vida cotidiana), uno resulta sumamente inquietante, y es aquél que tiene que ver con el concepto de censura, más precisamente con la actividad del criticón (entendido a la vez como adjetivo y sustantivo), es decir, con aquel que todo lo critica, quien permanentemente encuentra motivos para reprobar o corregir el resultado, el producto de algún proceso configurativo. En este sentido, el juicio del crítico aparece siempre como negativo, siempre apuntando a señalar lo que falta o lo que podría haber sido realizado de mejor manera. Es sin dudas la figura del detractor la que mejor se ajusta a semejante descripción, quien en el mejor de los casos puede ser caracterizado como el perpetuo adversario, el siempre disconforme, y en el peor como mero maldiciente e infamador.
Proponer hoy una crítica de tipo adorniano implica, de alguna manera, asumir ese destino de inconformismo en lo que tiene de perpetuo señalamiento de incompletud, de permanente puesta en tensión entre lo evidente y lo no evidente, de lo que está con lo que por definición no puede estar en la obra pero que al mismo tiempo consiste en aquello hacia lo cual ésta no puede dejar de tender. Así, se trata de una crítica de lo afirmativo en pos de encontrar en lo negativo el máximo acercamiento a una instancia de conocimiento verdadero. Se trata de hurgar en las huellas, en las cicatrices, de señalizar con precisión los fracasos para dar forma a lo que falta a partir de lo que hay, que de ninguna manera es lo que cuenta.
Craso error el de la crítica que se afana y trabaja exclusivamente sobre los méritos o desméritos de lo producido, que clasifica en géneros más o menos estancos y califica con números o estrellas el resultado de una actividad configuradora como si en eso consistiera su fin último, como si el análisis de las características del producto fuera lo que cuenta y no apenas el momento inicial de un proceso mucho mayor, apenas si una base de lanzamiento, la posibilidad de una apertura hacia esa dimensión de sentido que se abre siempre más allá de los límites de la obra.
La crítica más habitual, de tipo periodístico, muerde el anzuelo de la apariencia de lo configurado, de lo evidente, de lo positivo, y parece no poder escapar de esa trampa. En el mejor de los casos intenta una lectura, el esbozo de un gesto en el que se advierte la percepción de que hay algo que excede lo dicho por el texto mismo. En el peor, apenas consiste en un tartamudeo, en la (deficiente) repetición explicativa de lo evidente, de lo que está ahí y no necesita de ella. Pocas veces esta clase de crítica va más allá. Pocas veces se anima en el territorio que comienza en los confines de lo configurado, en las inseguras tierras de lo que se dice al decir (que nunca es lo dicho).
Señalar lo que falta, dar cuenta de la incompletud esencial de toda obra, marcar la dirección que sigue aquello que permanentemente se escapa desde lo aparentemente detenido y fijado para siempre; dejar de hablar de la apariencia para hablar del sentido, dejar de ocuparse de lo expresado para ocuparse de la expresión, ir de lo expuesto a lo latente, he ahí la misión, el porvenir, el salto cualitativo que es dable esperar de una crítica en estado de madurez.
Es claro que hablar de crítica en el sentido mencionado implica abandonar el terreno de la opinión subjetiva y del comentario para entrar en el de la reflexión filosófica, única vía para dar con la solución al enigma que cada obra propone como clave, como cifra de su contenido de verdad. Es dicho carácter enigmático, precisamente, el que funda la carencia con la que carga todo contenido o expresión positiva de cualquier campo de actividad artística. Carencia que determina, a su vez, que toda obra esté a la espera de su “interpretación”. Y he aquí la clave del dilema. De eso se trata. No de valorar, de poner en relación unos productos con otros como si se tratara de comparar el rendimiento de autos de competición, sino de interpretar, de poner en relación lo latente con lo manifiesto.
Lo dicho no intenta afirmar que en toda obra resida un enigma de igual índole ni que toda obra posea un contenido de verdad (por otra parte histórica y socialmente variable, no ontológico). Desentrañar, aclarar, marcar la diferencia entre obras que están más cerca o más lejos de ese contenido es la tarea de la crítica. Abandonar la obsesiva descripción de los rasgos de lo producido por la necesaria reflexión acerca de la clase y la calidad del contenido verdadero que es susceptible desentrañar a partir de ellos. En palabras del propio Adorno: “Nada se comprende si no se comprende su verdad o falta de verdad” (1).
Aquella crítica que se limita a describir y señalar los mecanismos constructivos y significantes puestos en juego en la obra va (sin querer y sin saber) matándola poco a poco, sumergiéndola en su propia tautología. Yendo a un extremo sería posible decir: dar cuenta de lo que está es dar cuenta de, cada vez, menos que lo obvio.
Si bien Adorno alude a la relación entre fracaso técnico y falta de verdad, no alcanza (no debería alcanzar) para la crítica el hecho de dar cuenta de méritos o desaciertos en ese nivel; en todo caso, el señalamiento de las falencias no se justifica más que con relación a la justificación de una carencia mayor, aquella que tiene que ver con la dimensión trascendente del arte. Por otro lado, el elevado rango técnico, factual, puede muchas veces conducir con más prestancia a la falsedad (función ideológica del arte en tanto imagen deformada pero, a partir de tal solvencia, fascinante) que a la verdad.
Precisamente con relación a esa dimensión de engaño surge la única posibilidad de una manifestación positiva del contenido de verdad: “La perfecta exposición de una falsa conciencia es el nombre único para el contenido de verdad”, dice Adorno (2).
Así es como la imagen más noble del crítico vuelve a ser la del criticón: la máxima lucidez consiste, entonces, en advertir frente a cada obra la talla de su fracaso: destino trágico del arte y, a la vez, del decir sobre el arte.
Si la crítica no despliega la obra, si no considera aquello que la sobrepasa, si no se esfuerza en extenderla más allá de sus límites entonces fracasa, incumple su tarea principal y se limita a sí misma al limitar con un cerco infranqueable aquel objeto que debería ser, apenas, el punto de partida de un largo recorrido hacia las significaciones profundas.

Notas
(1) Adorno, Theodor W. (1970): Teoría estética, Barcelona: Orbis, 1983, p.172
(2) Op. cit., p.174

martes, 14 de octubre de 2008

ADORNO. SOBRE LA MÚSICA

Sobre la música. Theodor W. Adorno. Paidós, Barcelona [2000]


Fabián Beltramino


[reseña publicada en Pensamiento de los Confines, Diótima-Paidós, Buenos Aires, nº9/10, agosto 2001, ISSN: 1514-044X, pp.254-256]

Este libro recoge cuatro artículos de Adorno escritos entre 1950 y 1965, compilados por Gerard Vilar, profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona. Si bien se trata de ensayos en los que el autor explora la relación de la música con, por ejemplo, la pintura y la filosofía, un tema, planteado de manera explícita en el primero de los artículos –“Música, lenguaje y su relación en la composición actual”(1956)– los recorre a todos: aquello que une y que separa los universos musical y lingüístico. Adorno vuelve una y otra vez sobre una misma idea: lo que en la música contemporánea –para él la “nueva música”– hay de lingüístico es, paradójicamente, una renuncia a la linguisticidad. Dicho de otro modo, lo que la música nombra no es algo exterior a ella sino aquello que se manifiesta en el contenido mismo de lo que suena, el nombre mismo. Su semejanza con el lenguaje –si bien pasa por el hecho de que se trata de una sucesión temporal de sonidos articulados que hasta puede manifestar una clara funcionalidad retórica a partir de las posibilidades que le brinda el sistema tonal devenido segunda naturaleza–, se cumple de manera cabal a partir de su alejamiento de cualquier forma discursiva mediada por significados que reclamen una interpretación. Para Adorno la música es inmediatez, síntesis, y el sentido que para él encarna el término interpretación es físico: pasa por la ejecución concreta, asimilable en el caso del lenguaje al gesto de la copia o la lectura en voz alta. Lo esencial de ese gesto es que se trata de una actividad imitativa, una praxis mimética que se desentiende de cualquier desciframiento ulterior. Así, la música es concebida como un lenguaje sin intenciones trascendentes en el que todo se revela y se oculta al mismo tiempo.

Ahora bien, la expresión aparece, para Adorno, como un segundo momento que se resiste a cualquier analogía con el lenguaje en términos de lógica constructiva. Aún para la “nueva música”(la música compuesta a partir del período atonal libre de Arnold Schönberg, alrededor de 1910) resulta imposible renunciar a la expresión, que se presenta siempre bajo la forma de un enigma nunca resuelto capaz de conservar la apariencia de una verdad no aparente. La expresión en el arte moderno pasa entonces, según esta tesis, por la ruptura de la expresividad tradicional, esto es, de las convenciones que existen entre lo expresado y sus representantes, y pasa también por la adopción de procedimientos formales y constructivos que atiendan por sobre cualquier otra cosa las exigencias del material, más allá de cuál sea el medio en el que se trabaje (visual, sonoro, etc.). De aquí se desprende que la hipotética convergencia de todas las artes en el arte –escenario siempre presente en el horizonte del pensamiento adorniano– no depende de ningún sincretismo sino de la obediencia de cada disciplina a un mismo principio inmanente, aquél que impulsa la renuncia a lo comunicativo en pos de la pura expresión a través del trabajo con el material desnudo, material que contiene en sí mismo las condiciones de posibilidad de su propio orden. En cuanto al papel del sujeto, la mayor posibilidad para su más pura manifestación radica en aquella búsqueda que tiene como punto de partida la renuncia a cualquier expresividad codificada y, por lo tanto, cosificada. Sin embargo, Adorno no es ingenuo al evaluar los resultados obtenidos por la música compuesta durante la primera mitad del siglo veinte en esa búsqueda. Si bien reconoce que el elemento idiomático que el sistema tonal proporcionaba fue abandonado por el lenguaje desnudo dominado mediante técnicas desnudas (dodecafonismo, serialismo integral, música electroacústica, procedimientos matemáticos o aleatorios de generación sonora), reconoce también en esa música –que denomina “poslinguística”– la apariencia de una pérdida de dignidad frente a la música del pasado. Es por eso que en “Sobre la relación actual entre la filosofía y la música”(1953) vuelve sobre ideas ya expresadas en Filosofía de la nueva música (1948). Si bien mantiene firme su ataque contra todo orden sistemático impuesto desde afuera, advirtiendo en el proceso de racionalización estética –orientado hacia la perfección de la obra de arte en sí misma– una tendencia a la autodisolución de la razón de ser del arte –evidenciada en la carencia de finalidad del arte en la existencia social real–, se ocupa en deslindar de sus críticas hacia el dodecafonismo la música de Arnold Schönberg, a quien reivindica con fervor en su intento de perseverar en la esencia musical-lingüística incluso en el nivel de renuncia a la linguistización del material (los formulismos y la retórica musical tradicional). Schönberg representa para Adorno el prototipo del sujeto capaz de asumir la búsqueda de la pura expresión musical independientemente de la técnica puesta en juego.

Además del abordaje del vínculo que al mismo tiempo une y separa música y lenguaje, cabe mencionar algunas otras cuestiones interesantes que aparecen en estos artículos, aunque no de manera tan desarrollada como la primera.

En “Sobre algunas relaciones entre la música y la pintura”(1965), Adorno efectúa una crítica hacia la música electrónica. Se dirige tanto contra la de su etapa primitiva de comienzos de los '50 –cuando se trabajaba sobre todo en la búsqueda de diferenciación extrema entre cada sonido en una especie de atomización o composición por puntos–, como contra la del momento más cercano a la fecha de redacción del artículo –cuando se había pasado a un trabajo por bloques o capas densas–. Advierte en esta música un rechazo, inadmisible para él, hacia la dimensión temporal en tanto posibilidad de desarrollo y transición temática. La sobrevaloración de cada sonido particular y del sonido en sí mismo no es vista como un avance en la búsqueda de la pura expresión sino como una especie de primitivismo o, con mayor rigor aún, de desintegración.

“Acerca de la relación entre la pintura y la música hoy”(1950), plantea una interesante analogía entre figurativismo y tonalidad en tanto convenciones y órdenes naturalizados en la sociedad burguesa, cuya función no es otra que medir la obra de arte individual respecto de algo que yace fuera de ella y actúa como parámetro de legitimidad confirmado socialmente. Adorno advierte en dichos paradigmas la intención de hacer a lo nuevo obedecer a lo preexistente.

Gerard Vilar, en su Introducción, afirma que “los escritos de Adorno... llevan al pie la fecha de su redacción en tinta bien visible”, aludiendo a una supuesta pérdida de actualidad de los mismos. Si bien esto puede llegar a ser cierto en relación con varios aspectos que el mismo Vilar señala, referidos a crítica cultural y trabajo sociológico, no es para nada así en lo que a la situación de la música académica contemporánea se refiere, sobre todo si se atiende a ciertas cuestiones de desarrollo interno y a la función social del arte. Los problemas constructivos de los que la música contemporánea adolece pueden perfectamente todavía hoy abordarse a partir de conceptos adornianos que ponen en juego cuestiones tales como expresión, lógica inmanente del material y convención, por mencionar sólo algunas. Por otra parte, para pensar el vínculo prácticamente inexistente que se comprueba entre la música académica contemporánea (sobre todo aquella compuesta por medios electrónicos) y el público, resulta imprescindible tener en cuenta ciertas ideas expresadas por Adorno tanto en “Dificultades para comprender la nueva música”(1966) como en la Introducción de su ya mencionada Filosofía de la nueva música (1948) e incluso en el clásico “La industria cultural”(1944/47). Aún hoy perdura con una vigencia tremenda el conflicto entre un lenguaje sedimentado, naturalizado, omnipresente a través de los medios masivos, y un lenguaje que renuncia a toda convención, que intenta plantear en cada obra una relación nueva entre su propio ser y su horizonte de referencia, conflicto que abre un abismo entre aquello que suena y el oído del público. Es por eso que, al mismo tiempo que resulta sumamente valorable el esfuerzo de Vilar por dar a conocer en español estos trabajos de Adorno, no deja de ser criticable su propuesta de una lectura con valor puramente historicista.

viernes, 10 de octubre de 2008

LA AUTONOMÍA DEL ARTE

La autonomía del arte (2000)

Fabián Beltramino
[Publicado en revista digital Leedor.com]

Introducción

Este trabajo intenta abordar la cuestión de la autonomía del arte desde varios puntos de vista. En primer lugar, desde la posición de quienes aceptan la autonomía como condición necesaria para que el discurso artístico pueda ejercer una función soberana respecto de los demás tipos de discurso. En segundo término, desde posturas que, vinculadas con las ideas vanguardistas, rechazan la noción de arte autónomo al ver en ella la pervivencia de un pensamiento de tradición idealista. Finalmente, se tendrán en cuenta ciertas miradas críticas hacia las consecuencias que provoca un arte dotado de una relativa autonomía respecto de los demás campos de la realidad social.
Con relación al primer aspecto, el de la autonomía vinculada a la noción de soberanía, el autor de referencia será Christoph Menke (Menke, 1991); para analizar el rechazo hacia el arte autónomo concebido como resabio de la estética idealista, se tomará como base la posición de Peter Bürger (Bürger, 1983), y en cuanto al ítem final, el referido a los aspectos negativos del arte autónomo, se citarán ciertas ideas de Eugene Lunn (Lunn, 1982) y Néstor García Canclini (García Canclini, 1990).


La autonomía necesaria

En primer lugar, debe quedar en claro qué características tiene la experiencia artística concebida en términos de autonomía. En este sentido, Menke acierta al definirla como un acontecimiento autorregulado, que se ubica al lado y con independencia respecto de los otros tipos de discurso, y que está dotado de una validez relativa limitada a su propia esfera. Desde este punto de vista, cada discurso racionalizado funciona libremente, según reglas específicas claramente delimitadas entre sí (Menke, 1991: 14).
Ahora bien, este autor acepta la autonomía sólo como un momento primero y necesario para una segunda instancia, mucho más importante y decisiva: el momento soberano del arte, esto es, el momento en el que el arte efectúa una transgresión, subvierte, hace entrar en crisis a los demás tipos de discurso. Su argumentación se basa en la idea de negatividad propuesta por Adorno. Esta idea, reinterpretada, le permite concebir al arte como una entidad que funda su validez únicamente en sí mismo, a partir de su autonomía, hecho que desencadena una crisis en aquellos discursos cuya validez está atada a un sistema económico y político determinado (Menke, 1991: 17-19). Sin embargo, esta autovalidación del arte no alcanza por sí sola para desencadenar semejante efecto. La realización del potencial soberano que radica en la experiencia estética autónoma depende de otro factor, vinculado con una concepción de la ubicación espacial del arte: si se percibe la experiencia estética como algo localizado, simplemente como una forma de discurso entre otras, aunque autojustificada, ésta tendrá consecuencias estabilizadoras, aportará compensación, alivio, es decir, tendrá un efecto absolutamente opuesto al antes descripto. En cambio, es al ser concebida como potencialmente ubicua cuando la experiencia estética tiene consecuencias desestabilizadoras, es decir, cuando esa justificación o razón de ser inmanente, basada en su autonomía, se vuelve contra los demás discursos (Menke, 1991: 202).
Con relación a esta posibilidad subversiva del arte, varios autores ofrecen argumentos en el mismo sentido. Para Federico Medina Cano, por ejemplo, el objeto estético efectúa una desautomatización de la percepción normal de la realidad, provocando un nuevo tipo de visión del mundo (Medina Cano, 1988: 45). Este autor, como Menke, valora positivamente el status autónomo del arte, concibiéndolo como paradigma de un trabajo no alienado, como producción libre, no atada a los imperativos del sistema capitalista (Medina Cano, 1988: 47). Como bien señala Eugenne Lunn, el mismo Marx percibió en la autonomía relativa del arte frente a las necesidades políticas o económicas inmediatas un desafío hacia la sociedad basada en el trabajo alienado y comercialmente instrumentalizado (Lunn, 1982: 82-3). También para Adorno la función del arte deriva de su ausencia de propósito frente a las demandas funcionales e inmediatas de producción, beneficio o acción política (Lunn, 1982: 314).
En definitiva, se le adjudique a la condición autónoma del arte un poder de provocación o alteración respecto del sistema de producción y del resto de los campos de la actividad social, o se la conciba como condición necesaria para desencadenar semejante efecto en una segunda instancia, se trata de un atributo valorado positivamente por buena parte del pensamiento estético actual.


La autonomía triunfante

Bürger señala que la especificidad de las vanguardias radica en su ataque a la institución arte, en su cuestionamiento radical del status autónomo del arte en la sociedad burguesa (Bürger, 1983: 14). Es por eso que para él la insistencia de Adorno en circunscribir toda propuesta al ámbito estrictamente estético deviene en antivanguardismo, en reacción estética hacia aquello que por definición está concebido para trascender dicho campo (Bürger, 1983: 17). En su opinión, tanto Adorno como Lukács se atienen al concepto de arte propio de la estética idealista, al entender la obra como manifestación de la verdad sobre la sociedad y no como algo que deba intervenir directamente en la praxis cotidiana (Bürger, 1983: 107). En este sentido, resulta oportuno recurrir a una lectura más profunda acerca de la posición de Adorno. Susan Buck Morss afirma que el ataque crítico que Adorno exige del arte apunta a que éste desgarre el velo ideológico que oculta el conocimiento verdadero de la realidad (Buck Morss, 1977: 91). La misma autora, sin embargo, agrega que la fe de Adorno en la autonomía de la cultura -su creencia en que la práctica intelectual, a partir del dominio exitoso de su propio material, de sus propios medios de producción, podría revolucionar el todo social- había sido profundamente sacudida; que al reconocer el poder preeminente de las fuerzas socioeconómicas su posición se había vuelto más marxista, en el sentido ortodoxo del término (Buck Morss, 1977: 361). Es interesante evocar, en relación con la fe de Adorno en la inmanencia del arte, su posición en la polémica que se dio entre él y Benjamin, en el contexto general de la discusión acerca de lo favorable o desfavorable de la disolución del aura por efecto de la reproductibilidad técnica de la obra. Lunn señala muy bien que para Adorno, la obra de arte autónoma efectúa la autoliquidación técnica de su aura a través del desarrollo de sus propias leyes formales; así, las características aureáticas se erosionan desde adentro en un proceso que mantiene viva la función primordial del arte: la negación de un mundo completamente instrumentalizado (Lunn, 1982: 176-80).
Volviendo a Bürger, éste asigna un papel determinante al devenir histórico moderno como factor de diferenciación progresiva de disciplinas especializadas y dominios de actividad, proceso que habría ocasionado, entre otras cosas, que el individuo no pueda experimentar el todo social y anhele la unidad, la eliminación de las fronteras entre los campos de la experiencia, como una especie de paraíso perdido (Bürger, 1983: 42). Y aquí es donde la institución arte, en tanto autónoma, cumple la función de satisfacer imaginariamente dicha nostalgia de unidad implicando, sin embargo, una reconciliación sin consecuencias inmediatas para la praxis (Bürger, 1983: 71-2). En este punto, hay autores que señalan que sí hay consecuencias políticas muy claras, aunque no precisamente revolucionarias, en el hecho de que exista un campo artístico autónomo. Por ejemplo, Néstor García Canclini afirma que fue el desarrollo capitalista el que hizo posible una fuerte autonomización de los signos estéticos respecto de la vida cotidiana, pues en la apropiación privilegiada de esos signos, aislados de su base económica, la burguesía halla un modo de eufemizar y legitimar su dominación (García Canclini, 1990: 33).
Un aspecto importante en relación con la autonomía del arte es la cuestión de su vigencia. El acuerdo parece ser bastante amplio: la noción de arte autónomo y la filosofía idealista que la sustenta perduran en varios sentidos. Bürger ofrece una prueba contundente: la presencia de las anti-obras de vanguardia en los museos, hecho que al mismo tiempo marca, de alguna manera, la derrota de tales propuestas (Bürger, 1983: 79), por lo menos en su intención de reintegrar el arte a la praxis cotidiana. El mismo autor parece encontrar una de las razones de dicho fracaso en el hecho de que la intención vanguardista no consistiera más que en una absolutización esteticista de la autonomía estética (Bürger, 1983: 183).
En definitiva, para Bürger ni la propuesta de las vanguardias de una realidad diaria transformada ni la trascendencia del arte a partir de su propio lenguaje propuesta por Adorno, logran modificar el concepto de arte institucionalizado en términos de la estética idealista (Bürger, 1983: 252).


La autonomía incestuosa

Entre las numerosas críticas hacia una concepción autónoma del arte, las que apuntan hacia su hermetismo y consecuente elitismo parecen ser las más fuertes. Así, García Canclini habla de "estética incestuosa", de un arte para artistas, cerrado, que establece un modo correcto y único de apreciar lo artístico, un mundo supuestamente desvinculado de la existencia material que, en realidad, no es más que el modo burgués de organizar en el campo de lo simbólico las diferencias entre clases (García Canclini, 1990: 24). Lunn señala, además, que aún las formas más revolucionarias del arte concebido en términos de autonomía, en tanto revuelta estrechamente cultural, facilitan su absorción, como moda, ya sea por la publicidad o por la industria del entretenimiento provocativo, como nuevo producto de consumo para ricos (Lunn, 1982: 12)


Conclusión

De este abordaje somero de la cuestión de la autonomía del arte se desprenden, más que definiciones tajantes, algunos puntos que merecerían ser desarrollados en mayor profundidad. Por un lado, hasta qué punto es necesaria la autonomía para que el arte pueda ejercer su poder subversivo sobre los demás discursos sociales y, más importante aún, cómo podría escapar el arte a la limitación de semejante potencial ya no por parte del campo institucionalizado, de la academia elitista ávida de nuevos objetos que satisfagan su consumo snobista, sino de la industria de la cultura, en muchos sentidos peor, ya que lo limita tanto por el lado de su potencial crítico como con relación al desarrollo inmanente de su propio lenguaje, obligándolo a una codificación precisa de cada signo, aún del más provocativo.

Bibliografía:
BUCK MORSS, Susan
1978 The Origin of Negative Dialectics: Theodor W. Adorno, Walter Benjamin and the Frankfurt Institute (tr.esp. Origen de la dialéctica negativa, Siglo XXI, México,1981)
BÜRGER, Peter
1983 Zur Kritik der idealistischen Ästhetik (tr.esp. Crítica de la estética idealista, Visor, Madrid, 1996)
GARCÍA CANCLINI, Néstor
1990 "La sociología de la cultura de Pierre Bourdieu" en Sociología y Cultura de Pierre Bourdieu, Grijalbo, México, pp.9-50
LUNN, Eugene
1982 Marxism and Modernism: An Historical Study Of Lukacs, Brecht, Benjamin, and Adorno (tr.esp. Marxismo y modernismo, FCE, México,1986)
MEDINA CANO, Federico
1988 La práctica artística, el lenguaje y el poder, Autores Antioqueños, Bogotá
MENKE, Christoph
1991 Die Souveränität der Kunst: Ästhetische Erfahrung nach Adorno und Derrida (tr.esp. La soberanía del arte. La experiencia estética según Adorno y Derrida, Visor, Madrid,1997)

lunes, 6 de octubre de 2008

PETER BÜRGER. CRÍTICA DE LA ESTÉTICA IDEALISTA

Bürger, Peter [1983]: Crítica de la estética idealista, Visor, Madrid (1996)
Fabián Beltramino

[Reseña publicada en la revista virtual Otro campo. Estudios sobre cine, nº4, 2000]

El interés de Bürger por la estética idealista pasa por someter a debate ciertas normas vinculadas a ella, en su mayoría implícitas, que regulan la institución arte y que aún hoy determinan la producción y recepción de las obras. Su objetivo es efectuar un replanteo, una resemantización del concepto institucionalizado de arte. Valora por eso la crítica de la estética idealista en dos sentidos: en primer lugar, porque permite pensar la intención vanguardista de reconducción del arte a la praxis vital como un proyecto que no sea la mera repetición de las vanguardias; en segundo término, porque permite pensar lo estético no como siendo el centro organizador de una praxis de la vida liberadora y liberada -dado que lo que se contrapone abstractamente a la alienación sólo puede reproducirla-, ni tampoco como institución autónoma. Para Bürger, ni la idea vanguardista de una realidad diaria transformada ni la idea adorniana de la trascendencia del arte logran modificar por sí solas el concepto institucionalizado de arte en términos de la estética idealista que subyace a ambas. Es decir, reconoce la vigencia de la estética idealista: de sus figuras mentales (la idea de obra como coincidencia de forma y contenido, por ejemplo), y de su poder (que le permite continuar siendo el núcleo normativo de la institución arte, una de cuyas pruebas fehacientes es la presencia de las "anti-obras" de vanguardia en los museos).

La crítica de Bürger puede resumirse en dos puntos principales. Primero, en tanto la estética idealista asume la entidad de nueva mitología, de teoría de un mundo divino ausente en el que se realiza la reconciliación de los opuestos (sujeto-objeto, naturaleza-historia, individuo-sociedad, etc.), entidad que, sin embargo, ella misma se encarga de neutralizar al renunciar a la idea de validez obligatoria universal, concibiendo al individuo aislado como único y legítimo portador de la experiencia estética. Segundo, en tanto la estética idealista concibe la institución arte como una más junto a otras, como una esfera autónoma cuya función consiste en satisfacer la nostalgia de unidad que afecta al moderno individuo burgués; autonomía que implica, por un lado, la reconciliación hombre-naturaleza sin consecuencias inmediatas para la praxis diaria de los individuos, y por otro, una crítica de la desdiferenciación entre arte y praxis vital propuesta por las vanguardias. Es precisamente en relación con este aspecto que se dan las principales diferencias entre el pensamiento de Bürger y el de Adorno: la insistencia en la autonomía del arte por parte de este último significa para aquél una restitución de categorías idealistas opuestas al impulso vanguardista.

Es clara la valoración positiva que Bürger efectúa de la experiencia vanguardista. Sea porque las vanguardias conmocionaron los fundamentos legitimadores de la estética idealista en tanto fenómeno artístico imposible de ser comprendido dentro de su marco, sea porque en tanto cuestionamiento radical de su status autónomo las vanguardias plantearon una nueva relación con el arte, o también porque determinaron la inviabilidad de la tesis adorniana de progreso artístico basado en el estado del material al volver imposible privilegiar alguno de los materiales por sobre el resto, lo concreto es que Bürger no ve en ellas sólo la pretensión de reducir el arte a la praxis cotidiana sino la posibilidad de un replanteo de las categorías de la estética idealista. Para él se impone una ruptura reflexiva de la autonomía artística, no inmediata a la manera romántica o surrealista; se hace necesaria una crítica de las categorías centrales de la estética idealista, las cuales, a pesar de su visión distorsionada, pueden decir algo valedero acerca de su objeto, el arte. Se trata, entonces, de la transformación de dichas categorías por la crítica, de su dialectización, no de su destrucción. Bürger entiende que ni la posición vanguardista ni la de la estética autónoma pueden ser, individualmente, el fundamento de una estética actual.

La crítica de Bürger comienza por la idea de obra, afirmando que es necesario pensar la obra como relación articulada entre lo particular y lo universal, no como unidad inmediata ni lugar de revelación del absoluto, tampoco como un esquema vacío de experiencias individuales de recepción. La obra de arte es un producto humano con el que tenemos una determinada relación, caracterizada por el hecho de que su aspecto sensible remite a una significación, es decir que se trata de una estructura de tipo relacional, no absoluto. Bürger señala, sin embargo, un momento potencial de verdad en el concepto de obra de la estética idealista, que radica en la posibilidad de pensar forma y contenido como instancias separadas y opuestas.

En segundo término se ocupa del concepto de verdad. Para Bürger es necesario renunciar al concepto hegeliano de verdad basado en la identificación de sujeto y objeto, en la reconciliación de las contradicciones reales mediante el pensamiento, sin que ello signifique renunciar a cualquier concepto de verdad en estética, el cual debería estar basado en la contradicción entre sujeto y objeto, es decir, debería tratarse de un concepto de verdad en tanto acto de conocimiento de las contradicciones, legitimador de la ruptura como categoría estética central. Entonces, la fijación del concepto de verdad es válida siempre y cuando refleje la riqueza de determinaciones a las que está sujeto. Esto significa que el concepto más concreto sería aquél que brindara la imagen más contradictoria. Bürger señala, además, que el contenido de verdad de una obra no es independiente de los que se ocupan de la obra; se trata más bien de una certeza explicable en procesos de discusión, sometida al desarrollo histórico, cambiante a lo largo de la historia.

En tercer lugar, Bürger efectúa una crítica de la interpretación, en un intento de encontrar lo que en dicha práctica no es derivable racionalmente de sus presupuestos, a saber: primero, que la obra es una configuración cuyos límites pueden ser determinados con relativa facilidad ya que se distingue de otras formaciones en que la forma no es exterior al contenido; segundo, que la obra tiene un determinado valor estético radicado en su singularidad, remitida en última instancia a la actividad del genio, a lo extraordinario del productor, lo que ubica al intérprete en la posición de coautor genial, capaz de detectar y explicitar dicho valor.

Es precisamente la noción de genio la que examina en cuarto lugar. Para Bürger es necesario concebir la producción estética como un tipo de trabajo social, no como resultado de la actividad del genio. Sin embargo, reconoce en la doctrina del genio un momento de verdad en tanto permite concebir la producción artística como mediada por el trabajo en un sentido doble: trabajo con el material como algo dado, por un lado, y trabajo con el bloqueo de la espontaneidad ocasionado por el proceso de socialización, por otro. Implica, por lo tanto, la actividad de un sujeto y una resistencia a vencer en un proceso de autorrealización del individuo -diferente de la concepción burguesa de trabajo alienado-, que deriva en un producto capaz de funcionar como objetivación de dicho individuo. En la producción artística así concebida, la intervención subjetiva permanece siempre referida a la especificidad del material, depende de la peculiaridad de los materiales, lo que conlleva el riesgo de fracaso del producto. Tal idea aparece como totalmente opuesta a la de dominación de la naturaleza por parte del sujeto ya que, en lo que tiene que ver con el material, no se trata de un producto natural sino surgido como resultado de un trabajo colectivo, lo mismo que la subjetividad -categoría social, surgida de la mediación con otros-. Lo que Bürger objeta a la estética del genio no es simplemente su pretensión de realizar "la naturaleza" en la sociedad real como crítica a la modernización mediante la revalorización de "lo bárbaro", lo opuesto a la civilización sometida a los principios racionales, sino el hecho de que tal crítica quede limitada, circunscripta a la figura de un sujeto excepcional, al sujeto de dicha experiencia "natural", el genio.

Por último, en quinto lugar, Bürger se ocupa de la recepción, afirmando que es necesario concebirla como actividad mediada socialmente, no limitada a la interioridad subjetiva en tanto simple contemplación. Así como la producción de la obra no consiste en el acto de un individuo aislado, la recepción, como toda apropiación, presupone lo material y lo ideal elaborado en el curso de la historia; se trata de un acto social: depende de un trabajo colectivo.

viernes, 3 de octubre de 2008

CHRISTOPH MENKE. LA SOBERANÍA DEL ARTE

Menke, Christoph [1991]: La soberanía del arte. La experiencia estética según Adorno y Derrida, Visor, Madrid (1997)

Fabián Beltramino

[Reseña publicada en la revista virtual Otro campo. Estudios sobre cine, nº3, 2000]

La soberanía del arte implica para Menke un conflicto irresoluble entre la experiencia estética y los otros modos de discurso; el buen funcionamiento de los discursos no estéticos ingresa en una crisis sin retorno a partir de la experiencia estética. Esta argumentación combina las dos tradiciones principales de la estética moderna: la que caracteriza la experiencia estética en términos de autonomía en tanto uno de los diferentes modos de experiencia y de discurso que contribuyen a la razón moderna, y la que la define en términos de soberanía, destacando en ella un potencial que transgrede la racionalidad de los otros tipos no estéticos de discurso. Esta transgresión, sin embargo, no implica la proyección de una exigencia idealista de verdad sino más bien una relación genealógica en la que la experiencia estética es capaz de desencadenar una crisis en el resto de los modos de experiencia y de discurso. Es, por lo tanto, la relación entre autonomía y soberanía del arte una relación bipolar, doblemente determinada, aparentemente contradictoria, en la que la apariencia del arte (su autonomía) constituye al mismo tiempo su verdad (su soberanía). Dicho vínculo se afirma a partir de lo que Adorno entiende por arte moderno, esto es, un discurso autónomo entre otros pero a la vez capaz de subvertir de manera soberana la razón de todos los demás discursos. El objetivo de Menke, en primer término, pasa por la reconstrucción de la lógica específica de la experiencia estética situando la negatividad del pensamiento adorniano en el plano de los procesos semióticos, procesos de utilización y comprensión de signos, con la intención de referir dicha negatividad a un proceso de subversión de la comprensión. Como herramientas para el cumplimiento de su objetivo, recurre a autores que se oponen a la teoría de Adorno pero cuyas intenciones están próximas, fundamentalmente a la teoría de la deconstrucción de Derrida.
Menke desentraña la lógica específica de la experiencia estética -basada en el concepto de negatividad estética que, para Adorno, funda la autonomía del arte moderno en su relación negativa con todo lo que no es arte- a partir de la función crítica que supone ejerce el arte con relación a la realidad exterior no estética. En función de ello concluye que la negatividad de la experiencia estética pasa por el fracaso, la subversión de cualquier intento de comprensión. Queda evidenciado así el carácter procesual de experiencia estética en tanto autosubversión del intento de comprensión inscrito en ella misma. Describe la función crítica del arte, además, como íntimamente ligada a la cuestión del placer estético. Tal noción constituye, por un lado, una moralización que sirve para diferenciarlo del goce estético reductor del arte a la categoría de diversión, forma de placer vinculada con la industria cultural; al mismo tiempo, se trata de una concepción del placer en tanto vivencia de un objeto más allá del conocimiento, a partir del fracaso ocasionado por la negatividad de la experiencia estética.
En cuanto a la índole procesual de la experiencia estética, en pos de una caracterización más profunda, Menke recurre a la noción de aplazamiento, idea que destaca el aspecto duracional de un proceso que permanece irremediablemente presente, que elude todo resultado, cualquier finalidad identificadora o comprensiva; la negatividad estética queda definida así, entonces, como una procesualidad desautomatizadora de la comprensión, una procesualidad permanentemente encaminada al fracaso. Pero Menke busca un basamento estructural para la negatividad estética, e intenta obtenerlo efectuando una reformulación en el plano semiótico.
Efectúa dicha reformulación con relación al objeto estético, poniendo en un juego de doble vínculo su aspecto material y su aspecto significante. Esto implica que el significante no es entendido como una realidad dada sino como una relación funcional entre un material y una significación que surgen de una operación de selección. Se trata de algo que oscila entre dos polos, el del material y el de la significación, a los que mantiene unidos y, de acuerdo a ello, no puede ser nunca identificado definitivamente. Implica la negación de cualquier intento de comprensión final ya que el objeto no existe más que en el proceso mismo, y si alguna comprensión fuera posible, se trataría de un acontecimiento inmanente a dicho proceso, comprensión negada y disuelta en la experiencia estética misma. La tesis de la oscilación estética funciona, por lo tanto, como una ontología de la obra de arte en tanto paso incesante entre los dos polos del material y de la significación. La experiencia estética resulta, por ello, un proceso interminable, una procesualidad sin resultado. El objeto estético queda así configurado como objeto articulado, construido estéticamente. Queda claro, por tanto, que ningún material está en condiciones de determinar sus propios rasgos significantes y que estos se definen durante el proceso. Es el carácter procesual de la experiencia estética lo que provoca la desautomatización de los actos de comprensión no estéticos al desprenderse de cualquier justificación de tipo contextual para determinar tanto la materialidad como la significación de su objeto. Dicho de otro modo, el objeto estético presenta tantas interpretaciones contextuales como intentos de formación de significantes, dado que su materialidad es siempre superabundante respecto de toda selección significativa. Así, la experiencia estética, al develar la diversidad de hipótesis contextuales posibles las niega, deviniendo en experiencia distanciadora.
Para Menke, entonces, las explicaciones de la negatividad estética no pasan por la determinación interpretativa del significado (teoría de la polisemia, multiplicidad interpretativa) sino por la elección del significante, la determinación del objeto estético en tanto objeto plural, convertido constantemente en material en un proceso estético de aplazamiento de la formación de significantes, un proceso de negación interna sin resultado. Es para él en esta crítica de la polisemia donde la teoría de la negatividad se acerca al postestructuralismo, a la teoría de la deconstrucción, sobre todo a partir del concepto de diseminación de Derrida, entendido como praxis en la que el texto se construye y se disuelve, proceso de comprensión/descomprensión simultáneo en el que se disuelve todo sentido como resultado.
Menke dedica un espacio importante a efectuar una crítica de la hermenéutica, teoría que entiende la comprensión como comprensión lograda, no subvertida o indefinidamente aplazada como propone la estética negativa. La finalidad del proceso de formación de significantes para la hermenéutica es la obra en tanto obra comprendida, es decir, la remisión, mediante repetición, a un sentido conocido extraestéticamente. Para la interpretación hermenéutica toda comprensión tiene la estructura de un prejuicio, es reflejo del arraigo contextual. Al mismo tiempo, la experiencia estética no es más que un medio de comprensión de una significación más intensa, la instancia de una verdad superior, por lo cual el proceso interno de formación de significantes queda estabilizado desde el exterior, adquiere un término, al estar dotado de una finalidad significativa. Para Menke la estética de la negatividad, en cambio, es no teleológica, despliega la procesualidad hasta sus últimas consecuencias y es por ello mismo deconstructiva, descompone la comprensión aparentemente lograda hasta su fundamento, hasta su procesualidad sin resultado.
Llega así al abordaje del concepto de belleza. Comienza ocupándose de la lógica configuradora de la interpretación, más precisamente, de la manera en la que el discurso interpretativo puede expresar la experiencia estética de la negatividad. No encuentra manera mejor que la discontinuidad de dicho discurso en tanto fenómeno de lectura, es decir, surgida de una evaluación, de la autosubversión del propio discurso interpretativo que cumple en sí mismo un proceso negativo similar al estético. Menke avanza en la explicación del concepto de evaluación estética a partir de la noción de crítica inmanente, noción que se apoya en el cumplimiento de la experiencia estética, en el seguimiento de la fuerza obligante del propio acto. El discurso interpretativo remite al objeto estético -en tanto cosa que rehusa ser entendida como signo, que evita la comprensión- como fundamento de una experiencia obligante de la negatividad. El objeto bello es, entonces, una cosa en segundo grado, ni comprensible ni describible, determinada procesualmente, una cosa en el sentido heideggeriano de tierra, surgida de un proceso de producción que conduce al material más allá de su función de soporte, que lo salva estéticamente. Resulta pues la experiencia estética una epifanía de la obra de arte, la aparición estéticamente escenificada del componente cósico de la obra misma, acto en el que el objeto estético aparece como incomprensible. Conceptualiza así Menke lo bello a partir de la noción adorniana de imagen: lo bello se hace imagen cuando el objeto incomprensible no es ya el soporte de una significación que aparece, ni un objeto que descansa en sí mismo, sino que es apariencia. Lo bello es un fenómeno instantáneo que no puede desligarse estructuralmente del momento de su aprehensión en el proceso de experiencia estética. El objeto aprehendido como bello queda transformado estéticamente, extrañado respecto de su lugar, de su contexto inicial; pasa a estar ubicado en un lugar vacío en tanto duplicación de sí mismo. En conclusión, la experiencia estética de la negatividad produce una doble liberación: la del material del objeto bello, que es liberado de su función de portador de significado y logra una plenitud inalcanzable a toda comprensión, y la de los signos respecto de su significación, que impide que sean reducidos a su pura coseidad.
Una vez aclarada la lógica negativa de la experiencia estética, Menke se ocupa de pensar a la estética como fundamento de una crítica de la razón. Para ello, vuelve sobre la noción de soberanía estética. Aquí pone en evidencia algunas diferencias entre la estética de la negatividad de Adorno y la teoría de la deconstrucción de Derrida. Para este último, de acuerdo al motivo central de su filosofía consistente en articular y fundar en el plano extraestético la negatividad experimentada en el plano estético, la soberanía del arte es una implicancia del arte en tanto se adjudica validez universal a las estructuras de la experiencia estética. Para Adorno, en cambio, la soberanía del arte es una consecuencia de la experiencia estética de la negatividad en tanto nueva manera de considerar los discursos no estéticos a partir de la subversión de su comprensión automática; se trata de una consideración postestética, de la producción de una imagen nueva, alternativa, de los discursos no estéticos. La experiencia estética tiene como consecuencia la desestabilización (subversión) de los discursos no estéticos a partir de un cambio de punto de vista, de una mirada hacia los discursos no estéticos efectuada a la luz de la experiencia estética que destruye su validez sin necesidad de impugnarlos desde dentro de sí mismos. La experiencia estética efectúa una negación de la ley fundamental de los discursos, la de su comprensión automática, en un doble proceso de desestructuración estética: aplazando indefinidamente cualquier intento de comprensión y liberando el material de los significantes respecto de la significación. Tal es el efecto de lo estético y a él se debe la sobrevaloración del arte por parte de la filosofía moderna, para la cual actúa como catalizador que permite el surgimiento de problemas que no podrían presentarse ni ser presentados sin la experiencia estética, entendida ésta como experiencia crítica de los discursos eficaces. Para Adorno en particular, la experiencia estética es un modo de consideración que contradice la comprensión preestablecida de los demás discursos.En conclusión, la soberanía de la experiencia estética surge de la ubicuidad potencial de la negatividad estética autónoma que implica, por un lado, una crisis, una interrupción de las prácticas y los discursos no estéticos y, por otro, que lo bello y lo verdadero se dan en una relación de tensión irresoluble.

jueves, 2 de octubre de 2008

ARS CANTUS MENSURABILIS Y MENTALIDAD BURGUESA

Ars cantus mensurabilis y mentalidad burguesa (1998)

Fabián Beltramino

[Monografía escrita para la materia Evolución de los Estilos I de la carrera de Artes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, dictada por Gerardo Huseby]

1.

El objetivo del presente trabajo es ver el Tratado de canto mensural (ca.1260) de Franco de Colonia a la luz de varios autores que permiten abordarlo no desde el más frecuentado aspecto técnico (véase por ejemplo LEÓN TELLO, 1962: 123-130), sino como temprano exponente de lo que José Luis Romero denomina “mentalidad burguesa”. Para tal fin, se ha efectuado un cruce entre una serie de textos que tratan cuestiones relativas a la Edad Media tanto en términos histórico-culturales como estéticos.

La hipótesis que se asume es que dicho tratado, dada su carga de realismo, de pragmatismo, es más representativo de la mentalidad burguesa que de la mentalidad del orden cristiano-feudal, enfática en aspectos trascendentales. Tal hipótesis se basa en una afirmación de Enrico Fubini, quien acerca del tratado de Franco de Colonia dice:

se centra sobre los problemas del contrapunto y de la música mensural ... no se tocan siquiera los problemas que atañen a la definición y a la subdivisión de los distintos tipos de música, así como tampoco se hace frente a cuestión alguna de orden general o filosófico con respecto a la música (FUBINI, 1988:110)

2.

Se hace necesario, en primer lugar, definir las nociones “mentalidad”, “burguesía” y “orden cristiano-feudal”.

Se entiende por mentalidad no el campo del pensamiento sistemático “sino el de ese caudal de ideas que en cada campo constituye el patrimonio común y del cual aquél es como una especie de espuma en relación no siempre coherente” (ROMERO, 1993:17).

Lo burgués es el mundo europeo y sus zonas de influencia “tal como se va configurando desde la revolución burguesa del siglo XI ... hasta nuestros días”, siendo el rasgo más típico de la mentalidad que origina “la omisión deliberada, metódica y paulatina de los problemas últimos” (ROMERO, 1993:18-23). Esa mentalidad surge como netamente opuesta a la del orden cristiano-feudal que comienza a quebrarse, para la cual “la causalidad profunda de la realidad no pertenece al orden de lo natural sino de lo sobrenatural” y donde “todo lo que pasa está poniendo de manifiesto decisiones que ocurren fuera de la realidad” (ROMERO, 1993:31).

3.

Una de las primeras evidencias que puede marcarse en el tratado de Franco de Colonia acerca de la presencia de la nueva mentalidad tiene que ver con la definición clara de una “realidad operativa”, en este caso la notación rítmica del canto mensural y ciertas reglas del contrapunto, más allá de cualquier preocupación o justificación trascendental. En tal sentido José Luis Romero afirma:

lo que consiguió la experiencia burguesa fue delimitar una realidad operativa, aquella que se comporta de una cierta manera cuando se actúa sobre ella, más allá de lo que pueda ocurrir cuando se la trasciende ... A esta conquista denominaremos triunfo de la profanidad (ROMERO, 1993:63)

Arnold Hauser también destaca rasgos similares en obras del período en cuestión al observar que “las cosas singulares de la realidad empírica no necesitan ya una legitimación ultramundana y sobrenatural para convertirse en objeto de representación artística” (HAUSER, 1953 I:268)

Siguiendo a José Luis Romero puede afirmarse que el siglo XIII es el momento en el que se anuncia la crisis del orden medieval que se manifestará claramente en el XIV. Ya en esa época se hace evidente “la presencia de nuevas fuerzas sociales y económicas que [son] también, en potencia, nuevas fuerzas espirituales portadoras de un mensaje renovador, aunque todavía impreciso y vago” (ROMERO, 1995:184).

Georges Duby define esas fuerzas en términos de “cultura profana”, una corriente “que cobraba fuerza gracias a la prosperidad general y a la difusión del saber” (DUBY, 1998:94).

Para Umberto Eco, en directa alusión a la estética filosófica de ese momento, es el progresivo aristotelismo lo que lleva a fijar la atención sobre lo concreto de las cosas, haciéndose emergente una “estética del organismo concreto”, desarrollándose una “filosofía de la substancia concretamente existente”, sobre todo a partir de la obra de santo Tomás de Aquino. Esta novedosa ontología se hace inseparable de todo el desarrollo de la cultura y de las relaciones sociales. Resulta ejemplificadora en este sentido la distinción que el autor efectúa entre el gótico clásico y el de pleno siglo XIII, viendo corresponder al primero “más a una sensibilidad propensa a captar el resplandor típico de la forma en el objeto ... dispuesta a determinar la multiplicidad en la unidad” y corroborando en el segundo que esa “sensibilidad hacia lo típico es substituida poco a poco por una sensibilidad hacia lo individual” (ECO, 1997:124).

Y he aquí la introducción de una noción clave si de caracterizar el cambio de mentalidad se trata: el individualismo, la importancia de lo individual, rasgo central, arquetípico de la mentalidad burguesa en ascenso (ROMERO, 1993:43). Es precisamente el carácter individualista el que Ángel Medina se ocupa en destacar en Franco de Colonia cuando afirma:


su Ars cantus mensurabilis rezuma un cierto tono autosuficiente, apenas moderado por los elegantes giros de cortesía y los escasos brotes de falsa modestia ... resulta un tanto chocante la forma en que sabe eludir los nombres de otros tratadistas de la música mensural (MEDINA, 1988:41 nota 2)

y más abajo agrega:

Notemos la fuerte personalidad del tratadista que ... apenas usa ninguna de las fórmulas habituales de la falsa modestia, tan corrientes en la Edad Media y con origen en la Antigüedad clásica ... Nuestro autor ... se muestra seguro en sus conocimientos y aún razonablemente beligerante (MEDINA, 1988: 42 nota 5)

Es indudable que frente a toda una tradición teocéntrica, tales rasgos individualistas y antropocéntricos no son sino la marca de un pensamiento humanista que comienza a insinuarse. Claro que esto de ninguna manera significa la substitución de Dios por el hombre. En el explicit Franco se ocupa de brindar debidas gracias a Dios e incluso en uno de los manuscritos puede encontrarse una dedicatoria más desarrollada. Se trata de que comienza a verse “al hombre como centro activo, protagonista del drama religioso, mediador entre Dios y el mundo” (ECO, 1997:167). Es para el mundo, para los hombres y, como afirma en el Prólogo, atendiendo a los ruegos de algunos maestros que Franco de Colonia escribe su tratado.

4.

La mayoría de los autores coinciden a la hora de designar a Boecio como el padre de la teoría musical de la Edad Media. Se destaca en él la importancia otorgada a “la filosofía de las proporciones en su aspecto pitagórico originario, desarrollando una doctrina de las relaciones proporcionales en el ámbito de la teoría musical” (ECO, 1997:44).

Se sabe, sin embargo, cuál era el modo en que todo lo tradicional, todo aquello que tenía que ver con el mundo antiguo, era tomado por los autores medievales. Todo aquello que pudiera resultar novedoso se enmascaraba siempre detrás de una fundamentación clásica, “descubriéndose entre los pliegues de tanto discurso aparentemente monótono y uniforme ... un itinerario de pensamiento bastante complicado” (FUBINI, 1988:100). Es precisamente Enrico Fubini quien se ocupa en destacar la especulación sobre música en términos cada vez más concretos, menos metafísicos, como una actitud directriz y progresiva que lleva hacia el Renacimiento. Para él, “el interés por la posible relevancia religiosa de la música disminuye a la par que aumenta la progresiva mundanización de la misma y crece el interés en relación con los problemas reales de la composición y la interpretación” (FUBINI, 1988:100). Evidencia de esto en el tratado de Franco de Colonia es la clara división que el autor establece entre diversos estilos musicales. En primer lugar, distingue el canto llano, de ritmo libre, del canto mensural, medido; dentro de éste último diferencia la música simplemente medida, el discantus, de la parcialmente medida, el organum, denominación en la que


reconoce dos acepciones distintas: el sentido propio, organum doble u organum purum y la acepción común, esto es, cualquier canto eclesiástico medido en el tiempo (CAPITULO 1).

Es Fubini también quien insiste en notar el progresivo abandono de cualquier referencia a la teología por parte de todos los teóricos desde ca.1100, referencia que implicaba efectuar justificaciones “siempre en base a motivaciones filosófico-cosmológicas” (FUBINI, 1988:110).

Es coincidente también la apreciación de varios autores en el sentido de que es la irrupción de la polifonía lo que plantea ciertas exigencias de sistematización en términos bien concretos de notación musical y de ritmo, llevando el plano teórico hacia la conceptualización de elementos técnicos eminentemente prácticos, cada vez más despojados de significaciones ultramundanas (ECO, 1988:52-53; FUBINI, 1988: 108).

Para Fubini, todos los tratados sobre música del siglo XIII se caracterizan por “el reducido interés que alcanza la dimensión especulativa y filosófica del fenómeno musical”, explicando esto en razón de que “prestan mayor atención a los problemas reales que suscita la nueva práctica polifónica”, para concluir que tal interés es el que lleva a la “decadencia progresiva de la concepción teológico-cosmológica de la música” (FUBINI, 1988:111-112).

5.

Hasta la lectura más superficial del Ars cantus mensurabilis revela que se trata de una obra didáctica, dirigida netamente a resolver problemas técnicos que debían de preocupar a músicos, compositores y ejecutantes de su época, no a filósofos. Esto marca sin duda una “postura mucho más empírica ... de un mayor realismo” (FUBINI, 1988:111). No hay que olvidar que durante toda la Edad Media el interés de la mayoría de los teóricos pasaba principalmente por el aspecto especulativo, no por el práctico, que era bastante menospreciado.

Como ya se dijo, fue sin duda la aparición de la polifonía lo que impuso la necesidad de resolver problemas de grafía musical, concretamente de duración. Una de las primeras soluciones fue la métrica modal en el repertorio de la escuela de Notre Dame. Allí, como señala Ángel Medina, “el punto y la virga ... asumen un papel mensural y pasan a ser, respectivamente, breve y longa” (MEDINA 1988:20). Ese sistema, basado en los antiguos pies métricos de la gramática greco-latina, tenía como punto más débil la notación de pasajes melismáticos, ya que el valor duracional era contextual. Franco resuelve el problema definiendo las figuras simples por su posición, no por los modos rítmicos (LEÓN TELLO, 1962:12). Esa idea, la de que diferentes duraciones pudieran ser expresadas por distintas figuras y no meramente por diferentes contextos, pasó a ser desde ahí fundamental para la notación occidental (HUGHES, 1980:794). Además, Franco de Colonia en su tratado ordena los signos de los silencios y define varias formas musicales de su época (MEDINA, 1988:28).


6.

Se ha efectuado una interpretación del Ars cantus mensurabilis de Franco de Colonia a la luz de la hipótesis de lectura que lo ubica como exponente del surgimiento de la mentalidad burguesa.

Se han tratado de establecer distintas marcas en tal sentido: clara definición de una realidad operativa, desinterés por justificaciones trascendentales ligadas con aspectos teológicos, rasgos individualistas y autosuficientes por parte del autor en la enunciación, solución concreta para problemas técnicos en el ámbito de un hacer tradicionalmente menospreciado por los teóricos, en fin, evidencias de un naciente aunque sin dudas incipiente y bastante enmascarado pensamiento que apunta más hacia el humanismo renacentista que hacia el orden tradicional medieval.

BIBLIOGRAFÍA

Fuente:

FRANCO DE COLONIA (1988) Tratado de canto mensural. Traducción de Ángel Medina, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Oviedo, Gijón

Autores consultados:

DUBY, Georges Arte y sociedad en la Edad Media, Taurus, Madrid, 1988

ECO, Umberto Arte y belleza en la Estética Medieval, Lumen, Barcelona, 1997

FUBINI, Enrico La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX Alianza, Madrid, 1988

HAUSER, Arnold Historia social de la literatura y el arte, Guadarrama, Madrid, 1957

HUGUES, Andrew “Franco of Cologne” en New Grove Dictionary of Music and Musicians, Macmillian, Londres, 1980

LEÓN TELLO, Francisco José Estudios de Historia de la teoría musical, CSIC, Madrid, 1962

MEDINA, Ángel “Estudio preliminar y notas” en Tratado de canto mensural de Franco de Colonia, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Oviedo, Gijón, 1988

ROMERO, José Luis Estudios de la mentalidad burguesa, Alianza, Buenos Aires, 1993

La Edad Media, FCE (Tezontle), México, 1995